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Paula se despertó sobresaltada. El fresco del amanecer la golpeó al mismo tiempo que el estado de confusión. Por un segundo no recordó dónde estaba o con quién. Sólo era consciente del olor a cerveza y del peso de un cuerpo sobre ella. La golpearon el miedo y los recuerdos.
Estaba en el bar. Con Pedro. No con el desconocido que invadía sus sueños y los transformaba en pesadillas. Respiró profundamente y dejó escapar el aire, relajándose. Estaba a salvo.
Pedro alzó la cabeza bruscamente.
–¿Qué pasa? –dijo mirándola, con la misma sensación de desconcierto que ella había experimentado hacía unos segundos.
Al instante compuso un gesto inescrutable y le mantuvo la mirada. Por primera vez Paula ganó el duelo. Pedro desvió la mirada con el ceño fruncido.
Paula se movió para escapar de la íntima proximidad en la que se encontraban. Pedro le dejó espacio para que se sentara. Paula no salía de su asombro: jamás dormía con un amante. Nunca se permitía perder el sentido de la realidad con el sexo. No le gustaba ni sentirse vulnerable ni que otra persona se creyera en la posición de controlar su corazón, su mente o su alma. Y lo que más miedo le daba era que eso era lo que acababa de entregarle a Pedro. No sólo su cuerpo, sino su corazón en bandeja de plata. Así que tendría que devolverlo al frigorífico lo antes posible.
–¿Tienes frío? –preguntó él, en tensión–. Siento haberme dormido.
Paula sintió un escalofrío. También había recuperado la frialdad que había caracterizado su relación hasta aquella noche. Estaba distante y parecía censurarla. Paula sintió un frío helador aun sin saber por qué le perturbaba tanto que se distanciara de ella emocionalmente. Había dejado claro que sólo pasaría una vez. Y que no le interesaban los compromisos. Tampoco a ella. Así que no tenía sentido que se arrepintiera o que pareciera ansioso por marcharse. Desde luego, estaba claro que no quería hablar de lo que había sucedido, pero si lo que temía era que ella se aferrara a él y le rogara que se quedara, estaba muy confundido. Jamás hubiera imaginado que Pedro pudiera ser tan apasionado, y si no quería jugar con fuego, debía retirarse y tratar la situación con la mayor naturalidad posible. Dijo:
–Bueno, ya nos hemos quitado esto de en medio.
–¿A qué te refieres?
–A la curiosidad. Ya sabes –Paula bajó las piernas de la mesa de billar y vio con horror que llevaba las botas puestas.
Él la retuvo para que lo mirara.
–¿Qué quieres decir exactamente, señorita Chaves?
–Que ha sido muy divertido, señor Alfonso.
–¿Divertido? –él la miró fijamente, pero Paula no supo interpretar su estado de ánimo.
–Desde luego, pero no volverá a suceder.
–Desde luego que no.
Paula sacudió la cabeza.
–Sería demasiado complicado.
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