domingo, 31 de mayo de 2015

EL HIJO OCULTO: CAPITULO 8




—Podías haberme dicho que era la embajada griega, en lugar de decir que era una embajada sin más —dijo Paula, mordiéndose el labio inferior con nerviosismo. En los últimos cinco años no hacía más que encontrarse con griegos en el camino.


—¿Y qué diferencia hay? Extranjeros, griegos, franceses, a este tipo de cosas acude el mismo tipo de gente. Deja de preocuparte, Paula. Estás estupenda con esa ropa plateada, y encajas perfectamente entre la élite internacional de nuestra ciudad. De hecho, eres la mujer más guapa que hay aquí.


—¡Eres un adulador, Julian! Y mi vestido no es de color plata, sino gris perla —le informó a su pareja con una sonrisa mientras avanzaban para que los presentaran ante el embajador griego en Londres—. Y claro, este baile es un gran avance para la profesora de historia de Dorset...


—¡Tonterías! Has estudiado política e historia, y eres más inteligente que la mayoría de las mujeres de aquí. ¿Estás segura de que no querrías cambiar de profesión y trabajar conmigo en la oficina de asuntos exteriores de Londres?


—No... Y de todos modos, tú nunca estás en Londres, sino que pasas la mayor parte del tiempo en otras partes del mundo.


Julian negó con la cabeza


—Me conoces demasiado bien, ése es el problema —dijo con un suspiro.


Paula se rió, pero era verdad. Él era tres años mayor que ella y se conocían de casi toda la vida. Su tía Irma había trabajado durante años como secretaria del padre de Julian y, tras la muerte de su padre, él lo había heredado todo. Pero en lugar de dedicarse a tiempo completo a gestionar la finca de Gladstone. Tal y como había hecho su padre, él había contratado a un administrador puesto que prefería trabajar para el gobierno.


La tía de Paula vivía en una casa a las afueras de un pueblo de la finca, y Paula había pasado allí muchas vacaciones de verano. Tras la muerte de sus padres, aquella casa se había convertido en su hogar permanente. «Y todavía lo es», pensó con una media sonrisa.


—Deja de pensar en las musarañas —le dijo Julian—. Es nuestro turno —se detuvo—. Paula, te presento a Alessandro, el embajador griego y un gran amigo mío. Debo añadir que es viudo y que las mujeres de Londres lo echarán mucho de menos cuando regrese a su país el mes que viene.


Paula sonrió ante una presentación tan informal y tendió la mano para saludar al hombre que tenía delante.


—Encantada de conocerlo. Soy Paula Chaves.


Era un hombre muy atractivo, con pelo cano y una cálida sonrisa. Aquel baile era la manera de despedirse del resto de los embajadores de la comunidad internacional de Londres. Algo que Julian no le había dicho cuando la convenció para que asistiera al baile con él.


—El placer es mío, Paula. Ahora comprendo por qué Julian ha pasado tanto tiempo en Dorset últimamente. Siempre es agradable conocer a una bella mujer.


Paula se sintió halagada cuando él le preguntó un par de cosas acerca de su vida.


Paula empezaba a encontrarse más tranquila y agarró a Julian del brazo mientras bajaban por la escalera hasta el salón de baile. Él agarró dos copas de champán de una bandeja que llevaba un camarero y le dio una a ella.


—¿No es tan terrible como temías? —chocó la copa con la de ella—. Por una noche interesante.


Paula sonrió y bebió un sorbo de champán.


—¿Sabes, Julian?, puede que por una vez tengas razón.


La banda empezó a tocar un vals y Julian le retiró la copa y la dejó sobre una mesa cercana.


—Estoy seguro de que puedo hacer esto —dijo él, rodeándola por la cintura y agarrándola de la mano—. Vi varios programas de baile de salón mientras estuve confinado en el campo durante tanto tiempo.


Paula soltó una carcajada.


—Unas semanas con las piernas escayoladas y una convalecencia de dos meses mirando la televisión no te hace un gran bailarín —dijo ella.


—Qué poca fe tienes —se mofó él, y la guió hasta la pista de baile.


Sorprendentemente, era un excelente bailarín, y Paula supo que no había aprendido gracias a la televisión, aunque era cierto que había estado durante mucho tiempo en la casa familiar de Dorset tras partirse ambas piernas en un accidente de moto.


