lunes, 8 de junio de 2015

EL HIJO OCULTO: CAPITULO 32




Cuando se volvió para marcharse, se encontró con que Pedro estaba en la puerta.


Estaba encorvado y miraba al suelo. Llevaba una toalla en la cintura y parecía un hombre cargando con todo el peso del mundo.


—¿Estás bien? —preguntó ella.


Pedro levantó la vista al oír la voz de Paula.


Al despertarse se había girado buscando a Paula, pero no la encontró en la cama. Al sentarse y ver que tampoco estaba su ropa, le entró el pánico. Saltó de la cama y miró en el baño. Se puso una toalla y regresó a la habitación. La llamó y esperó en silencio a que contestaran. Nada. Se había marchado...


Amaba a Paula, y siempre la había amado. Ninguna mujer lo había hecho sentirse como ella, y no podía soportar la idea de perderla otra vez.


—Paula, estás aquí... Tenía miedo de que te hubieras marchado —dijo él.


—¿Por qué has pensado tal cosa? Por supuesto que estoy aquí. Nos casamos ayer, ¿recuerdas?—dijo ella, preocupándose al ver que él se tambaleaba hasta el sofá y se cubría el rostro con las manos—. Nunca has estado asustado en tu vida —dijo ella, y se acercó a él—. ¿Ha ocurrido algo? ¿Tu padre o Benjamin?


—No, nada de eso —dijo él, y la agarró de la mano. Ella trató de soltarse—. No... Por favor. Paula, deja que te explique.


Él parecía tan vulnerable... Ya no era el hombre arrogante al que ella estaba acostumbrada.


Tiró de ella para que se sentara a su lado.


—Ha de ser algo importante, Pedro. Quiero ir a ver a Benjamin pronto.


—Nada más despertarme me volví para abrazarte y no estabas. Miré en el baño, y me fijé en que tampoco estaba tu ropa entonces, pensé que te habías marchado otra vez... Te quiero.


Pedro había dicho que la quería, algo que ella había anhelado oír desde hacía mucho tiempo. No podía creerlo.


 Lo miró y le dijo:
—Te he querido desde el primer momento en que te vi, Paula, pero me equivoqué y di tu amor por sentado, sin darte nada a cambio.


—No es cierto. Me regalaste muchas joyas.


—Exacto, algo que no me costaba nada y que como bien dijiste era sórdido. Pero yo nunca lo vi así. Sólo tenía que mirarte para desearte. Los meses que estuvimos juntos fueron los más felices de mi vida, hasta que pasó la tragedia y no supe manejarla. Sólo pensaba en mí mismo, y no en cómo te sentías tú. Pero nunca pensé en dejarte. Mi padre tuvo un ataque al corazón.


—Lo sé... Marcus me lo dijo —murmuró ella.


—Sí, bueno... No se puede usar el móvil en cuidados intensivos, así que se lo di a Christina y le pedí que te llamara para decirte que me retrasaría.


—Ella no me llamó. La llamé yo —dijo Paula—. Fue muy amable y me dijo que estaba acostumbrada a deshacerse de tus mujeres. Dijo que le habías dicho que me informara de que no ibas a regresar y me aconsejó que me marchara.


—¿Qué? Ella no se ha deshecho de una mujer por mí en su vida. La despedí hace cuatro años, cuando me di cuenta de que quería ser algo más que mi secretaria. Y nunca le pedí que te dijera que te fueras, ella me dijo que tú querías marcharte.


—Hablar del pasado no tiene sentido —dijo Paula—. Seamos sinceros, podrías haberme encontrado si hubieras querido. Marcus me dijo que querías casarte conmigo, pero ambos sabemos que no era por amor, sino por el bebé, igual que ahora.


—Me lo merezco, pero no es la verdad. No te busqué porque era un cobarde. Cuando regresé al apartamento y no estabas, me dije que era lo mejor porque así no tenía que enfrentarme a lo que sentía en realidad. También me sentía culpable porque habías perdido al bebé.


—¿Culpable? ¿Por qué?


—Por primera vez en mi vida adulta me entró pánico cuando me dijiste que estabas embarazada. Cuando superé el susto, supe que quería casarme contigo, pero me avergüenza decir que no tenía prisa en decírtelo. Entonces, cuando llegué al hospital y me dijeron que habías perdido al bebé, también me hicieron una advertencia. El médico me dijo que había visto moratones en tus piernas y en otras partes del cuerpo y que sería buena idea moderar el tema del sexo, sobre todo si te quedabas embarazada otra vez. Me dejaron pasar y entré a verte muy disgustado conmigo mismo y sintiéndome muy culpable. Yo podía haber causado que perdieras el bebé.


