Paula sabía que había pensado que era demasiado joven como para ser la dueña de la casa. Seguro que pensaba que era una limpiadora adolescente. Pero lo cierto era que ya tenía veintidós años y hacía cinco que se ocupaba de aquella casa. Le molestó que no la viera como una mujer adulta y capaz. Resultaba irónico que, para una vez en la vida que se encontraba con un hombre espectacularmente atractivo, su aspecto fuera el de una desaliñada adolescente.
Salió del baño con toda la calma que le permitió su agitado corazón.
–La casa nunca estará en venta –dijo con toda la firmeza que pudo–. Siento que se haya esforzado en llegar hasta aquí para nada.
–No para nada –replicó Pedro mientras la seguía–. Siempre he sentido curiosidad por este lugar. Si no le importa, me gustaría echar un vistazo.
Consciente de que no podía negarse después de que acababa de ayudarla, Paula asintió y abrió los brazos.
–La casa es conocida como La Casa del Árbol. El motivo es obvio.
Pedro recorrió el cuarto de estar con la mirada.
–Sin duda lo es –dijo con evidente aprecio–. ¿Por qué la alquila?
–Porque necesito el dinero.
–Podría obtener una buena cantidad si la vendiera.
–No voy a venderla. Y no me preocupa asegurarme un inquilino –mintió Paula.
Pedro la observó un momento y luego volvió a mirar la habitación.
–Es única.
Sí. No era la típica construcción moderna con ventanales del suelo al techo, y tampoco era muy grande, pero era una auténtica casa del árbol, pues un viejo y sólido roble que servía a la vez de estructura y de decoración surgía del suelo en uno de los rincones del cuarto de estar. Había sido construida por los abuelos de Paula, que habían volcado tanto amor, sudor y energía en construir la casa como en cuidarla a ella. Hasta que la enfermedad hizo que todo cambiara y que Paula tuviera que ocuparse de ambos y también de la casa. No pensaba desprenderse de ella, pero tenía que tener algunas aventuras en aquellos momentos de su vida, o de lo contrario nunca saldría de allí. Era hora de volar libre… pero pensaba conservar su nido para regresar cuando lo necesitara.
–A la mayoría de la gente le encanta. Mi abuelo solía decir que no había nada como la belleza natural.
Pedro posó su oscura mirada en ella un momento antes de hablar.
–Y tenía razón.
Paula le devolvió la mirada mientras sentía que se le ponía la carne de gallina. ¿Estaba hablando de la casa? Pero Pedro se había vuelto y no pudo ver su expresión.
–¿Para cuánto tiempo quiere el inquilino?
–Para un mínimo de seis meses, y preferiblemente para un año –contestó Paula, aunque en realidad se habría conformado con menos.
Muy buenos los 3 caps.
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