Julian era un hombre soltero y muy atractivo, con pelo rubio, ojos grises y una pícara sonrisa, que tenía veintinueve años y le gustaba alardear de ser un hombre de mundo. Pero a pesar de ser un antiguo amigo de la familia, durante los últimos meses había convertido su relación con Paula en algo más. Al principio ella había pensado que era porque al no haber mucha oferta femenina en Dorset, él la consideraba la mejor opción. Pero sus besos eran persuasivos y él estuvo a punto de convencerla de que no era por eso. Esa noche, después del baile, se quedarían en su apartamento de Londres y, aunque él nunca se lo había dicho, ella tenía la impresión de que esperaba algo más que unos cuantos besos. Pero puesto que ya le habían hecho daño, ella estaba un poco reacia.


De hecho, no estaba segura de si no habría cambiado de opinión si hubiera sabido que el baile era en la embajada griega. Pero era demasiado tarde. Además, era evidente que sus temores eran infundados, y estaba divirtiéndose.


—¿Qué piensas?


Paula lo miró con una sonrisa.


—Si eres bueno, te lo contaré más tarde —bromeó ella, y él se detuvo un instante y la abrazó con fuerza.


—Créeme, puedo ser muy bueno cuando llega el momento —su mirada era explícitamente sexual.


—Compórtate y baila —dijo ella sonriendo, y se estremeció. 


Quizá había llegado el momento de dar un paso más. 


Llevaba manteniendo el celibato durante mucho tiempo...


Entonces, notó que se le erizaba el vello de la nuca y tuvo una extraña sensación que nada tenía que ver con Julian. 


Alguien la estaba mirando.


Diez minutos más tarde, de pie junto a la barra de la habitación contigua, Julian pidió un whisky con soda y un zumo de frutas para Paula. Una copa de champán era suficiente para ella, y seguía teniendo sed. Ella bebió un largo trago antes de dejar la copa sobre la barra.


—Esto es una embajada, ¿verdad? —preguntó sonriendo a Julian—. Entonces, ¿dónde están los Ferrero Rocher? —bromeó. Estaba riéndose cuando el embajador apareció y los interrumpió.


—Es una vieja broma —se rió—. Pero me alegra ver que lo estáis pasando bien. Ahora, permitidme que os presente a mi hija Sophia.


Paula se volvió y estrechó la mano de una mujer atractiva y sonriente.


—Y éste es su novio, Pedro Alfonso, el presidente de Alfonso Corporation —el embajador se echó a un lado—. Nuestras familias son amigas desde hace años —comentó con orgullo.


Al oír el nombre, Paula se quedó helada. Pedro estaba delante de ella y entonces, ella supo quién la había estado observando. El peor de sus temores se había convertido en realidad.


Incapaz de pronunciar palabra y tensa por el shock, se fijó en el rostro poderoso de Pedro Alfonso, el hombre que había sido su primer amor. Con el corazón acelerado, respiró hondo para intentar calmarse.



Él iba vestido con un traje negro, una camisa blanca y una pajarita negra. Sus ojos se oscurecieron al mirarla. Él parecía mayor y tenía algunas canas en su cabello negro. 


Los rasgos de su rostro arrogante eran un poco más pronunciados. Tenía treinta y tantos años y el paso del tiempo sólo había servido para darle un aspecto de mayor seguridad en sí mismo, pero ella lo habría reconocido en cualquier lugar.


Paula hizo un gran esfuerzo para seguir sonriendo mientras los presentaban.


¿Admitiría Pedro que ya la conocía? No, por supuesto que no. Estaba con su novia, por el amor de dios.


—Paula —una mano fuerte le estrechó la suya.


—Un placer, otra vez, Pedro—dijo ella.


—El placer es mío —dijo él, mirándola a los ojos con cierto brillo de ironía.


Ella retiró la mano antes de que él pudiera agarrarle los dedos y se acercó a Julian como en busca de protección.


No porque la necesitara. Era evidente que Pedro no consideraba necesario comentar que se conocían y Paula se sintió aliviada. Aparte de su tía Irma, nadie sabía que había tenido una relación con ese hombre, y así era como quería que fuera.


Durante la conversación. Paula trató de intervenir lo menos posible y evitó mirar a Pedro Alfonso.


Su mirada se posaba en Sophia, su novia. Era una mujer menuda y bella que lucía un vestido rojo sin tirantes que se ceñía a su cuerpo. Sophia era el tipo de mujer con el que se casaría un magnate griego como Pedro. Rica, amiga de la familia y griega, por supuesto.


