jueves, 16 de julio de 2015

VOTOS DE AMOR: CAPITULO 2





El sol que entraba por la ventana añadía reflejos dorados en el cabello de Paula. Pedro la examinó tratando de ser objetivo.


Su ropa era de diseño. Los ajustados vaqueros realzaban sus largas piernas y la camiseta moldeaba sus firmes senos.


La única joya que lucía era una cadena de oro. Frunció los labios al mirarle las manos y recordar la alianza matrimonial y el anillo de compromiso que ella había dejado en la casa cuando lo había abandonado.


Físicamente, apenas había cambiado en dos años. Su rostro era tan hermoso como lo recordaba, y sus ojos castaños eran claros e inteligentes. Llevaba el rubio cabello atractivamente despeinado.


La miró a los ojos y se sorprendió al ver que ella le devolvía la mirada con calma y seguridad, cuando en otro tiempo la hubiera apartado y se hubiera sonrojado. Había algo muy atractivo en una mujer segura de sí misma, por lo que Pedro sintió una punzada de deseo en la entrepierna, al tiempo que lo irritaba que hubiera ganado esa confianza en sí misma después de haberlo abandonado.


–No soy el único que aparece en la prensa. El éxito de las Stone Ladies ha sido meteórico y habéis ganado un montón de premios. ¿Qué se siente al ser una estrella?


–Francamente, me parece irreal. En dos años, hemos pasado de tocar en pubs a hacerlo en estadios, ante miles de personas. El éxito es estupendo, desde luego, pero me resulta difícil enfrentarme al interés de los medios por mi vida privada.


–Sobre todo porque a los paparazzi les fascina tu relación con uno de los miembros masculinos del grupo –observó él en tono sardónico–. Supongo que la compañía discográfica quiere que proyectéis una imagen impoluta de cara a vuestros admiradores adolescentes y, por eso, los medios no mencionan que estás casada.


–Ya les he explicado que Ryan solo es un amigo. Nos criamos juntos. Él, Benja y Carla, los otros dos miembros del grupo, son como mi familia. Nunca entendiste lo importante que son para mí y sé que no te gustaba que fueran mis amigos, pero la verdad es que, cuanto más te alejabas de mí, más necesitaba estar con gente que me quisiera y en la que pudiera confiar.


–Nunca te di motivos para que no te fiaras de mí.


–No me refiero a que sospechara que veías a otras mujeres a mi espaldas –Paula pensó que, si le hubiera sido infiel, le habría sido más fácil entenderlo. Se hubiera sentido herida, pero habría entendido que había cometido un error al casarse con un playboy, y lo hubiera superado.


Miró su hermoso rostro. Había escrito canciones sobre el amor a primera vista, pero sin creer que fuera posible… hasta que conoció a Pedro.


Cuando entró a toda prisa en su despacho el primer día de su nuevo trabajo, sus ojos se encontraron con la mirada azul cobalto de él y fue como si se hubiera producido un cataclismo. Había esperado que el consejero delegado fuera mayor, con poco pelo y algo de estómago, pero Pedro era la perfección masculina personificada, con el aspecto de un actor de cine y la imponente presencia de un líder mundial.


Se había sentido intimidada, pero él le sonrió y ella se sintió invadida por un deseo que sabía que solo él podría satisfacer.


Pedro la miró. Tenía un aspecto fantástico. ¿Tendría un amante? Le resultaba difícil creer que, hermosa y sensual como era, llevara dos años viviendo como una monja.


Había visto su fotografía en carteles por todo Londres que anunciaban el nuevo álbum del grupo. Era la fantasía de cualquier hombre, pero él no necesitaba fantasías cuando recordaba cómo hacían el amor.


Esos recuerdos lo excitaron aún más.


A Paula se le puso la carne de gallina al ver el brillo de sus ojos. Darse cuenta que todavía la deseaba la llenó de pánico y de excitación a la vez. Apartó la mirada y dio un paso hacia la mesita de centro para dejar la taza en la bandeja, pero el tacón se le enredó con el borde de la alfombra y dio un traspiés. Inmediatamente, Pedro la agarró.


–Gracias –susurró con voz ronca. Tenía la garganta seca. El sentido común le indicaba que debía apartarse de él, pero parecía haber perdido el control de su cuerpo, y su mente voló hasta la primera vez que él la había besado.


