Paula oyó sonar el teléfono desde la silla donde había dejado todas sus cosas. Salió lo más rápido posible del agua pensando que sería Gabriel, pero se le cayó el alma a los pies al ver que era su padre. No tuvo el valor suficiente de responder. Dejó que saltara el buzón de voz y, en cuanto sonó la señal, escuchó el mensaje.
–Hola, Pau, soy yo, papá. Pensé que podría hablar contigo antes de que te fueras a trabajar. Solo llamaba para decirte que tengo una reunión en Los Ángeles la semana que viene, así que podremos vernos allí.
Paula cerró los ojos y suspiró.
–La reunión es el viernes, pero quiero tener tiempo para ver a mi nieta, así que tomaré un vuelo que llegue el jueves por la mañana.
No iba a ver a Paula, solo a Mia. Resultaba irónico, teniendo en cuenta que no le había prestado la menor atención a la niña hasta que tenía casi tres meses. Hasta ese momento, se había referido a ella como «el último error» de Paula.
Era muy propio de él presentarse de imprevisto y esperar que ella lo dejara todo para atenderlo, para después poner cara de decepción cuando no era capaz de cumplir todos sus caprichos.
Esa vez no iba a estar allí para defraudarlo…
Dejó el teléfono sobre la silla con un suspiro de resignación y, al levantar la vista, le sorprendió que Pedro y Mia estuviesen observándola.
–¿Todo bien? –le preguntó Pedro.
Esbozó una sonrisa forzada.
–Sí, sí.
–Estás mintiendo –adivinó él.
No se le escapaba nada. Al ver el modo en que la miraba, se preguntó si habría hecho bien poniéndose ese biquini en lugar del recatado bañador de una pieza. Se sentía completamente expuesta y… al mismo tiempo, le gustaba que la mirara así.
–Si no quieres hablar de ello, lo entiendo –siguió diciéndole.
Ella se sentó al borde de la piscina y metió los pies en el agua.
–Mi padre acaba de dejarme un mensaje. Va a ir a visitarme a Los Ángeles la semana que viene.
–¿Entonces vas a marcharte?
La antigua Paula lo habría hecho por miedo a decepcionarlo una vez más, pero tenía veinticuatro años, por el amor de Dios. Ya era hora de cortar el cordón umbilical y de vivir su vida como quisiese. La nueva Paula era fuerte y segura de sí misma, y ya no le importaba lo que pensara su padre.
Al menos eso era lo que quería pensar.
–No, no me voy –le dijo a Pedro–. Voy a llamarlo para decirle que no voy a estar, que tendremos que vernos en otro momento.
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