sábado, 11 de septiembre de 2021

NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 30

 

El tibio aire de la mañana contrastaba con el frío silencio en el que caminaron hasta el apartamento de Pedro. Él insistió en llevarle la bolsa, y ella en cargar con el violín. Esa fue toda la conversación que mantuvieron.


Tal y como había esperado, el apartamento de Pedro era espectacular. A través de los ventanales se veía una vista privilegiada del puerto. Era elegante, con una decoración minimalista, y claramente masculina. Pedro la llevó a su dormitorio.


–Gracias –dijo, confiando en que Pedro se fuera cuanto antes.


–De nada –dijo él con frialdad–. Quédate cuanto necesites.


–No estaré más que un par de noches –dijo ella.


En cuanto Pedro salió, Paula fue al cuarto de baño, que como era de esperar, estaba equipado con una ducha sofisticada con todo tipo de chorros. Se desnudó, aspiró el aroma de Pedro en su piel y se metió bajo el agua.


Aunque no pegó ojo decidió quedarse en el dormitorio hasta las doce de mediodía, y sólo salió cuando dejó de oír ruidos. Abrió la puerta y aguzó el oído. Silencio. Siguiendo el pasillo llegó al salón y lo contempló con más atención que la noche anterior: mobiliario caro y cómodo, la decoración, perfecta. Pero el conjunto era extremadamente impersonal. Miró a su alrededor buscando en vano algún detalle personal. Lo colores eran cálidos: chocolate, crema, grises. De un gusto exquisito, la cocina no parecía viva, ni una lista de recados, ni una pila de papeles sobre el escritorio que había en una esquina.


Todo lo contrario que la casa de Paula, donde reinaban el caos y el colorido.


Entonces encontró finalmente una solitaria fotografía enmarcada. Era de Pedro, con toga y peluca, junto a otro hombre mayor también con vestimenta de abogado, que debía ser su padre. Tenían la misma barbilla y la misma nariz. De hecho eran idénticos excepto por los ojos, que su padre tenía marrón oscuros. Los de Pedro lanzaban los reflejos dorados que apuntaban a una calidez y un humor que parecía empeñado en ocultar.



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