La secretaria de Pedro estaba sentada en su escritorio cuando él entró en la oficina.
—¡Es él! —dijo ella haciendo aspavientos.
—Pásame la llamada a mi despacho —no preguntó de quién se trataba, solo había una persona capaz de sonrojar a su secretaria de mediana edad, y ese era Kamel, el príncipe de Surana—. Hola, Kamel, ¿qué puedo hacer por ti?
—Echarle valor.
Aquella era una respuesta que solo podía dar un amigo, pero Pedro alzó las cejas.
—¿He hecho algo que te haya molestado?
—Has hecho algo que ha molestado a mi esposa, que es lo mismo. Paula es la mejor amiga de Luciana, Pedro. ¡Ahora son incluso hermanas! Tu nombre está prohibido en mi casa. ¿Qué diablos te pasa, amigo?
Kamel no era el primero que le echaba la bronca. Josefina había dejado de preguntarle por Paula, pero podía ver la desaprobación y la decepción en sus ojos cada vez que le miraba.
Su mejor amigo, su hija… ¿debería hacer caso al mensaje?
Pero no, Paula había dejado muy claros sus sentimientos, y aunque hiciera lo imposible por conseguir que volviera con él, ¿quién decía que no volvería a suceder? Él era como era.
—El caso es que no te llamo para echarte la bronca. Espero estar haciendo lo correcto… como sabes, Luciana está embarazada y los médicos no la dejan viajar en este momento. Y yo no voy a dejarla sola.
Pedro sintió como si le hubieran propinado un puñetazo en el pecho.
—¿Le ha pasado algo a Paula?
—No, Paula está bien. Es su madre, Sara. Se la han llevado a toda prisa al hospital. Al parecer sufre una severa preeclampsia y van a sacarle al bebé antes de tiempo para darle una oportunidad.
—¿Esto te lo ha contado Carlos?
—No, ha sido Paula. Al parecer Carlos no podía ni hablar del disgusto. Luciana está preocupadísima por Paula, por su padre y por Sara, y se siente muy culpable por no poder estar allí. Está enfadada conmigo porque no quiero dejarla e ir a ocuparme de la situación. Tengo muy claro que mi sitio está aquí con ella, pero si pudiera decirle que alguien va a estar con Paula, que no va a tener que pasar por esto sola…
Pedro apretó las mandíbulas.
—Soy la última persona del mundo a la que Paula querría ver allí.
—Esto no se trata de ti.
El comentario golpeó a Pedro con la fuerza de una patada bajo el cinturón. Necesitaba oír algo así. Tal vez Paula no le quisiera en su vida, y tenía sus motivos, pero sería un estúpido si no intentaba convencerla para que cambiara de opinión. Pero eso sería en el futuro. Ahora la prioridad era estar ahí para ella, liberar sus pequeños hombros de tan pesada carga.
A medio camino de la puerta, con las llaves en la mano, Pedro le dijo a Kamel:
—Voy para allá —estaba a punto de lanzarle el teléfono a su secretaria cuando se dio cuenta de que no sabía dónde iba—. ¿En qué hospital está?
Pedro recorrió cada segundo de los cincuenta kilómetros con las mandíbulas apretadas y los nudillos blancos de sujetar con tanta fuerza el volante. Se torturaba al pensar que Paula estaba pasando por aquello sola. Sola. La palabra no dejaba de reverberar en su cabeza.
Pues bien, ya no tendría que enfrentarse sola a nada más.
Él iba a estar allí para ella tanto si Paula quería como si no. No iba a dejarla ni a sol ni a sombra.
«Muy bien, Pedro, intenta salirte con la tuya como una apisonadora, que hasta ahora te ha ido muy bien. ¿Qué te parece si demuestras un poco de humildad y dejas que Paula decida si quiere que estés ahí o no?», se dijo.
El hospital era un laberinto de pasillos, pero finalmente encontró a alguien que fue capaz de decirle dónde estaba la sala de espera. La expresión seria de la enfermera no era una buena señal.
Paula iba a necesitar mucho apoyo si algo le había pasado a su madre. ¿Habría contactado alguien con su hermano?
—¿Señor Alfonso?
Pedro dejó de caminar arriba y abajo y se giró hacia el médico de bata blanca que había entrado en la sala. Asintió con la cabeza para indicar que era él.
—¿Hay alguna noticia?
—¿Es usted de la familia?
Pedro tuvo que hacer un gran esfuerzo para no mostrarse ofendido por la pregunta después de todo el tiempo que llevaba allí esperando.
—Soy Pedro Alfonso. Paula Chaves es mi prometida.
El médico suavizó la expresión y le tendió la mano.
—Lo siento, pero antes hemos tenido un incidente. Un reportero se enteró de lo que había pasado y llegó hasta las puertas de la sala de recuperación vestido de operario. Una enfermera le guiará a la unidad de prematuros.
—¿Ha sido niño?
