sábado, 25 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 6







Pedro no salió de la sala de interrogatorios hasta el martes a mediodía y estaba deseando no volver a ver la diminuta habitación con sus paredes de espejo.


La orden de Paula Chaves llegó dos minutos más tarde. 


Cinco minutos después estaba en la puerta de su despacho, mirando el acuario encastrado en la pared mientras una regordeta y guapa secretaria le abría la puerta.


Le gustó que no lo hiciese esperar. Le gustó que siguiera sentada detrás de su escritorio porque eso reforzaba sus respectivas posiciones en el Servicio. No eran iguales allí y él no esperaba que lo fuesen.


Se quedó frente al escritorio, con los pies ligeramente separados, las manos a la espalda, esperando mientras ella lo miraba en silencio. Los hematomas en su cara combinaban el morado con el amarillo y se preguntó, irónico, si lo vería más guapo que el día anterior.


Ella le parecía más atractiva cada vez que la miraba. Aquel día llevaba un traje de color gris y una camiseta blanca sobre otra de color gris claro. Parecía cómoda con su ropa, su piel y todo lo que la rodeaba. El poder le sentaba bien.


Pedro… él siempre se había sentido atraído por el poder.


Ella le dio tres segundos antes de levantar la mirada del ordenador e ir al grano.


—Señor Alfonso, su interrogatorio es una broma. Todo el mundo lo sabe y no todos están contentos. ¿En quién está dispuesto a confiar?


En nadie.


—Quiero hablar con mi jefe directo. Se lo he dicho a Corbin y… ¿cuántas veces tengo que decirlo?


—Lo siento —Paula lo miró, con gesto entristecido—. Serrin ha muerto. Murió hace dos meses.


Pedro mantuvo los hombros levantados y el rostro impasible. 


Aquel golpe no lo hundiría. Solo estaba… cansado. Cansado de los juegos, cansado de hacerlo todo solo y cometer errores que costaban la vida de la gente.


—¿Fue por mi culpa? ¿Yo lo dejé al descubierto?


—La suya no era la única operación que dirigía Serrin, Alfonso. No, no fue culpa suya.


Una mancha menos en su alma. Suponiendo que estuviese diciendo la verdad.


Ella inclinó a un lado la cabeza, con una sonrisa curiosamente compasiva.


—Las cosas serían más fáciles si confiase en mí.


—No se me da bien confiar en la gente.


—Lo sé, he leído su informe. Hay muy poca gente en su vida y casi ningún confidente. Su madre murió al dar a luz a su hermano Sergio y es muy protector con sus hermanas, aunque no tanto con su padre y Sergio, a quienes culpa… solo un poco, por la muerte de su madre. El único lazo emocional que se le conoce en sus treinta años de vida es Damian Sinclair. Lo aceptó en su familia a los cinco años.


Ella seguía sin llevar alianza ni anillos en esos dedos bien cuidados.


—El problema —siguió Paula Chaves— es que mucha gente cree que no ha contado todo lo que sabe sobre Antonov. 
Mucha gente quiere ayudarlo a terminar lo que había empezado, así que me gustaría saber a qué está esperando. ¿Qué necesita?


Pedro suspiró. Le habría guastado responder, encontrar absolución, pero dudaba que ella pudiera dársela.


—Tengo que ir a Bielorrusia —dijo, en cambio. ¿Se lo permitiría? Bielorrusia estaba en su jurisdicción, era la parte del mundo que controlaba—. Solo unos días. Corbin no quiere enviarme allí y no sé por qué.


Ella rio y seguía pareciéndole el sonido más agradable que había escuchado nunca.


—Alfonso, ¿ha visto su último informe psicológico?


No lo había visto y seguramente no lo vería nunca.


—¿Qué dice?


—Qué tiene delirios de autonomía y un profundo deseo de morir. Corbin no va a enviarlo a Bielorrusia… de hecho, le cuesta trabajo dejarle ir solo al baño.


—Yo no tengo tendencias suicidas.


—Dígame qué quiere hacer en Bielorrusia y enviaré a alguien. Discretamente. Usted podría dirigir la operación desde aquí.


—Yo no trabajo así.


—¿No? Pues tal vez debería.


Paula se levantó para dirigirse a la puerta, pero Pedro no quería que la entrevista terminase y aún no se había librado de la actitud bravucona después de dos años haciendo de matón de Antonov.


De modo que alargó una mano para impedir que abriese la puerta y la miró a los ojos. De cerca vio que había unos puntitos de color chocolate en el ámbar. Podía oler a limón fresco en su pelo y cuando sintió su aliento en los labios supo que estaba demasiado cerca. Un centímetro más y estaría besándola. Y quería hacerlo. Demonios… quería enterrarse en aquella mujer y tomarse su tiempo antes de salir para buscar oxígeno. Y daba igual que fuese su jefa o que ese comportamiento fuese inaceptable. Tal vez había olvidado cuál era el comportamiento normal. Conocer a una mujer que le gustase, pedirle una cita. Tal vez debería empezar por ahí.


—Cena conmigo.


—¿Ese es el siguiente paso?


—¿Por qué no? Puedes jugar conmigo, ser mi mentora, disciplinarme. Soy joven, impulsivo, enamoradizo.


—Yo no.


—Tal vez por eso me gustas —Pedro dio un paso atrás, buscando señales de interés.


Buscaba algún ligero rubor en las mejillas, notar que contenía el aliento, pero no encontró nada. Solo una mirada cautelosa.


—Apártese, agente Alfonso.


—¿Qué tal si comemos juntos? Prometo portarme bien.


—No —Paula puso un dedo en sus doloridas costillas, no para hacerle daño sino como un gesto de advertencia—. Se está pasando de la raya.


—¿Me haría daño? —Pedro se inclinó hacia ella—. No lo creo.


—Prefiero no tener que hacerlo, pero eso no significa que no fuese capaz, señor Alfonso…


—Llámame Pedro. Llámame por mi nombre —nadie lo había llamado por su nombre en tanto tiempo, al menos dos años. Había sido Jimmy, Jimmy Bead—. Llámame por ni nombre como antes. Me gusta.


—¿El apellido no es suficiente?


—Me gusta más el nombre de pila.


—¿Por qué?


—Me siento más yo.


Pedro


—Eso es.


Pedro dio un paso atrás, dándole el espacio que le pedía, pero cuando apartó la mano sintió que le faltaba algo. Tenía la impresión de que su informe psicológico no había cubierto todos sus problemas en ese momento.


O tal vez sí.


—¿Si te digo que mi próxima pregunta es por tu propio bien me creerás? —le preguntó ella.


Pedro se pasó una mano por el pelo. Últimamente repetía mucho ese gesto y no era algo que hubiese hecho antes, ni como Pedro ni como JB, Jimmy Bead.


—¿Cuál es la pregunta?


—¿Sabes a quién estás buscando? El último topo de Antonov… ¿sabes quién era?


—Yo… no. Creo que era un director del Servicio, pero no sé quién. Si hubiera podido pegarle un tiro en la cabeza lo habría hecho.


—Eso lo creo.


—Consigue que vaya a Bielorrusia —insistió él.


—No, aún no. Tienes que descansar, así que pida la baja. Nadie va a enviarte a Bielorrusia en esas condiciones. Duerme un poco, deja que tu cuerpo cure y luego volveremos a hablar. Ah, y Pedro


—Ese soy yo —dijo él.


—Bienvenido a casa.






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