viernes, 7 de mayo de 2021

FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 23

 


Estaba a punto de cerrar un acuerdo con Javier Cortez para proporcionar aviones privados a la familia real de los Medina. Aquello le daría a su compañía el impulso que necesitaba y podría por fin montar una fundación sin ánimo de lucro para operaciones de búsqueda y rescate, lo que siempre había querido hacer. Estaba a un paso, y debería estar feliz, pero en vez de eso estaba inquieto. ¿Y por qué? Porque no podía tener a aquella mujer en la que no podía dejar de pensar.


–Bueno, olvidémonos por ahora de mañana y del trabajo. Ya hablaremos de eso luego. Deberíamos disfrutar del resto de la tarde ya que estamos aquí.


–¿Y qué es lo que tenías en mente exactamente? –inquirió ella, mirándolo recelosa.


Pedro se levantó con la chaqueta en la mano.


–Vamos a salir por ahí.


–¿Con los gemelos? ¿No has tenido ya bastante con la experiencia del desayuno?


Él sonrió y se acercó para levantar en brazos a la pequeña Olivia, que todavía estaba adormilada.


–Confía en mí, todo irá bien.


–Si tú lo dices… –respondió ella acercándose para tomar a Baltazar en brazos.


–Por supuesto que sí. Espera a ver lo que tengo planeado –dijo Pedro–. Ponte algo con lo que estés cómoda. Y no estaría de más llevarnos una muda para los niños, por si se manchan.


Paula todavía no veía muy claro que aquello fuese una buena idea, pero se encogió de hombros y lo siguió dentro del hotel.


Pedro estaba cerrando la puerta detrás de él cuando oyó a Paula emitir un gemido ahogado, como si acabara de darse cuenta de algo.


–¿Te has dejado alguna cosa en la piscina? –inquirió él sin volverse.


Al ver que Paula no contestaba, se giró y vio que estaba mirándolo espantada. ¿Qué diablos…? Fue cuando alzó una mano temblorosa para señalar cuando vio que no estaba mirándolo a él, sino a Olivia, a la que él llevaba en brazos.


Lo que estaba señalando era la cara de Olivia: tenía un bulto en la aleta izquierda de la nariz, como si se hubiese metido algún objeto.


Sentada en el borde del sofá de su suite con Olivia en su regazo, Paula se esforzó por reprimir el pánico mientras trataba de sujetar a la pequeña, que no dejaba de revolverse. La subida en el ascensor había sido desquiciante, con Pedro intentando mirarle la nariz a Olivia, y la niña más agitada por momentos.


¿En qué momento podría haberse metido aquello en la nariz? Y, una pregunta aún más importante: ¿qué era lo que se había metido? Paula contrajo el rostro angustiada. No le había quitado los ojos de encima un segundo mientras habían estado en la piscina, excepto cuando los niños se habían echado a dormir la siesta. ¿Se habría despertado la pequeña en algún momento y ella no se había dado cuenta? ¿Habría encontrado algún objeto pequeño en el corralito?


Pedro se había arrodillado delante de ella, y estaba intentando tomar la cabeza de su hija entre las manos.


–Me parece que podré sacárselo si la sujetas para que pueda empujar con el pulgar por fuera de la nariz.


–Créeme, lo estoy intentando –respondió ella. Pero Olivia no hacía más que chillar y patalear, dándole patadas a su padre en el estómago. La carita se le había puesto roja del sofoco, y estaba perlada con sudor.


Pedro le soltó la cabeza y miró a su alrededor.


–¿Está por ahí el bote de pimienta de la cena de anoche? –le preguntó a Paula.


Ella sacudió la cabeza.


–El servicio de limpieza se lo llevó todo esta mañana. Oh, Dios, Pedro, no sabes cómo lo siento… No sé cómo ha podido pasar…


De pronto se oyó un golpetazo. Paula y Pedro se miraron espantados.


–¡Baltazar!


Los dos se levantaron como un resorte en el instante en que se oyó un llanto detrás del sofá. Paula corrió detrás de Pedro con Olivia en brazos. Baltazar se había quedado sentado en el suelo al caerse, aunque parecía que no estaba llorando porque se hubiese hecho daño, sino por el susto. Había intentado encaramarse a una silla y se había caído.


Pedro se arrodilló a su lado y le frotó los brazos y las piernas con las manos.


–¿Te has hecho daño, hijo? Ya te he dicho que no te subas a los sitios, que te caes –le riñó acariciándole la frente, donde la cicatriz atestiguaba la brecha que se había hecho–. Tienes que ser bueno y hacerle caso a papá.


Pedro lo levantó del suelo y lo apretó contra sí un instante exhalando un suspiro de alivio.


–Toma tú a Baltazar –le dijo a Paula–. Tú te quedas aquí con él y yo me llevo a Olivia a urgencias.


–¿Todavía te fías de mí?


–Pues claro que sí–. Los accidentes ocurren.


Se inclinó hacia ella para tomar a Olivia, pero la pequeña dio un chillido y se agarró con más fuerza al cuello de Paula, apartando la cara, frenética, para rehuir a su padre.


Pedro frunció el ceño.


–Eh… ¿qué pasa, hija? Soy yo, soy papá.


Paula le dio unas palmaditas en la espalda a la pequeña y la acunó moviéndose a un lado y a otro.


–Debe creer que vas a intentar apretarle la nariz otra vez.


–Olivia, hija, no voy a hacerte nada, pero tenemos que irnos –dijo Pedro.


Dejó a Baltazar en el suelo y arrancó de los brazos de Paula a la pequeña, que se puso a llorar de tal modo que su hermano empezó a sollozar.


Pedro, deja que la tome yo en brazos o se pondrá más nerviosa. Podemos ir los dos a urgencias y llevarnos a Baltazar –le propuso.


–Tienes razón. Necesitamos que nos lleven –dijo Pedro. Corrió al teléfono para hablar con la recepción del hotel–. Soy Pedro Alfonso. Pídanos un taxi para que nos lleve a urgencias del hospital más cercano.


Paula se calzó las sandalias que se había puesto para bajar a la piscina. Por suerte le había dado tiempo a echarse un jersey encima del bañador y ponerse un pantalón. Salieron al pasillo y subieron al ascensor. Paula trataba de calmar a Olivia, que por lo menos ya sólo sollozaba y había dejado de chillar.



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