—¿Estarás de vuelta para mi cumpleaños? —preguntó Josefina al teléfono.
Pedro se apartó de la ventana del hotel que daba a Central Park.
—¿Acaso no estoy ahí siempre en tu cumpleaños?
—Solo quería asegurarme. Va a ser una buena fiesta. La tía Gaby me va a preparar mi comida favorita.
—Espero que te estés portando bien con la tía Gaby.
—Siempre me porto bien, y a ella le encanta tenerme aquí. Pregúntaselo si quieres. La tengo al lado.
—Me fío de ti, Josefina. Me preguntaba si has visto… —se detuvo en seco.
—¿Qué dices? Lo siento, papá, la señal no es muy buena aquí.
La señal funcionaba mucho mejor que su cerebro. Estaba tan desesperado por tener noticias de Paula, cualquier detalle aunque fuera minimo, que había estado a punto de interrogar a su hija adolescente para conseguir información sobre ella.
¿Qué diablos le pasaba?
Había perdido la cuenta de la cantidad de veces que había descolgado el teléfono, ansioso por escuchar su voz, pero nunca marcó su número. ¿Y por qué? Porque quería demostrar algo. No habían vuelto a hablar desde la noche de aquel maldito baile benéfico.
Patético. Y lo único que había demostrado hasta el momento era ser un cobarde. ¿De qué otra forma podía calificarse a un hombre al que le daba miedo reconocer que necesitaba a una mujer, que necesitaba escuchar su voz, verla sonreír, ver cómo se quedaba dormida?
Suspiró en silencio. Le daba miedo admitir que por fin se había enamorado. Admitirlo vino acompañado de una cierta sensación de alivio. El amor le había convertido en un estúpido una vez y juró que no volvería a suceder. Pero había pasado.
—¿Sigues ahí, papá?
Pedro se quedó mirando el teléfono que tenía en la mano antes de volver a ponérselo en la oreja.
—Te preguntaba si te importa que invite a Paula a mi fiesta de cumpleaños… por favor.
—Eso estaría muy bien.
*****
Para cuando sirvieron el café ya habían descubierto que tenían muchas cosas en común y hablaban como si se conocieran de toda la vida.
Podría haber sido así si las cosas hubieran sido distintas.
Cuando aquel pensamiento se le pasó por la cabeza, miró la mano que Mariano había puesto sobre la suya y suspiró.
—¿Estás bien? —le preguntó él con preocupación.
Se miraron a los ojos. Paula sacudió la cabeza y murmuró con emoción contenida:
—Sí, muy bien. Es solo que… yo…
—Te entiendo —admitió él.
Cuando terminaron el café, Mariano pagó la cuenta y sugirió acompañarla de regreso a su apartamento en lugar de llamar a un taxi. Hacía una tarde preciosa y Paula no estaba todavía preparada para ponerle fin, así que accedió.
En el exterior, la acera estaba mojada pero había dejado de llover y el cielo estaba despejado. Paula metió los pies en un charco y se salpicó los zapatos nuevos y las medias.
—Cantando bajo la lluvia —dijeron los dos a la vez. Y se rieron.
—Es una de mis películas favoritas —reconoció ella.
—Todo un clásico —admitió Mariano—. Entonces, ¿no te arrepientes de haber venido?
Paula le había confesado que había estado a punto de no ir.
Todavía no había superado el impacto de que su hermanastro se hubiera puesto en contacto con ella tras descubrir su existencia revisando las cosas de su fallecido padre.
—Me alegro de que nos hayamos conocido. No sé por qué, pero pensaba que sabías que yo existía, seguramente porque yo sabía de ti, aunque se supone que no debía —aseguró Paula.
—Yo estaba muy asustado —admitió su hermanastro riéndose—. Emma me animó a buscarte, dijo que era lo correcto, y luego, cuando te vi en aquel baile benéfico, ella casi me obligó a acercarme a ti.
Paula sonrió. Mariano había sacado constantemente el nombre de su mujer en la conversación; estaba claro que la adoraba, y eso era maravilloso. La relación con su padre, por la que siempre le había envidiado, había sido al parecer bastante mala. Lord Charlford había tratado mal a su hijo y heredero, aprovechando cada oportunidad para ridiculizarle.