El médico asintió.
—Es muy pequeño, como cabía esperar, pero su condición es estable. Lo que más nos preocupa en estos momentos es la madre.
Cuando llegó a la unidad de cuidados especiales de prematuros, Pedro se sintió muy alejado de su zona de confort. Asintió para dar las gracias cuando le dieron una bata y, tras lavarse las manos, le guiaron hacia una zona de la sala que tenía un panel de cristal.
La enfermera que le acompañó estaba diciendo algo reconfortante, pero Pedro solo entendía la mitad de las palabras. El corazón se le detuvo en el pecho al ver a Paula a través del cristal sentada al lado de la puerta. Llevaba también una bata quirúrgica, y tenía la vista clavada en el pequeño trozo de humanidad que estaba en la incubadora, conectado a unos tubos y a unas máquinas que emitían pitidos. El niño parecía más pequeño que la mano de Paula, y la expresión amorosa de su rostro mientras acariciaba con el dedo la minúscula mejilla del bebé, provocó que a Pedro se le llenaran los ojos de lágrimas.
*****
Paula oyó entrar a la enfermera, pero no apartó la mirada de la pequeña figura de la incubadora. Los bebés debían ser rollizos y rosados, pero su hermanito era minúsculo y tenía la piel brillante. Parecía tan frágil que le daba miedo tocarle, aunque decían que el contacto era bueno para él.
Al escuchar unos pasos, Paula levantó la mano y giró la cabeza. Abrió los ojos de par en par al verle.
Pedro había anticipado muchas reacciones por parte de Paula, pero no la que tenía delante.
Algo para lo que tampoco estaba preparado era la fuerza de los sentimientos que se desataron en su interior al verla.
Parecía tan vulnerable y estaba tan bella que en aquel momento supo que habría dado la vida por evitarle aquel momento de dolor.
Parecía una persona en trance cuando se puso de pie. No le gritó, no le rechazó, sino que esbozó una sonrisa trémula.
—¿De verdad estás aquí? —era como un sueño, aunque las últimas horas habían sido una completa pesadilla.
Pedro se acercó a ella en dos pasos, y Paula se lanzó a sus brazos, rodeándole la cintura y apoyando la cara en su pecho. Pedro hizo lo único que podía hacer: la rodeó a su vez con sus brazos mientras ella sollozaba.
—Lo siento —murmuró Paula contra su pecho. Los sollozos habían disminuido, pero ella seguía allí apoyada, incapaz de apartarse—. Te he echado de menos.
La presencia de Pedro llenaba cualquier habitación en la que entraba, pero en aquella caja antiséptica y blanca resultaba abrumadora aunque también intensamente reconfortante.
Paula se había sentido hasta entonces desesperadamente sola, incapaz de reprimir los pensamientos negativos que se le pasaban por la cabeza.
Y ahora ya no estaba sola. Se apartó del pecho de Pedro, se llevó una mano al vientre y recordó que no estaba sola y nunca más volvería a estarlo. No era el momento ni mucho menos el lugar para hablar de la nueva vida que crecía en su vientre cuando había otra vida nueva luchando desesperadamente por salir adelante.
Y no solo eso…
Los labios le temblaron al sentir cómo los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Mi madre podría morir, Pedro.
Él le acarició la mejilla suavemente con los dedos antes de tomarle las manos y colocárselas en el pecho.
—¿Por qué pensar en lo peor? Tu madre está en el mejor sitio posible, y torturarte de ese modo no va a ayudarla. Lo que necesitas es un descanso.
Paula esbozó una tenue sonrisa. Necesitaba el amor de Pedro. Lo anhelaba. Por ese amor se despertaba en medio de la noche sintiendo su vacío como un gran agujero negro en el pecho. Los sentimientos que llevaba semanas conteniendo amenazaron con hacer explosión. Quería contarle a Pedro lo del bebé, pero mantuvo el control. Aquel no era el momento ni el lugar.
—¿Has visto a Carlos? —le resultaba extraño preocuparse de alguien a quien durante tanto tiempo había odiado, pero así era. Nunca pensó que a Carlos Latimer le importara de verdad su madre, pero lo primero que les dijo a los médicos fue que hicieran todo lo posible por salvar la vida de su mujer.
Había estado repitiendo lo mismo una y otra vez, y seguía al lado de Sara en lugar de estar con su heredero.
Pedro sacudió la cabeza.
—No, no le he visto.
—Esto está siendo muy duro para él —admitió Paula.
Ella había tenido que controlar su propio miedo para calmar a su padrastro, y cuando lo consiguió, las lágrimas de Carlos le habían resultado todavía más difíciles de lidiar.
—Yo también te he echado de menos.
Aquellas palabras roncas la llevaron a alzar la mirada hacia él. Quiso decirle: «Si me has echado tanto de menos, ¿por qué demonios te fuiste y no volviste?». Pero se mordió el labio y preguntó:
—¿Cómo te has enterado de lo de mi madre?