—¿No nos hemos visto antes en algún sitio, Paula? —le preguntó Pedro en un momento dado.


Paula no tuvo más remedio que mirarlo.


No le importó. Pedro nunca la había considerado bastante buena para él: simplemente había sido su amante. En esos momentos, ella se sintió afortunada porque desde luego él no era el hombre adecuado para ella...


Si él creía que podría provocarla con sus preguntas, se equivocaba. Se necesitaban dos personas para jugar a ese juego. Y ella ya no era la chica ingenua que él había seducido, sino una mujer madura. Haber impartido clases durante tres años a chicas adolescentes, más interesadas en los chicos que en estudiar, la había enseñado a ser asertiva y con carácter.


—No, debes de confundirme con otra persona. Esto es lo más cerca de Grecia que he estado nunca —desde luego él nunca la había llevado...






EL HIJO OCULTO: CAPITULO 7




Paula estaba de pie en la cocina, hablando con el gato.


—Tenías razón acerca de Pedro, Marty. Debería haberme fiado de tus instintos en lugar de los míos. Pedro Alfonso, por muy rico que sea, es muy pobre tanto emocional como moralmente. Es un hombre despiadado y despreciable. Lo odio —el gato ronroneó como si estuviera de acuerdo—. Ahora eres mío, y tú y yo nos vamos.


Agarró al gato y lo metió en el transportín después recogió la bolsa donde estaba el joyero y salió del apartamento sin mirar atrás. Tenía las maletas en el recibidor y su coche estaba aparcado en la puerta.


Paula le dio las gracias al portero por ayudarla a meter las maletas en el coche y colocó el transportín en el asiento de atrás antes de sentarse al volante.


El día después de sufrir el aborto, Pedro estaba en el hospital cuando el doctor Norman le dio el alta. Destrozada por la pérdida, estaba demasiado débil para resistirse al ofrecimiento de Pedro de llevarla al apartamento.


El doctor Marcus le había asignado una enfermera para que se quedara con ella el fin de semana, aunque Pedro había insistido en que él podría cuidar de ella. La semana siguiente Paula tenía una cita en la clínica privada de Marcus para hacerse un legrado y después de que la enfermera y Paula le insistieran para que se marchara, Pedro había partido hacia Grecia para asistir al cumpleaños de su padre.


—Tienes mi número de teléfono móvil —había dicho él—. Llámame si me necesitas. Volveré el domingo por la noche. Cuenta con ello —después le prometió que la acompañaría a la cita del médico la siguiente semana, le dio un beso de despedida y se marchó.


Había llegado el lunes, la enfermera se había marchado y Pedro no había regresado. Paula había intentado contactar con él la noche anterior y una tal Christina, su secretaria, había contestado su teléfono. Tras una esclarecedora conversación, Paula decidió que se marchaba a casa...


No podía creer que hubiera Sido tan débil como para permitir que Pedro la engañara de nuevo... «Nunca más», se prometió en silencio.


El amor y la ternura que creía que sentía por él se habían convertido en frío y amargo desdén, así que hizo lo que él esperaba que hiciera una amante. Se había llevado todo lo que él le había dado, incluido el coche.


No podía equipararse al precio de haber perdido un hijo.






EL HIJO OCULTO: CAPITULO 6





Cuando oyó mencionar al doctor Marcus, Paula cerró los ojos. «Si no hubiera pensado en que Pedro iba a contratarlo, no me habría entrado pánico y no estaría aquí», pensó ella, reviviendo el fuerte dolor que había sentido en el vientre y que la había hecho caer. Se había levantado despacio y había decidido prepararse una infusión para tratar de calmar el dolor. Después, sentada a la mesa de la cocina, se percató de que algo iba mal. Se dobló por la cintura al sentir un dolor tan intenso que le cortó la respiración. De pronto, notó un líquido en la entrepierna y se levantó para ver que la sangre corría por sus piernas.


Agarró el teléfono y llamó al servicio de urgencias, pero cuando llegó la ambulancia, supo que era demasiado tarde.


Había estado allí seis horas y, en ese tiempo, la pequeña vida que había en su interior había terminado. Abrió los ojos y miro de nuevo a Pedro. El padre de la criatura. Nunca volvería a confiar en él...


Pedro había tenido la arrogancia de sugerir que ella debería haberlo llamado. Vaya broma. Era casi medianoche y, evidentemente, no había tenido prisa en llegar allí. Estaba claro que ni ella ni su bebé eran tan importantes para Pedro como su trabajo.