Fue su mujer quien le devolvió a Mariano la confianza en sí mismo y la fuerza para escapar de la tóxica influencia de su padre.
—Dime que me ocupe de mis propios asuntos, Paula, pero… ¿hay alguien en tu vida? ¿Tal vez Alfonso, el hombre que vi contigo?
Habían llegado a su casa, y Paula se detuvo y se dio la vuelta para mirar a su hermanastro.
—Hay alguien —admitió—. Pero no estoy segura. Solo hemos estado juntos un par de meses y no sé si él… —le tembló la voz y descubrió horrorizada que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Desde que se marchó a Nueva York hacía casi tres semanas ya, no había vuelto a saber una palabra de Pedro, aparte de un mensaje seco cuando aterrizó.
Paula había tenido mucho tiempo para pensar en sus expectativas respecto a Pedro. Finalmente había admitido que quería todo lo que en el pasado despreciaba. Quería amar a un hombre sin límite y ser amada del mismo modo, y al parecer no iba a conseguir ninguna de las dos cosas porque Pedro no iba a darle lo que necesitaba.
El sentido común le decía que aquel era un punto crucial en su relación. Cuando Pedro volviera tenía que ser sincera con él, y si no podía darle lo que necesitaba, tendría que seguir con su vida.
Si su madre amaba a Carlos Latimer como ella a Pedro, ahora entendía por qué se había quedado con él.
Mariano alzó una mano y le secó una lágrima con el pulgar.
—Siento que seas desgraciada —sus bellas facciones se contrajeron—. Sea quien sea él, es un idiota.
—No sé qué me pasa últimamente —el día anterior había tenido que salir de una reunión porque alguien había enseñado la foto de unos gatitos rescatados de una bolsa de basura.
—No te preocupes, estoy acostumbrado a las lágrimas. Desde que está embarazada, Emma llora por todo y por nada.
Su madre y Luciana también estaban embarazadas. Parecía que Paula era la única persona del mundo que no lo estaba.
Se quedó muy quieta, le empezaron a temblar las piernas y un escalofrío le recorrió el cuerpo.
—Oh, Dios mío.
—¿Qué pasa? —Mariano observó alarmado cómo palidecía.
Paula trató de actuar con naturalidad, forzando una sonrisa y sacudiendo la cabeza.
—Nada, solo se me ha ocurrido pensar en una cosa… pero en realidad es una tontería.
O no. Pero tenía que asegurarse antes. Frunció el ceño y trató de recordar si el supermercado de la esquina estaba abierto las veinticuatro horas. ¿Venderían allí pruebas de embarazo?
—Te invitaría a tomar un café, pero estoy un poco cansada.
Mariano asintió, la besó en la mejilla y luego la abrazó.
—Vendrás a visitarnos a Charlford, ¿verdad? Emma está deseando conocerte.
—Me encantaría, yo… —Paula se quedó de pronto sin habla.
Mariano, que todavía tenía la mano en su hombro, se giró siguiendo la dirección de su asombrada mirada. Se dio la vuelta justo a tiempo para ver el puño que un instante después conectó con su mandíbula y lo tiró al suelo.
Paula soltó un grito y se arrodilló al lado de su hermano.
—¿Estás bien, Mariano?
Mariano sacudió la cabeza y apretó las mandíbulas.
—Sí. Me ha pillado de sorpresa, eso es todo —la expresión de asombro de sus ojos verdes fue sustituida por otra de furia cuando miró al hombre que se cernía sobre ellos.
—¿Qué diablos estás haciendo, Pedro? —inquirió Paula poniendo un pañuelo de papel en la comisura de la boca de su hermano para contener la sangre.
La nebulosa roja que había descendido sobre Pedro cuando vio a ese hombre acariciar la mejilla de Paula y luego abrazarla dio paso a una furia igual de letal pero tan fría como un bisturí.
—Te preguntaría a ti lo mismo, pero queda bastante claro —le espetó Pedro.
—Oh, Mariano, lo siento mucho.
Mariano le quitó el pañuelo de papel.
—Y él también lo siente, ¿verdad, Pedro? —dijo Paula.
—No.
Aquella contundente respuesta provocó que ella levantara la cabeza para decirle exactamente lo que pensaba… y entonces descubrió que se había ido. Se giró y le vio caminando calle abajo.
