Al final de la velada, habían conseguido vaciar cinco cajas y guardado el contenido de tres, además de comerse casi toda la pizza. Solo quedaban dos porciones, que Pedro guardó para el desayuno del día siguiente
Cansada, Paula rotó los hombros para soltarlos un poco.
—Bueno, mañana madrugo —le dijo a Pedro—, así que será mejor que me vaya.
Él quería pedirle que se quedara un rato más. No para desempaquetar, sino para hablar, para estar juntos.
Le gustaba la compañía de Paula, le gustaba su sentido del humor y también su determinación. Le gustaba el modo en que su presencia parecía llenar la casa más que las torres de cajas que se había empeñado en ayudarlo a vaciar.
Pero pedirle que se quedara cuando tenía que madrugar habría sido egoísta por su parte. Así que se limitó a darle las gracias por su ayuda mientras la acompañaba, con Jonathan, hasta la puerta.
—La verdad, esta ha sido una de las tardes más especiales de mi vida —confesó—. He disfrutado.
—Yo también —contestó Paula, que se había perdido en esa sonrisa con hoyuelos, que parecía invadir cada rincón de su ser.
Él necesitaba asegurarse de que, a pesar de lo que había dicho, el trabajo de ayudarlo con sus cosas no iba a terminar asustándola hasta el punto de alejarla de él.
—¿Llevarás a Jonny a la clínica mañana? —preguntó.
—Me gustaría, pero tengo que estar en el trabajo a las siete —respondió ella, que sabía que la clínica no abría hasta las ocho.
—Es curioso, yo también —dijo él. Si Paula necesitaba dejar el perro a las siete, la estaría esperando. De hecho, deseaba hacerlo por ella.
—No es cierto —refutó ella, notando que mentía. No quería que se sintiera obligado a ayudarla aún más. Ya había hecho bastante.
—No está nada bien llamar mentiroso al veterinario de tu mascota —estrechó los ojos y simuló mirarla con reprobación.
Ella tuvo la sensación de que su corazón estaba sufriendo un asedio. Sonrió y movió la cabeza.
—No te estoy llamando mentiroso… —hizo una mueca traviesa—. ¿Te parecería más apropiado si dijera que estiras la verdad?
—Me lo pensaré —dijo él—. Ahora, vete a casa a dormir —añadió con voz cariñosa.
Ese era el plan de Paula. Que funcionara o no estaba por ver.
—Gracias por la pizza —le dijo.
—Gracias por la ayuda —le devolvió él—. Y por esa patada en el trasero.
—No ha sido una patada, solo un empujoncito — corrigió ella con cortesía.
Riendo, él inclinó la cabeza, como si se diera por vencido.
Ya en la puerta, se detuvo, perdido en un debate mental.
Decidió dejar la decisión en manos de Paula, en cierto modo.
—Paula…
—¿Sí? —algo en la forma de decir su nombre había puesto a Paula en estado de alerta.
—¿Te molestaría que te besara? —preguntó él, mirándola a los ojos.
—De hecho —admitió ella—, creo que me molestaría que no lo hicieras.
—No querría hacer eso por nada del mundo —confesó Pedro, tomando su rostro entre las manos. Un momento después, la besó.
El beso empezó siendo suave, cortés, pero de inmediato adquirió vida propia, escalando a alturas impensables. Con la intensidad, llegaron multitud de emociones.
Ella no recordaba haber rodeado el cuello de Pedro con los brazos, ni tampoco, haber inclinado su cuerpo hacia el de él.
Lo que sí recordaba era el salvaje estallido de energía que pareció surgir de la nada y envolverla mientras duró el apasionado be-so.
La boca de Paula sabía a todas las frutas prohibidas con las que Pedro había fantaseado en su vida. Le hacía desear más.
Le hacía desearla a ella.
Se esforzó por controlarse, por llegar a un límite y no ir más allá. No fue fácil, pero Paula lo había ayudado, le había proporcionado la primera velada agradable desde su ruptura con Irene y había conseguido que volviera a sentirse humano tras el varapalo que esa ruptura había supuesto para su vida y su orgullo; no podía recompensarla por todo eso imponiéndose a ella y seduciéndola.
Así que, haciendo gala de un control digno de un superhombre, Pedro se obligó a apartarse de lo que podría haber sido suyo con un par de movimientos bien hechos.
Se recordó que lo importante era la honestidad, independientemente de lo que su cuerpo intentara dictarle a su mente. Inspiró profundamente un par de veces antes de hablar.
—Gracias otra vez —murmuró.
Ella sabía que no le estaba dando las gracias por ayudarlo a vaciar unas cuantas cajas. Intentó controlar el rubor que empezaba a teñir sus mejillas. Pero en ese tipo de cuestiones, su cuerpo era quien dominaba la situación.
Dejó pasar un segundo y se aclaró la garganta.
—De nada —murmuró. Después, se fue rápidamente con el perrito.
*****
También era consciente del resplandor, cálido y alegre que se había apoderado de ella.
Paula estaba segura de haber iniciado el primer tramo del viaje que llevaría a un afecto genuino. Pero se negaba rotundamente a utilizar esa palabra que empezaba con «a», para definir lo que podía llegar a conseguir; tenía la sensación que eso podría gafar lo que estaba ocurriendo.
En el fondo, aun que no era de naturaleza supersticiosa, temía que pensar en enamorarse de ese hombre diera al traste con la posibilidad de un «felices para siempre» al final del camino.
Además, apenas sabía nada de él, excepto que odiaba desempaquetar y que tenía una sonrisa devastadora. Paula se dijo que lo más inteligente y seguro sería buscarle a Jonathan otro veterinario.
Si optaba por eso, evitaría involucrarse con el hombre cuya casa acababa de dejar, se libraría de tentaciones que la llevaran a seguir el camino equivocado.
«¿A quién intentas engañar?», se recriminó.
Nunca había sido una persona que optara automáticamente por hacer «lo más inteligente». Sobre todo si ese más inteligente llevaba a más de lo mismo: más aburrimiento, más seguridad.
Esa opción implicaba que no habría nada que diera luz a su vida. Nada que le hiciera sentir un cosquilleo en la punta de los dedos o diera alas a su imaginación, llevándola a lugares que nunca habría admitido anhelar en su interior.
—Si sigues torturándote así, no pegarás ojo, por más que lo intentes. Apaga el cerebro, ponte el pijama y duerme. O acabarás cayéndote de puro agotamiento.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo.
Sin duda, podía ponerse el pijama y meterse en la cama. Lo que rayaba en lo imposible era la parte relativa a apagar su cerebro.
Su cerebro, por lo visto, estaba empeñado revivir una y otra vez ese último beso, repasando cada detalle y llevándolo al límite.
Estaba condenada y lo sabía.
Resignada, Paula subió la escalera que llevaba al dormitorio, seguida por su sombra negra de cuatro patas, que ladraba alegremente.
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