—No —dijo ella.


Ya no necesitaban al doctor Marcus el pánico que había sentido, el gato y la esquina de la cómoda de cajones habían hecho el trabajo por Pedro.


—No es un lugar caótico, sino un hospital público muy ocupado... El tipo de sitio que frecuentamos el común de los mortales. Y respecto a lo de irme a otro sitio, ya no tiene sentido. Ya he perdido al bebé. Deberías alegrarte ahora que se ha solucionado el problema.


—Santo cielo —dijo Pedro al cabo de un momento.


Era culpa suya que Paula estuviera tumbada en aquella cama de hospital, y el sentimiento de culpabilidad que había experimentado cuando el doctor le contó lo sucedido, se intensificó.


—Paula —se acercó a la cama—. Nunca pensé en que ese niño fuera un problema, y siento que lo hayas perdido... Tienes que creerme.


Paula estaba pálida y Pedro se sorprendió de la pena y el arrepentimiento que sentía al mirar a sus ojos azules. 


Unos ojos que ya no brillaban, apagados por la aceptación de lo que le había sucedido. Se sentía como un ogro.


Se sentó en la cama, se inclinó para besarla en la frente y le agarró la mano.


—Debes creerme, Paula —repitió él. Ella lo miró con frialdad y, entonces, añadió—: nunca se me ocurrió que pudieras perder al bebé. Esta mañana estaba enfadado, pero por la tarde, cuando me recuperé del shock, decidí que me
gustaba la idea de que nos convirtiéramos en una familia. Iba a decírtelo esta noche.


«Qué fácil es decir eso ahora», pensó Paula, y sintió que él le apretaba la mano. Pedro la miró y a Paula le pareció ver dolor y angustia en su mirada. Ella notó que la compasión se instalaba en su corazón.


No, no era posible. Pedro no volvería a hacerla sentirse como una idiota.


—Era un detalle, pero no es necesario. He perdido al bebé —murmuró ella—. Pero míralo por el lado bueno, Pedro. Te has ahorrado un montón de dinero.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Pedro, tratando de contener la rabia—. Puedes acusarme de muchas cosas, Paula, pero no de ser mezquino. Prometo que podrías tener todo lo que quisieras.


Lo único que quería era recuperar al bebé y eso no era posible. Sabía que Pedro era muy generoso con las cosas materiales, pero era el peor hombre que había conocido nunca a la hora de gestionar sus emociones. Eso si tenía emociones. Tenía un autocontrol increíble y era muy arrogante. Pedro Alfonso siempre tenía razón...


—Sí, tienes razón —dijo Paula—. Es cierto que para ti no significa nada el coste de un médico privado.


Pedro tenía la sensación de que se le escapaba algo, pero, en ese momento, entró Marcus con el doctor Norman y una enfermera. Se puso en pie y se dirigió a su amigo:
—Quiero sacar a Paula de aquí, Marcus, y que te ocupes de ella inmediatamente.


—Es medianoche, Pedro, y Paula está agotada. Será mejor esperar a mañana —contestó Marcus, y el doctor Norman asintió.


Marcus, quiero lo mejor para Paula y no es esto.


—No voy a irme a ningún sitio —murmuró Paula, y los tres se volvieron para mirarla—. Sólo quiero dormir.


—Ella está bien, caballeros —el doctor norman habló de nuevo—. Permitan que la enfermera le dé un calmante y continuaremos hablando fuera de la habitación.








sábado, 30 de mayo de 2015

EL HIJO OCULTO: CAPITULO 5




Pedro Alfonso finalizó la conferencia que había mantenido con el otro lado del atlántico. La reunión de las dos de la tarde que había mantenido con alguien en Nueva York había sido un éxito. Eran las siete de la tarde y había terminado de trabajar. Se pasó la mano por el cabello y pensó en Paula. 


Había conseguido no pensar en ella durante el día, pero ya no tenía excusa.


Se abrió la puerta del despacho y entró Christina, su secretaria.


—¿Me necesitas para algo más?


—No —contestó él—. Vete.


—Pareces cansado, Pedro. Deja que te traiga un whisky y te daré un masaje en el cuello si quieres... Te ayudará a relajarte.


—El whisky vale, el masaje no —miró a su secretaria sorprendido de que ella le hubiese ofrecido darle un masaje. 