La había llevado en coche a su casa. Su puesto de secretaria en la empresa implicaba que las conversaciones entre ambos fueran siempre de carácter laboral, por lo que ella había supuesto que él apenas se habría fijado en ella. Cuando, mientras atravesaban la ciudad, él le pidió que le hablara de ella se aterrorizó, pero, como era su jefe, le contó los detalles de su vida, muy poco interesante.


Cuando él aparcó frente a su casa, se volvió hacia ella y le dijo:
–Eres un encanto –y la besó en los labios.


El cuerpo de ella reaccionó al instante, como si él hubiera apretado un botón que hubiera despertado su sensualidad, hasta entonces latente. Pedro la había besado como ella imaginaba que un hombre besaría a una mujer, como había soñado que la besarían.


Respondió a sus apasionadas exigencias con un ardor que lo hizo gemir.


–Pronto serás mía, Paula.


–¿Cuándo?


Habían pasado tres años de aquello, pero Paula seguía atrapada por el magnetismo sexual de Pedro y se sentía como la tímida secretaria que había sido, a la que había besado el hombre más excitante que había conocido.


–¿Por qué me abandonaste? –preguntó él con voz dura–. Ni siquiera tuviste la decencia de decírmelo a la cara, sino que me dejaste una nota insultante en la que decías que habías decidido que pusiéramos fin a nuestra relación.


Paula tragó saliva, incapaz de pensar con sus labios tan cerca de los suyos. Deseaba acariciarle la nuca y empujársela para que bajara la cabeza y la besara.


–¿Por qué te casaste conmigo? –contraatacó ella–. Me lo he preguntado muchas veces. ¿Fue porque estaba embarazada? Creía que nuestra relación se basaba en algo más que en la atracción sexual, pero te distanciaste de mí después del aborto. No podía acercarme a ti, no querías hablar de lo sucedido. Tu frialdad me indicaba que no deseabas que fuera tu esposa.


El dolor que reflejaban los ojos de Paula hizo que Pedro se sintiera culpable. Sabía que no le había proporcionado el apoyo que necesitaba después de perder al bebé. Pero le había sido imposible hablar de ello y había reaccionado como hacía siempre, ocultando sus emociones y centrándose en el trabajo. No podía culparla por haberse volcado en sus amigos, pero sentía celos de ellos, sobre todo del cariño de Paula por Ryan Fellows, el guitarrista del grupo.


La idea de que fueran amantes lo había corroído por dentro. 


Paula lo había acusado de que no le gustaba que se relacionara con sus amigos, y era verdad. No podía controlar el sentirse posesivo, lo cual lo asustaba, ya que creía haber heredado los peligrosos celos de su padre.


–Hace tres años fuimos amantes. El fin de semana que pasamos en mi piso de Roma fue divertido, pero… –se encogió de hombros–. No deseaba tener una relación larga y creí que lo entenderías.


Cuando, al poco de volver a Londres, le dijo que habían terminado, se convenció de que era lo mejor antes de que las cosas se le fueran de las manos. Paula debía entender que expresiones como «a largo plazo» o palabras como «compromiso» no estaban en su diccionario.


–Pero el destino nos tenía preparada una jugada inesperada. Cuando me dijiste que estabas embarazada, no pude consentir que mi hijo fuera ilegítimo. Casarse era la única alternativa. Era mi deber.


Paula se estremeció. «Deber» era una fea palabra, que le produjo un sabor amargo. Había contado a Pedro que estaba embarazada porque creyó que tenía derecho a saberlo, y se había quedado asombrada cuando él el pidió que se casaran.


Al fin y al cabo, estaban en el siglo XX, y ser madre soltera ya no era inusual ni vergonzoso. Creyó que sentía algo por ella, pero se había engañado.


–Al principio estábamos bien –le recordó.


–No lo niego. Íbamos a ser padres y, por el bien de nuestro hijo, era importante que hubiera entre nosotros una relación amistosa, además de nuestra buena compatibilidad sexual.


Ella se tragó el nudo que se le había formado en la garganta.


