Durante los días siguientes, Pedro hizo lo posible por mantenerse alejado de Paula y no caer otra vez en la tentación. Albergaba la esperanza de que se terminara por aburrir de los viñedos y volviera a Inglaterra. Pero no se la podía quitar de la cabeza. Soñaba con ella todas las noches, y empezaba a estar desesperado.
Entonces, surgió una oportunidad perfecta para él. Debía ir a Niza para hablar con un distribuidor nuevo; lo que significaba que estaría a muchos kilómetros de Paula y que, por fin, tendría tiempo para pensar.
Pero Paula no le facilitó las cosas.
–En ese caso, te acompañaré.
–No es necesario, Pau…
Ella se cruzó de brazos y lo miró fijamente.
–También son mis viñedos. Te acompañaré.
–Te aburrirás mucho –replicó.
–Al contrario. Tendré la oportunidad de aprender más sobre distribución de vinos.
–Lo dudo. Hablaremos en francés.
–Ah, no te preocupes por eso. Lo entiendo mucho mejor que cuando llegué a Les Trois Closes. Y si no entiendo algo, tú me lo traducirás más tarde.
Pedro le dio todo tipo de razones para que no lo acompañara y Paula replicó con todo tipo de razones en sentido contrario.
Al final, ella se salió con la suya. Pero Pedro no imaginaba que la situación estaba a punto de empeorar.
Cuando ya se había hecho a la idea de ir a Niza, el distribuidor lo llamó por teléfono para informarle de un pequeño cambio.
–Ya no vamos a Niza.
–¿Qué quieres decir? ¿Ha retrasado la reunión?
–No. La ha cambiado de sitio. Quiere que nos veamos en París.
Para Pedro, era la peor de las perspectivas posibles. La capital francesa era peligrosamente romántica para estar con ella. Sobre todo porque también era el sitio al que había pensado llevarla diez años atrás para pedirle el matrimonio.
–¿París? –dijo ella, palideciendo.
–No hace falta que me acompañes.
–No, descuida… Iré contigo.
*****
Llegaron a París con el tiempo justo para dejar sus cosas en el hotel y reunirse con Matthieu Charbonnier, el distribuidor.
Y Pedro sufrió un ataque de celos cuando el hombre, algo mayor que él, le besó la mano a Paula.
Aquello era absurdo. No tenía derecho a estar celoso. Pero lo estaba y, por si eso fuera poco, Paula y el distribuidor congeniaron desde el principio. Hasta el punto de que, cuando Matthieu se enteró de que ella era inglesa, insistió en hablar en su idioma.
La reunión fue un éxito. El distribuidor les propuso que presentaran alguno de los vinos a un concurso, porque pensaba que tendría posibilidades de ganar y le parecía adecuado en términos publicitarios. A Paula le gustó mucho la idea, pero Pedro se negó con el argumento de que sus vinos hablaban por sí mismos y que no necesitaban ningún concurso.
Al final, llegaron a un acuerdo beneficioso para las dos partes. Cuando se despidieron, Matthieu volvió a besarle la mano a alegra y le dio su tarjeta.
–Aquí tienes mi número de teléfono, por si necesitas hablar conmigo –le dijo–. Me habría gustado invitarte a cenar esta noche, pero me temo que tengo que volver a Londres. Quizás en otro momento…
Pedro pensó que tendría que ser por encima de su cadáver.
Luego, estrechó la mano del distribuidor y se marchó con Paula.
–Ha ido muy bien, ¿verdad? –dijo ella, encantada.
–Hum… –replicó él sombrío.
–¿Tenemos algo que hacer esta tarde?
–No. ¿Por qué lo preguntas?
–Porque me gustaría ver París.
–No me digas que es la primera vez que vienes…
–He estado un par de veces, pero solo en el aeropuerto y en la estación de ferrocarril. Me gustaría que me enseñaras la ciudad; pero si no es posible, me buscaré un guía.
–No te preocupes. Te la enseñaré yo.
–¿En serio? Muchas gracias… –replicó, sonriendo de oreja a oreja.
–Sin embargo, no tendremos tiempo para verlo todo. Si te parece bien, podemos dar un paseo por la zona del Louvre o visitar algunos de los edificios más interesantes
–Tengo una idea… ¿Por qué no nos quedamos un día más?
Pedro pensó que era una idea nefasta, pero la miró a los ojos y se supo perdido al instante.
–Está bien. En ese caso, empezaremos por Notre Dame.
La llevó a la Ile de la Cité, donde estuvieron admirando la preciosa catedral. Tras caminar un buen rato, Pedro pensó que se habían ganado un par de helados y cruzaron el puente hasta la Ile Saint Louis, donde se acercaron a un puesto y le compró un fraise de bois.
–Está buenísimo –dijo ella–. Es el mejor helado que he tomado nunca. Gracias, Pedro.