Debía de tener peor aspecto de lo que pensaba porque no era su estilo ofrecerle un masaje. Christina era una chica de cabello oscuro, atractiva y muy eficiente. Él se consideraba afortunado por tenerla. No había posibilidad de que Christina se quedara embarazada por error... Ella nunca cometía errores. ¿Y Paula? Era mucho más joven, y él había sido su primer amor. Quizá su embarazo había sido un verdadero accidente.


—Aquí tienes el whisky —Christina dejó el vaso sobre el escritorio y la botella a su lado. Después se colocó detrás de él—. ¿Estás seguro de que no quieres que te relaje la musculatura? —colocó las manos sobre su cuello.


—Sí —se encogió de hombros para que retirara las manos—. Márchate, Christina, estoy bien.


—De acuerdo —se agachó y le susurró al oído—. No olvides que mañana nos vamos a Grecia. Intenta descansar.


«Sólo está preocupada por mí», pensó él mientras ella cerraba la puerta. Entonces recordó lo poco que se había preocupado por Paula aquella mañana.


Agarró el vaso y bebió un largo trago de whisky. ¿Cuándo se había convertido en un demonio cínico y terco?


Nunca había deseado casarse, pero sabía que en algún momento le gustaría tener un hijo y un heredero para su fortuna. Había tenido una infancia feliz, con unos padres que lo querían y una hermana. La tensión entre su padre y él había surgido a partir de la muerte de su madre, cuando él tenía diecisiete años, y como consecuencia de los múltiples matrimonios de su padre. El más reciente, el tercero después de su madre, lo había contraído con una mujer más de treinta y cinco años más joven que intentaba conquistar a Pedro cada vez que regresaba a casa.


Pedro se terminó el whisky y se sirvió otra copa. No confiaba en las mujeres, excepto en su madre y en su hermana, y nunca había pensado en casarse. Pero también sabía que no permitiría que un hijo suyo fuera ilegítimo.


Paula, la bella y sexy Paula... ¿sería tan duro casarse con ella? Él había sido su primer amor, y la idea de que ella hubiera estado con otro hombre era algo que no le gustaba ni contemplar. Bebió otro trago de whisky.


No creía en el amor, pero sí en la continuidad del apellido familiar. Si tenía que casarse, Paula era una buena candidata. No podía negar que la química que había entre ambos era fantástica. Él nunca había disfrutado de una relación sexual tan buena en su vida y, desde luego, no le apetecía prescindir de ella. Habían estado juntos más de un año, una buena señal para el futuro, y ella estaba embarazada de él.


Pedro se terminó el whisky, descolgó el teléfono y pidió la limusina que utilizaba cuando no quería conducir. Se puso en pie tras tomar una decisión. Se casaría con ella. 


Sorprendentemente, no se sentía tan atrapado como en un principio.


Miró el reloj y vio que eran las ocho de la tarde. Llamó a Marcus y quedó con él para cenar. Era la única persona con la que podría hablar sobre la situación con sinceridad y confiaba en él. Pedro no sabía nada acerca del embarazo y, aunque en el fondo no creía que Paula le hubiera sido infiel, prefería preguntarle a Marcus cuándo podría comprobarse la paternidad. A Paula no le pasaría nada por esperar un poco más para la boda.


Salió del despacho, cerró la puerta y tomó el ascensor hasta la planta baja.


Le contaría a Paula su decisión. Podía imaginar la cara que pondría ella al enterarse de que él estaba dispuesto a convertirla en una mujer honrada.


Después de la cena con Marcus le pidió al chófer que primero dejara a Marcus En casa y que después lo llevara al apartamento. Al llegar allí lo encontró vacío, excepto por la presencia del gato y de una nota que había sobre la mesa del recibidor.


Paula estaba tumbada en la camilla del hospital mirando al techo. Había llorado durante horas, hasta que ya no podía llorar más. Se sentía adormecida y vacía por dentro. Era totalmente ajena al ruido y al ajetreo del hospital.


No sabía en qué hospital estaba, pero sí que la había atendido el doctor Norman.


Sólo podía oír la voz del médico diciéndole que había perdido al bebé, pero que no se preocupara porque montones de mujeres perdían a su hijo durante el primer trimestre. Ella era joven, estaba sana y podría tener más hijos.