 ¿Había tratado Pedro simplemente de establecer una relación amistosa al llenar la casa de rosas amarillas después de saber que eran sus preferidas? ¿Se había imaginado ella la intimidad que aumentó entre ambos, día tras día, mientras estaban en viaje de novios en las islas Seychelles?


¡Qué estúpida había sido al creer que, pese a su frialdad, todavía existía la posibilidad de volver a estar juntos!


Consiguió controlarse y esbozó una fría sonrisa.


–En ese caso, no tenemos nada más que decirnos. Esperaré a que tu abogado me mande la petición de divorcio. Creo que el proceso será rápido, ya que se trata de un divorcio de mutuo acuerdo.


–Le he dicho a mi abogado que te ofrezca un arreglo financiero –Pedro frunció el ceño cuando ella negó con la cabeza–. No entiendo por qué te empeñaste en firmar un acuerdo prematrimonial que te dejaba sin nada.


–Porque no quiero nada de ti –respondió ella con fiereza–. Gano mucho dinero, pero, aunque no fuera así, no aceptaría tu ayuda.


–Ya veo que no has perdido tus deseos de independencia. Eres la única mujer que conozco que se molestaba cuando le hacía regalos.


No quería sus regalos, sino algo que no había sido capaz de darle: su amor, su corazón a cambio del de ella, un matrimonio que fuera una verdadera unión.


¿Existía algo así? No lo había visto en el caso de sus padres. Tal vez lo de vivir felices y comer perdices solo existiera en los cuentos de hadas.


Tenía que marcharse de allí inmediatamente, antes de venirse abajo. Nunca había estado tan agradecida como en aquel momento por la ilusión de suprema seguridad que le había proporcionado actuar con el grupo.


–Le diré a mi abogado que rechace toda oferta económica de tu parte.


Él masculló un juramento.


–¡Maldita sea, Paula! Tienes derecho a una pensión. La industria musical no es estable, y nadie sabe lo que te deparará el futuro.


–Ya no hay motivo alguno por el que debas sentirte responsable de mí –respondió ella en tono cortante.


El sonido del teléfono móvil dentro del bolso fue una grata distracción. Ella comprobó quién llamaba y lanzó una mirada de disculpa a Pedro.


–¿Te importa que conteste? Es Carla, probablemente para recordarme que hemos quedado en ir de compras esta tarde.


Después de haber hablado con su amiga, el móvil volvió a sonar.Paula supuso que volvería a ser Carla, pero se sobresaltó al reconocer la voz de quien llamaba.


–Hola, Paula. Soy tu querido David. ¿Recuerdas que escribiste «para mi querido David» cuando me firmaste el autógrafo? Sé que estás en Londres y me gustaría que cenáramos juntos.


–¿Cómo has conseguido este número? –le espetó Paula.


Se arrepintió inmediatamente de haberle hablado, ya que la policía le había aconsejado que no perdiera la calma ni demostrara emoción alguna ni se pusiera a conversar con el hombre que llevaba dos meses acosándola. Pero se había aterrorizado al oír su voz.


¿Sabría dónde se hallaba exactamente en Londres? Era poco probable que la hubiera seguido hasta allí. Pero ¿cómo demonios tenía el número de su móvil?


Cortó la llamada sin añadir nada más y comprobó el número desde el que la había llamado. Estaba oculto. Guardó el teléfono en el bolso.


–¿Qué pasa?


Pedro la miraba con curiosidad, sin darse cuenta de su inquietud.


–Nada –no había razón alguna para mezclarlo en aquello. Cambiaría el número del móvil.


Pedro frunció el ceño.


–Por tu reacción se diría que pasa algo. Al contestar, parecías preocupada –la agarró del brazo para impedir que se marchara–. ¿Tienes problemas con quienquiera que sea el que te ha llamado?


–No, me estaban gastando una broma –mintió ella.


Tuvo la tentación de hablarle de David, de ese admirador que estaba obsesionado con ella. Pero la policía estaba informada y todo estaba bajo control.


En cuestión de semanas, estarían divorciados y lo más probable era que no volvieran a verse. Tiró del brazo para soltarse de su mano y se dirigió a la puerta de entrada casi corriendo.


–Adiós, Pedro. Espero que algún día conozcas a alguien que te ofrezca lo que buscas.






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