–De nada –dijo, sonriendo–. Es el mejor de París.
Pedro le ofreció su helado para que lo probara; pero, para su sorpresa, Paula no lamió el helado, sino sus labios.
–Hum. Sabe muy bien.
–Pau… Ten cuidado con lo que haces. Mi paciencia tiene un límite.
Ella sonrió y él la llevó entonces a la torre Eiffel, a sabiendas de que su resistencia se estaba empezando a derrumbar.
Cuando llegaron, entraron en el ascensor y subieron a lo más alto.
–La vista es preciosa… –dijo ella–. Por cierto, ¿por qué dicen que París es la ciudad de la luz?
–¿La Ville Lumiere? Por la iluminación nocturna. Aquí se enciende antes que en otras ciudades –le explicó.
–Me encantaría ver París de noche. ¿No podríamos cenar en algún lugar con buenas vistas?
–Por supuesto. Pero se está haciendo tarde… Si quieres que cenemos, tendremos que volver al hotel y cambiarnos de ropa.
Tras un paso rápido por el hotel, terminaron en Montmartre.
Paula se puso un vestido sin mangas, de color frambuesa, con un escote en forma de uve con unos zapatos de tacón alto, del color del vestido, y un collar de perlas negras.
Pedro pensó que estaba sencillamente impresionante.
–Este lugar es una maravilla –dijo ella mientras paseaban por las calles.
–Aquí vivieron muchos de los artistas más famosos del mundo: Picasso, Degas, Matisse, Renoir…
–No me extraña que se quedaran a vivir aquí. ¿Conoces bien la zona?
–Por supuesto. Es mi barrio preferido de París, aunque a veces hay demasiados turistas. Seguro que te suena la Place du Tertre… De día, se llena de artistas callejeros.
–¿Podemos ir mañana?
–Claro que sí.
Pedro la llevó a un restaurante en el que había estado antes. Era bonito y sabía que la comida era buena.
La cena, durante la que compartieron una botella de champán, acabó con el poco control que aún tenía Pedro sobre sus emociones. Al llegar a los postres, ella pidió tarta de chocolate y, después, le ofreció una cucharadita. Pero, para llevársela a la boca, se tuvo que inclinar hacia delante. Y le ofreció una vista perfecta de su escote.
Ya no podía más. Cuando terminaron con los cafés, pagó la cuenta a pesar de las protestas de Paula, que insistió en pagar su parte, y la llevó al exterior. Momentos después, se detuvo bajo una de las farolas, le dio un beso en los labios y dijo:
–Si no quieres que siga adelante, será mejor que lo digas ahora. No me hago responsable de lo que pueda pasar. Estoy a punto de perder el control.
–Me alegro, porque quiero que lo pierdas –replicó ella con apasionamiento–. Quiero que lo pierdas todo, entero.
–Me vuelves loco, Pau… –declaró con voz ronca–. Quiero llevarte a la cama y hacer el amor.
–Entonces, los dos queremos lo mismo.
Sin decir otra palabra, se dirigieron al hotel y entraron en la habitación de Pedro. En cuanto cerraron la puerta, se empezaron a desnudar. Se deseaban demasiado para tomárselo con calma; pero, entre besos y caricias, consiguieron llegar a la cama y tumbarse.
–Hazme el amor, Pedro –le rogó ella.
–¿Ya? –susurró él.
–Sí. Ahora mismo.
Él sacó un preservativo. Estaba tan excitado que sus manos temblaban, y tuvo algún problema para ponérselo. Pero, al final, la penetró con toda la delicadeza que pudo y ella le recompensó con un gemido de placer. A Pedro le encantaba que se entregara a él de un modo tan absoluto, dando todo lo que tenía y exigiendo a cambio lo mismo.
–Je t´aime… (TE AMO)–dijo ella.
Pedro la besó con pasión. Y al cabo de unos minutos, cuando los dos habían llegado al orgasmo, él la abrazó y repitió sus mismas palabras.
–Je t´aime, Pau.
Paula le puso un dedo en los labios.
–No, Pedro, no digas eso. Sé que lo estás pensando, pero no lo digas. Dame al menos esta noche.
Él le besó el dedo.
–Está bien, como quieras. Ahora mismo, ni siquiera puedo pensar.
–Pues no pienses –replicó–. Quédate a dormir conmigo. Quiero despertar entre tus brazos. Solo quiero que me abraces.
–Lo sé, petite.
Él la besó de nuevo y se dirigió al cuarto de baño para quitarse el preservativo. Cuando volvió a la cama, notó que en los ojos de Paula había un destello de temor. Las cosas se habían complicado mucho, pero quiso dejar sus preocupaciones para el día siguiente. De momento, se quedaría con ella y dormiría con ella entre sus brazos.
–No te preocupes, Paula. Tout va s´arranger –declaro con dulzura–. Todo va a salir bien
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