—Quédate aquí y no te muevas —le dijo a Mariano apretando las mandíbulas con determinación—. Tengo que hacer una cosa.
Mariano la agarró del brazo.
—Déjalo estar, Paula. Ese tipo es peligroso.
Paula dejó escapar un resoplido burlón.
—No le tengo miedo —aseguró.
Pedro iba andando y ella corriendo, pero necesitó casi cincuenta metros para ponerse a su altura. Entonces le agarró del brazo.
—¿Estás loco? —le preguntó jadeando por el esfuerzo.
Pedro elevó las comisuras de los labios.
—No, ya no —durante semanas había luchado contra la certeza de que la amaba, y finalmente admitió que tenía miedo. Sentía que había avanzado, cuando en realidad tenía razón al principio. Amar a alguien siempre terminaba mal.
Su críptica respuesta solo añadía un poco más de confusión a la que ya reinaba en su cabeza. Pensaba que Pedro estaba en Estados Unidos, y de pronto sucedía aquel episodio con Mariano.
—Ni siquiera estás aquí —Paula supo al instante que aquello era una estupidez.
—Sí, ya veo que mi presencia supone un inconveniente para ti —se burló Pedro—. Siento haberte estropeado la velada. Supongo que sabes que está casado, ¿verdad?
Paula frunció el ceño y trató de entender qué estaba pasando. En aquel momento Mariano se acercó a ellos. Tenía moratones en la cara, y Paula se sintió fatal al verlos. Se colocó entre los dos hombres.
—Déjale en paz —le advirtió a Pedro.
Pedro apretó las mandíbulas ante aquel gesto de protección.
—Tengo curiosidad… ¿es por el título? ¿O es que ahora te gustan los rubios guapitos?
Paula parpadeó. Y entonces cayó en la cuenta de lo que Pedro pensaba. ¡Creía que la había pillado en una cita con un amante!
—¿Te da morbo estar liada con un casado? ¿O acaso eres como tu madre? Ya se sabe, de tal palo tal astilla. ¿Y qué papel juega tu padre en todo esto?
Paula no fue consciente de que había levantado la mano hasta que abofeteó la cara de Pedro. Mariano la apartó de él y le pasó el brazo con gesto protector.
—Está muerto. Nuestro padre está muerto —afirmó furioso.
Pedro se quedó paralizado y miró primero a uno y luego a otro. Ambos le observaban con expresión de odio y disgusto.
—¿Es tu hermano? ¿Charlford era tu padre? —preguntó con voz estrangulada—. Yo pensé que…
—Tú pensaste que te estaba engañando y has dado a entender que mi madre tiene una moral cuestionable —aseguró Paula con frialdad.
—¡Yo no he dicho eso!
Aunque protestara, Pedro fue consciente de que no importaba lo que dijera. No había vuelta atrás. Ella nunca se lo perdonaría. Había insultado a su madre y había pegado a su hermano. Le miraba con odio en sus preciosos ojos verdes, y se lo merecía.
—Es mejor así —afirmó Paula furiosa—. Me alegro mucho de haber descubierto antes de que sea demasiado tarde la clase de imbécil intolerante y malvado que eres.
Pedro apretó las mandíbulas. No estaba diciendo nada que no se mereciera. El arrebato de celos que había sufrido al ver a Paula con otro hombre le había superado. Nunca había experimentado nada parecido y no quería volver a vivirlo.
—¿Qué te puedo decir? —preguntó en voz baja.
—¿Y si me dices que lo sientes? —sugirió Paula con tono gélido.
—Lo siento —dijo Pedro incluyendo a Mariano en su respuesta.
—¿Se supone que con eso quieres mejorar las cosas? —Paula no estaba por la labor de calmarse—. ¡No quiero volver a verte nunca más! —gritó como una salvaje. Y luego, agarrando a su hermano del brazo, se dirigió a la entrada de su edificio sin detenerse hasta llegar al vestíbulo—. ¿Viene detrás? —le preguntó a Mariano apretando los dientes.
—No te preocupes, se ha ido —aseguró su hermano con una sonrisa.
—¿Se ha ido? —repitió ella con un suspiro.
—Sí.
A Mariano se le borró la sonrisa cuando su hermana rompió a llorar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario