Nadie entraba así como así en aquella casa. La estratégica hilera de arbustos y árboles se aseguraba de ello. La mayoría de la gente creía que aquel lugar era una extensión del parque junto al que se hallaba, la antigua casa del jardinero, o algo parecido. Paula había entrado por el garaje y lo había cerrado a continuación. De manera que no sabía si creerlo. ¿Habría saltado la valla para robar algo… o para hacer algo peor? Pero si realmente fuera un asesino en serie, o un violador, no la estaría ayudando en aquellos momentos.
–Tiene los ojos realmente irritados –dijo Pedro en tono sinceramente preocupado… y también divertido.
–Desde luego –Paula apenas podía mantenerlos abiertos, porque le picaban mucho.
–Tendremos que lavarlos.
«Tendremos que nada», pensó Paula.
–Estaré bien en un minuto –dijo.
–No. Habrá que lavarlos. Soy médico.
Paula resopló. Tal vez no fuera un asesino en serie, pero no creía que fuera médico.
–Soy médico –repitió Pedro al ver la escéptica expresión de Paula–. Póngase esto sobre los ojos un momento –añadió a la vez que apoyaba un paño húmedo sobre los ojos de Paula, que alzó instintivamente una mano para sujetarlo. El agua volvió a correr en el lavabo.
–Alce el rostro –dijo Pedro, y la tomó con delicadeza por la barbilla para que lo hiciera. Retiró el paño y le hizo ladear la cabeza de un lado a otro mientras derramaba un poco de agua sobre cada ojo–. Trate de mantenerlos abiertos –murmuró–. Esto la aliviará.
Su voz sonó junto al oído de Paula, cuyo corazón comenzó a latir más deprisa. Hacía casi un año que no estaba tan cerca de nadie…
–¿Mejor? –preguntó Pedro.
Paula se sintió repentinamente acalorada al recordar que tan solo vestía unos pantalones cortos de lycra y una camiseta. No llevaba sujetador. Notó que el agua se deslizaba de sus ojos a su pecho.
–Me estoy mojando –dijo a la vez que se apartaba.
–No más de lo que ya está –replicó él en un tono ligeramente más impaciente.
–Ya puedo arreglármelas sola –Paula apartó su barbilla de la mano de Pedro–. Gracias.
El picor de los ojos prácticamente se le había pasado y los abrió para mirar al hombre que tenía ante sí. Parpadeó rápidamente. ¿Estaría alucinando? El hombre debía medir al menos un metro ochenta y tenía los hombros anchos y el pelo y los ojos negros. Vestía vaqueros, camiseta roja y zapatillas deportivas… ¡y era increíblemente atractivo!
–Gracias –repitió para romper el repentino silencio–. ¿En qué puedo ayudarlo?
–He visto el cartel en que se anuncia el alquiler de la casa.
–Acabo de ponerlo esta tarde –dijo Paula mientras se levantaba.
–Lo sé.
–¿Quiere alquilar el lugar? –no parecía un posible inquilino. Parecía la clase de hombre que poseía cosas. Muchas cosas. El reloj que llevaba en la muñeca aquel hombre era muy caro, como su calzado y su camiseta de marca.
–Quiero comprarlo –contestó Pedro sin rodeos.
–No está en venta –replicó Paula con firmeza.
–¿Dónde está el dueño?
–Lo tiene delante –contestó Paula con aspereza.
La sorpresa fue evidente en los oscuros ojos de Pedro.
–¿No me cree?
–No parece… –Pedro negó con la cabeza–. Da igual.
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