Paula sabía que el doctor sólo trataba de consolarla, pero nadie ni nada conseguiría hacerlo. Se llevó la mano al vientre y pensó en que a pesar de que sólo sabía que estaba embarazada desde hacía diez semanas, ya había desarrollado amor y la necesidad de protección hacia la criatura que había llevado en el vientre.


Ya no. El bebé había muerto y se había llevado con él la confianza de su corazón. Su vida había cambiado drásticamente, porque independientemente de lo que pasara en el futuro, nunca olvidaría el dolor y la desesperación que había sentido ese día.


El médico le había dicho que debía pasar allí la noche y que le daría cita para hacerle un legrado la siguiente semana. 


También que debía descansar.


—Paula.


Al reconocer la voz de Pedro volvió la cabeza. Él estaba en la puerta y la miraba con una mezcla de asombro y disgusto. 


Ella se preguntaba cómo no se había fijado nunca en lo frío y despiadado que podía ser.


—He hablado con el médico al entrar. Me ha contado lo que ha pasado. Lo siento mucho, Paula. Pero te aseguro que vas a estar bien, yo me encargaré de ello —dijo él, mirando a su alrededor—. No puedo creer que la ambulancia te trajera aquí y que tú me dejaras una nota para que diera de comer al gato. Deberías haberme llamado. O al doctor Marcus. Lo he llamado y he enviado un coche para que vaya a recogerlo. Llegará en cualquier momento y te sacaremos de este caótico lugar.











EL HIJO OCULTO: CAPITULO 4




Diez minutos más tarde, después de una ducha de agua fría, había tenido tiempo para pensar. Quizá había sido un poco duro con Paula. Se vistió y salió a buscarla. La encontró sentada en la cocina, con una taza de té en una mano y acariciando al gato que estaba en su regazo con la otra.


—Tengo que irme. Te veré esta noche y hablaremos de los arreglos necesarios.


Paula dejó la taza sobre la mesa y miró a Pedro. Iba elegantemente vestido con un traje gris, una camisa blanca y una corbata de seda. ¿Cómo podía haber pensado que aquel hombre era su novio? Había cumplido treinta años el mes anterior y ella le había comprado una alianza del siglo XIX con forma de corazón. La había visto en una tienda de antigüedades y había pensado que él vería el simbolismo de su regalo, que ella le estaba entregando su corazón. ¿No era una tontería? Él sólo se había fijado en su cuerpo, y encima pensaba que ella lo había traicionado.


Él le había hecho pedazos el corazón al acusarla de haber planificado el embarazo para conseguir su dinero. El hecho de que Pedro, el hombre al que amaba, pudiera pensar tan mal de ella indicaba que él no había llegado a conocerla bien. Mientras que ella pensaba que le había llegado al corazón, lo único que había sido para él era una mujer ardiente en la cama. su amante...


Al decirle que su amigo el médico se ocuparía de su embarazo, como si la criatura que llevaba en el vientre no fuera nadie de importancia, ella supo que habían terminado.


Para siempre.


Pedro no quería tener un hijo. No entraba en sus planes... ¿qué tipo de hombre era el que ni siquiera podía compaginar un bebé con su agenda de trabajo? Pero el trabajo era su vida y todo lo demás era secundario. La solución que le ofrecía era la de pagar al médico amigo suyo para deshacerse del bebé. El trabajo, el dinero y el poder que todo ello conllevaba eran su prioridad, y ella había sido una gran idiota al pensar que era de otro modo.


Paula oyó que se cerraba la puerta. Se puso en pie, entró en la habitación y se dejó caer sobre la cama. Con la cabeza contra la almohada comenzó a llorar por el amor que nunca tuvo y por la pérdida de sus ilusiones, hasta que finalmente se quedó dormida por puro agotamiento.


Paula se despertó sobresaltada y desorientada. Miró el reloj de la mesilla y vio que eran las tres de la tarde. ¿Qué estaba haciendo en la cama? Entonces, lo recordó todo...


Permaneció en la cama repasando todo lo que había sucedido desde que Pedro llegó la noche anterior... Cómo había pensado que la manera apasionada en que habían hecho el amor confirmaba que él la amaba... Sin embargo, se percataba de que para un hombre moderno y atractivo como Pedro, ella sólo había sido poco más que una esclava sexual, una mujer dispuesta a hacer todo lo que él le pidiera. Recordó todo lo que había acontecido el año anterior y se sorprendió ante su propia estupidez. Todos los regalos que él le había hecho no eran más que el pago por los servicios prestados.