—El doctor no debió decirte eso. La manera en que hacíamos el amor no era asunto suyo, y yo disfrutaba de cada minuto. No fue culpa tuya que yo perdiera el bebé.


—Puede que no, pero, sumado a la intervención de Christina, me daba otra excusa para no intentar encontrarte. Porque, si te soy sincero, para mí también era un alivio. Siempre me gusta tener el control, y lo que sentía por ti me aterraba. Nuestra relación era la más larga que había tenido nunca. Sólo tenía que pensar en ti para desearte. Me encantaba todo acerca de ti, tu sonrisa y tu mente ágil. Tus muestras de amor. Haría cualquier cosa por volver a oírlas.


Paula sonrió, pero él no estaba convencido de que lo creyera.


—Esta mañana me ha entrado el pánico por segunda vez, cuando desperté y no estabas. Pero esta vez por un motivo diferente —la sujetó de los brazos—. Porque por fin he admitido ante mí mismo que te quiero, Paula. No soportaría la idea de perderte, no podría aguantar ese dolor otra vez.


La soltó y le sujetó el rostro, mirándola fijamente.


—Tienes que creerme, Paula. Te quiero. No he mirado a ninguna otra mujer desde hace años, cuando te marchaste.


—Eso me cuesta creerlo —murmuró ella.


—Es completamente cierto, lo prometo, pero sé que no confías en mí. ¿Cómo ibas a hacerlo después de mi manera de comportarme? Cuando te vi en la embajada, decidí que te iba a recuperar. Podía haber aplastado a Gladstone cuando te besó.


—Eso es todo lo que he hecho con Julian.


—Gracias. El día que descubrí lo de Benjamin estaba muy enfadado, pero era culpa mía porque había pasado cinco años negando lo que sentía. No pude resistir a hacerte el amor esa misma noche. Paula, sé que no te merezco y no te estoy pidiendo que me quieras, sólo que te quedes conmigo y permitas que te quiera y que cuide de ti. Por favor, dame otra oportunidad.


Paula le acarició el cabello.


—He dicho que mi padre era tonto por haber cumplido la promesa que le hizo a mi madre. Ahora sé cómo se siente. Te quiero, te adoro, y soy un gran idiota por haber sido tan cobarde y no admitirlo antes. Y si la respuesta es no —le apretó los hombros—. Os dejaré marchar. Podréis regresar a Inglaterra y yo iré a visitar a Benjamin.


Paula respiró hondo y dijo con sinceridad:
—No hará falta. Te quiero, Pedro, y siempre te he querido. Si te acuerdas, solía decírtelo a menudo. Era demasiado ingenua como para ocultarlo. No ha cambiado nada. Te quiero y siempre te querré...


—Si supieras cómo anhelaba oír esas palabras otra vez —murmuró Pedro, y la besó de forma apasionada.


Momentos más tarde, se apartó y dijo:
—Soy el hombre más feliz del mundo. ¿Recuerdas que una vez me regalaste un corazón de oro? Lo he guardado durante todos estos años. Es mi amuleto de la suerte y siempre me da esperanza.


—Claro que me acuerdo. Lo he visto en tu escritorio y me ha dado esperanzas ver que lo guardabas. —él sonrió y la besó en la frente.


—Ahora me has entregado tu corazón de verdad, y te estaré eternamente agradecido. Te querré hasta el final. 


La besó de nuevo.


Al cabo de un momento, Paula estaba bajo su cuerpo. 


Ambos estaban desnudos y Pedro la miraba con una sonrisa. Hicieron el amor despacio, acariciándose, suspirando y murmurando palabras de amor y deseo. Y finalmente, cuando la pasión alcanzó su punto álgido, Pedro la penetró de nuevo provocando que llegaran juntos al éxtasis.


—¿Qué te pasa con los sofás? —bromeó Paula cuando recuperó la respiración. Le acarició la mejilla y lo rodeó con los brazos por el cuello.


Pedro la besó en los labios.


—El lugar no importa. Lo único que cuenta es que estoy contigo, Paula, la mujer que amo de verdad, y a quien siempre amaré.







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