Ninguno de los dos hablaba, pero parecían estar comunicándose en una especie de lenguaje de signos.
Paula sintió un vuelco en el corazón al ver a su hijo resplandeciente.
Los dos parecían muy cómodos en la presencia del otro.
¿Cómo sería sentirse cómoda en presencia de Pedro Alfonso? ¿Y qué sentiría si la mirase a ella como miraba a su hijo? Era una parte de él que nunca había visto.
Una parte que nunca había visto de ningún hombre.
Instintivamente sabía que Pedro podía ser tierno. La inesperada fantasía de aquellas manos cubiertas de barro recorriendo su piel la pilló por sorpresa. Su cuerpo respondió físicamente, como si unos dedos estuvieran deslizándose realmente por sus hombros.
Pedro se volvió y sus miradas se cruzaron.
—Lisandro —murmuró él sin dejar de mirar a Paula. El niño se dio la vuelta y la miró.
—Mamá…
—Lisandro —dijo ella tras aclararse la garganta—, no me has pedido permiso para venir aquí. Tienes deberes.
—Ahora no, mamá.
—Lisandro. A casa. Ahora.
El niño se volvió de nuevo hacia las ranas.
—Más tarde.
Pedro no había dejado de mirarla. Paula era plenamente consciente de su mirada, de su expectación. Ella era la coordinadora de la seguridad.
Tenía que ser capaz de manejar a su hijo.
—No volveré a repetirlo… —el corazón le latía con fuerza. Las palabras de su padre salían por su boca. Sintió la rabia creciente de un padre desafiado al mismo tiempo que revivía los recuerdos de una niña cansada de peleas.
Pero el niño ni siquiera se movió.
—Lisandro Chaves… mueve tu culo hasta casa ahora mismo.
En esa ocasión sí se movió, pero solo para mirarla con odio por encima del hombro. Esa expresión era tan familiar. Era la suya propia doce años antes.
—¿O qué? —preguntó Lisandro.
—O llamaré a Carolina Lawson y le diré que no te quedarás a dormir — lo amenazó con voz temblorosa.
Lisandro se puso en pie de un salto y gritó:
—¡Pasar el rato!
—Lo que sea. Lo anularé si no vuelves a casa y empiezas con los deberes de ciencias.
¿Por qué estaban discutiendo? Probablemente estuviese aprendiendo más allí, en la charca, de lo que las ciencias de cuarto curso podrían enseñarle. Aun así, Pedro seguía mirando, evaluando.
Lisandro pareció barajar sus opciones y se volvió hacia Pedro, que yacía a su lado quieto como una piedra.
Entonces pareció calmarse en un abrir y cerrar de ojos.
Estratégicamente.
—Adiós, Pedro.
—Nos vemos, colega —contestó Pedro con voz neutral—. Volveremos a hacer esto.
Lisandro asintió y después pasó airado junto a Paula sin mirarla a los ojos.
—Baja esos humos, Lisandro —dijo ella—. No te servirá de nada.
Se volvió para verlo marchar. Cuando confió en que estuviera realmente dirigiéndose hacia la casa, volvió a girarse hacia su jefe, humillada porque hubiese presenciado aquel altercado familiar. Pedro se había puesto en pie y estaba sacudiéndose la tierra de la ropa.
—Lo siento —dijo ella.
—Lo has repetido.
—¿Qué?
—A Lisandro. Después de decirle que no volverías a repetirle que hiciera sus deberes, lo has hecho.
—¿Y qué? Estaba poniéndome de los nervios.
—Estaba ignorándote.
—Gracias. Soy plenamente consciente de ello. ¿Vas a darme un sermón sobre paternidad?
—Depende. ¿Necesitas uno?
Paula se quedó con la boca abierta.
—Y tú sabes mucho sobre paternidad, por supuesto.
Él arqueó las cejas.
—Sé algo sobre niños pequeños. Sobre jovencitos. He entrenado a muchos de ellos. Y parece que yo sé mucho más que tú sobre mantener la disciplina.
—¿Me van a pagar por esto? —preguntó ella con las manos en las caderas—. Si vas a entrenarme para desarrollar mis habilidades, ¿entra dentro de la jornada laboral?
—Paula…
—¡No me digas cómo criar a mi hijo!
—Cuando dices que no vas a volver a decírselo y entonces lo haces, Lisandro gana. Lo recordará. Y lo usará en el próximo combate.
—Esto no es la guerra. Es una familia. Mi familia.
—A veces no hay diferencia. Es la misma psicología.
—Yo prefiero otro tipo de psicología. Una basada en el amor y la compasión, no en las amenazas y los castigos.
—Pues ya me dirás qué tal te va con eso —contestó él con una carcajada.
—Es un niño de ocho años, Pedro. No un soldado —al igual que lo había sido ella.
—La última vez que lo comprobé, solo uno de nosotros ha sido un niño de ocho años. Confía en mí cuando te digo lo que funciona con ellos.
—Confía tú en mí cuando te digo lo que funciona con mi hijo.
Pedro le mantuvo la mirada.
—El amor y la compasión han convertido a Lisandro en el chico que es. Es un chico genial. Pero va a empezar a apretarte las clavijas cada vez más. Va a ponerte a prueba. Intentará dominarte. Reconozco las señales.
Paula se dio la vuelta para seguir a su hijo colina arriba.
—Puede que tú fueras así, pero Lisandro no.
—Todos son así, Paula—dijo él—. Lo llevamos implícito. Estamos construidos para intentar hacernos cargo.
Ella se dio la vuelta.
—Si tan interesado estás en la paternidad, ¿por qué no engendras tu propia prole? Ve a avasallar a tus propios hijos.
Pedro subió corriendo la pendiente en tres zancadas y se colocó frente a ella para cortarle el paso. Le puso una mano en el hombro y dijo:
—Manejar a tu hijo no te convierte en una avasalladora.
Ella le quitó la mano de encima y lo miró rabiosa.
—Bueno, acosarme a mí sí te convierte a ti en uno. Y creo que hay muchas leyes sobre el lugar de trabajo que me protegen contra eso.
—Paula, no estoy intentando afectarte…
—Desde luego que no me afectas —contestó ella mientras se alejaba.
Mentirosa.
—Solo quiero ayudarte. Utilizar parte de lo que he aprendido durante los años.
Paula volvió a girarse y lo miró desde arriba.
—Muy bien, Sensei, pero este pequeño saltamontes no está interesado en tu sabiduría de dar cera, pulir cera. Gracias de todos modos.
Pedro maldijo mientras ella seguía ascendiendo por la colina, y luego le dio una orden.
—Lo de mañana por la tarde sigue en pie.
Ella simplemente levantó una mano furiosa y siguió su camino hacia la seguridad de su hogar.
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