Esa mañana, al decirle que estaba embarazada, había descubierto al verdadero Pedro Alfonso.


Su manera de reaccionar la había dejado destrozada y, al recordar que él había dicho que esa misma noche hablarían de los arreglos necesarios, el pánico se apoderó de ella.


No se atrevía a quedarse allí. Pedro tenía una fuerte personalidad y, en el fondo, ella no se fiaba de sí misma a la hora de enfrentarse a él si le sugería que abortara.


Tenía que marcharse del apartamento y alejarse de Pedro


Tenía que recoger sus cosas... Saltó de la cama y se dirigió hacia la cómoda, tropezándose con el gato...






EL HIJO OCULTO: CAPITULO 3




Embarazada. Paula estaba embarazada. No era posible. Él había tomado todas las precauciones posibles, pero ¿y ella? Pedro se hizo la pregunta y sintió que lo invadía la rabia mientras buscaba una respuesta aceptable. Contar hasta diez no funcionó, así que siguió contando antes de volverse para hablar con ella sin gritar.


—Estoy seguro de que crees que estás bien —dijo con cinismo, mientras trataba de controlar la furia que sentía—. Ahí de pie, con un collar de diamantes y embarazada supongo que ahora dirás que el hijo es mío.


No podía creer que se hubiera dejado llevar por la supuesta inocencia de Paula. Ella era como las demás, si no peor, porque había conseguido aquello en lo que otras mujeres habían fracasado.


—Por supuesto que es tuyo.


Él percibió asombro en su voz, pero lo ignoró.


—Sabes que eres el único hombre con el que he hecho el amor. Te quiero, y creía que tú me querías.


—Te equivocaste. No creo en el amor y por ello no quiero a nadie.


—¿Por qué te comportas así? —preguntó ella.


—¿Por qué? Porque no deseo que me engañen diciéndome que soy padre —dijo con sarcasmo—. Recuerda desde el principio. Siempre he utilizado protección. Entonces, tú sugeriste empezar a tomarte la píldora y yo, tonto de mí, debido a que eras virgen me dejé llevar por la tentación de disfrutar del sexo sin preservativo por primera vez en mi vida. Te presenté a mi médico privado, el doctor Marcus, y él te recetó la píldora anticonceptiva. Ni siquiera tenías que acordarte de ir a recogerla porque él quedó en que te las enviaría aquí. Por ese lado no ha podido haber ningún error, así que dime, ¿cuándo ha tenido lugar el embarazo?


—El fin de semana que estuvimos en parís. Me olvidé de llevarme la píldora.


—Tenía que haberlo imaginado —Pedro comprendió enseguida las artimañas de Paula—. Recuerdo que la única vez que discutiste conmigo en lugar de comportarte como la amante apasionada de siempre fue cuando regresé de pasar semana santa en Grecia. Te quejaste de que nunca te llevaba de viaje conmigo y de que sólo habías salido del país para ir a Bélgica en un viaje de un día. Ni siquiera conocías París, y por eso te llevé. ¿Ahora pretendes que crea que te dejaste la píldora por error y que no se te ocurrió mencionarlo en los tres días que estuvimos allí? Qué bien te ha venido —dijo en tono de mofa—. Eso fue a finales de abril y estamos a principios de julio... Debes de estar embarazada de dos meses.


—De nueve semanas —dijo ella.


—¿Por qué has tardado tanto en decírmelo? No me lo digas... Deja que lo adivine. Esperaste a terminar los exámenes y a licenciarte, pero no tenías intención de ponerte a trabajar, sino de vivir de manera lujosa a mi costa. 
Eres una mujer muy inteligente. Paula, y lo has hecho en el momento perfecto, pero a mí nadie me toma por tonto y si tu comportamiento descocado y espectacular de anoche en la cama tenía la intención de ablandarme para que me case contigo, no has tenido suerte. Ningún hombre espera que su amante se quede embarazada.


—No he sido tu amante. Nunca seré la amante de nadie. Creía que eras mi novio. Pensaba que...


Él la interrumpió.


—Basta, Paula, no finjas ser tan inocente. Fui yo quien te buscó este apartamento.


—Creía que estaba cuidando de la casa y de Marty.


—Así era, pero mi amigo me vendió la casa tres meses después de marcharse y dijo que podías quedarte con el gato. Al parecer, él ha encontrado otro tipo de felino con quien acurrucarse... Espero que sea menos malvada que tú.