—Kamel me llamó para contármelo. También me dijo que Luciana está preocupadísima por ti y muy frustrada por no poder estar a tu lado en estos momentos.
—No sé por qué te han llamado. No tenías que haber venido.
Los oscuros ojos de Pedro se mostraron tiernos cuando le apartó un mechón de la cara.
—Los dos sabemos que eso no es cierto.
Paula se lo quedó mirando durante un largo instante y luego, sin decir una palabra, apartó la vista y volvió a tomar asiento en la silla que había al lado de la cuna. Tenía una expresión de desdén, pero su lenguaje corporal decía otra cosa.
Sus típicos mensajes contradictorios, pensó Pedro. Apretó las mandíbulas con frustración. No tenía claro qué respuesta esperaba, pero cualquier cosa habría sido mejor que aquel silencio.
¿Acaso no había sido suficientemente claro?
¿Esperaba Paula que se arrastrara?
¿Qué quería?
¿Tal vez un poco de humildad?
Su furia desapareció tan rápidamente como había surgido.
Lo cierto era que haría cualquier cosa para recuperar a Paula… y sinceramente, se había mostrado de lo más inoportuno.
«Los dos sabemos que eso no es cierto», había dicho. En otras circunstancias, Paula se hubiera echado a reír.
Lo cierto era que sentía que no sabía nada, y entendía todavía menos. Le dolía la cabeza por la falta de sueño y el estrés incesante de no saber si su madre estaba bien. Tenía las hormonas disparadas y, para colmo, su secreto le pesaba sobre la conciencia. Pedro podría estar diciendo lo que ella quería oír, o tal vez estuviera confundiendo la simple amabilidad con otra cosa.
Paula no podía confiar en su buen juicio. Y esto era demasiado importante para cometer errores y quedar expuesta al ridículo, o peor todavía, a la compasión.
Pedro se acercó un poco más y bajó la voz al acercarse a la cuna de cristal.
—¿Cómo está?
—Dicen que es un luchador.
Pedro tenía la sensación de que necesitaba serlo, pero no dijo nada.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—No tengo ni idea —reconoció ella.
—Estás agotada.
—Estoy bien. El que está destrozado es Carlos. Quiere a mi madre de verdad, pero yo nunca pensé que fuera así. Creí que se había casado con ella por el bebé —deslizó la mirada hacia la incubadora—. Pero estaba equivocada. Muy equivocada en muchas cosas. Si mi madre muere, nunca podré decirle que lo siento —le temblaron los labios y parpadeó para contener las lágrimas que inundaban sus luminosos ojos.
Pedro se apoyó en el respaldo de su silla.
—Tu madre está recibiendo los mejores cuidados posibles.
Paula giró lentamente la cabeza para mirarle. La tristeza encubierta de sus increíbles ojos despertó en él todo el instinto protector que poseía. Solo quería abrazarla… para
siempre. Le rozó suavemente la mejilla con el dedo pulgar.
—Juzgué a mi madre por su aventura con Carlos, pero siempre pensé que se había visto atrapada en aquella situación, que no tuvo alternativa. Que si terminaba con él se quedaría sin trabajo y sin hogar. Me dije a mí misma que por eso siguió con la relación.
Paula sacudió la cabeza.
—Nunca se me ocurrió preguntárselo a ella, nunca hablamos del tema y…
Dio un respingo al escuchar el sonido de una alarma y miró hacia la cuna con pánico.
Entonces entró una figura uniformada en la sala. Paula sintió la reconfortante presión de los dedos de Pedro en el hombro mientras veían cómo la enfermera miraba al bebé antes de presionar unos cuantos botones.
—¿Está…?
—Está bien. Todos los padres se asustan al principio, pero luego aprenden a leer estas máquinas mejor que nosotras. La sala de padres está el fondo del pasillo, por si quieren tomarse un café o darse un respiro. Mi nombre es Alison, acabo de entrar al turno y voy a cuidar de… ¿ya saben cómo se va a llamar?
Paula negó con la cabeza.
—De acuerdo, nos veremos más tarde —la enfermera de mejillas sonrojadas escudriñó el rostro de Paula—. ¿Se encuentra usted bien, mamá?
Paula no tenía fuerzas para hablar, y menos para corregir el error. Ahora era un error, pero en un futuro no muy lejano no lo sería.
¿Y si no era una buena madre? Oh, Dios, no estaba preparada para aquello.
Y si ella no lo estaba, ¿qué pensaría Pedro?
Había imaginado su reacción una docena de veces cada día.
Había imaginado todas las reacciones posibles, cada acusación que podría lanzarle con el calor del momento, y ella había trabajado todas sus respuestas, frías, calmadas y comprensivas. No se sentiría herida, se mostraría como una mujer adulta. Iba a ser madre, se dijo. Había llegado el momento de crecer.
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