—¡Malvada! —exclamó ella—. ¿Cómo puedes llamarme eso después de lo que hemos compartido?


—Fácilmente. Te he dado un coche, joyas, ropa... Podías tener todo lo que quisieras. Pero nunca te ofrecí un anillo de boda, y sabías que sería así desde el principio y estabas de acuerdo conmigo. Si en algún momento has pensado que podías atraparme con un hijo no planeado, piénsalo de nuevo.


Paula se dejó caer sobre la cama. Él no quería a su hijo y eso era como recibir una puñalada en el corazón. No podía mirar a Pedro y respiró hondo varias veces. Finalmente admitió que llevaba engañándose desde el principio de su relación. Mientras que ella se había enamorado de él y lo consideraba su novio, él sólo la consideraba una amante y la trataba como a tal.


Todos los pequeños detalles del pasado cobraban sentido. 


No era de extrañar que Pedro nunca le hubiera ofrecido que fuera a Grecia con él para conocer a su familia y amigos. Pedro siempre tenía una excusa para no estar con ella cuando su tía Irma iba a verla a Londres desde Dorset, y ella se lo había pedido varias veces.


Pedro la había conquistado, la había llevado a cenar y se había acostado con ella. Le había regalado un coche una semana antes de navidad. Ella había intentado rechazarlo, pero él había insistido en que lo aceptan diciéndole que le resultaría útil para regresar a su casa en vacaciones. Él no había podido pasarlas con ella porque siempre iba a Grecia durante las fiestas. Del mismo modo había insistido en que aceptan un broche seis semanas después de conocerse, un brazalete de diamantes el día que cumplió veintiún años en agosto, y en llevarla a comprar ropa de diseño y lencería.


Ella había aprendido que era más fácil aceptar sus regalos de manera agradecida que objetar. Pero nunca había conocido a ninguno de sus amigos, aparte del hombre a quien pertenecía originalmente el apartamento, y del doctor Marcus, con quien él había ido al colegio. Ella no había sido más que su amante en Londres. El fin de semana en París había sido el único viaje que habían hecho juntos. De pronto, una idea invadió su cabeza. Si él no la consideraba más que una amante, quizá no era la única. Era probable que tuviera otras en Nueva York y en Grecia, y quién sabía dónde más.


Paula encorvó la espalda y agachó la cabeza. Se pasó las manos por el cabello y pestañeó para contener las lágrimas que se agolpaban en sus ojos. ¿Cómo podía haber sido tan tonta y estar tan equivocada acerca de Pedro, su primer y único amor?


Liz tenía razón y ella había estado demasiado enamorada como para reconocer la verdad...


Pedro miró a Paula y vio que estaba destrozada. Por supuesto que, si estaba embarazada, se ocuparía de ella. 
Pero primero necesitaba que el doctor Marcus confirmara que Paula estaba embarazada y, puesto que él había estado fuera varias semanas, necesitaba confirmar que el hijo era suyo antes de pensar en casarse con ella. Ningún hijo suyo nacería fuera del matrimonio. Aunque el matrimonio significan el fin de su soltería.


No podía tratar con Paula en esos momentos. Necesitaba tiempo para pensar y tenía una reunión al cabo de una hora.
Se acercó a ella y colocó una mano sobre su hombro. Notó que ella se retiraba y se enfadó de nuevo.


—No tengo tiempo para esto —dijo él en tono cortante—. Tengo reuniones a las que no puedo faltar durante todo el día, y mañana por la noche tengo que estar en Grecia para el cumpleaños de mi padre.


Lo más importante para Pedro era que su padre iba a jubilarse. Al día siguiente por la noche, él se convertiría oficialmente en el presidente de Alfonso Corporation, la empresa que llevaba dirigiendo extraoficialmente durante los últimos años. Paula no tenía por qué saberlo. Su negocio no tenía nada que ver con ella.


—Pero no te preocupes, hablaré con Marcus antes de marcharme. Es un doctor estupendo y muy discreto. Se ocupará de tu embarazo y yo pagaré por todo. Te lo aseguro.


Ella levantó la cabeza despacio y lo miró durante un largo instante.


—No estoy preocupada, y sé que el doctor Marcus lo hará —dijo ella.


—Bien —repuso Pedro. Nunca había visto a Paula tan apagada. Quizá debía decirle algo. Pero no solía manifestar sus sentimientos y seguía en estado de shock, así que dijo sin más—: Necesito darme una ducha —y se metió en el baño.