sábado, 1 de mayo de 2021

FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 2

 


Tomó el móvil y buscó el número de Aviones Privados Alfonso. Lo tenía porque llevaba casi un mes intentando conseguir una entrevista con Alfonso, pero sólo había logrado que su secretaria accediera a pasarle el folleto de A-1 con su propuesta.


Miró a los pequeños, que seguían durmiendo plácidamente. En fin, tal vez surgiera algo bueno de aquello si conseguía hablar con Alfonso, sólo que no sería como había planeado, y dudaba que estuviese muy receptivo cuando supiese el motivo de su llamada.


–Aviones Privados Alfonso; espere un momento por favor –le contestó una voz femenina, y la dejó en espera con una música de fondo.


Un ruidito llamó su atención, y al alzar la vista vio que Olivia, la niña, estaba removiéndose en su sillita, dando patadas, acababa de tirar al suelo su mantita y poco después le siguió un zapato. Justo en ese momento la pequeña escupió el chupete y empezó a lloriquear, despertando a su hermano, que parpadeó y contrajo el rostro. A los pocos segundos se le había contagiado el llanto de su hermana.


Sin apartar el móvil de su oído, Paula intentó tranquilizarlos.


–Eh, pequeñines, no lloréis –les dijo–. Supongo que tú debes de ser Olivia –le dijo a la niña, haciéndole cosquillas en el pie descalzo. Ésta dejó de lloriquear y se quedó mirándola. Su hermano se calló también, para alivio de Paula–. Y tú eres Baltazar, ¿a que sí? –le dijo al niño, acariciándole la tripita–. Ya sé que no me conocéis, pero hasta que aparezca vuestro padre tendréis que confiar en mí.


Recogió del suelo la mantita, la dobló y la dejó sobre el sofá antes de peinar con la mano los rizos de Baltazar, que estaba empezando a inquietarse de nuevo, mientras volvía a escuchar por cuarta vez la misma melodía en el teléfono.


¿Y si los niños se ponían a llorar otra vez o les entraba hambre? Abrió la cremallera de la bolsa de tela y se puso a inspeccionar su contenido. Leche en polvo, Frutas, pañales… Con suerte quizá la tal Pamela hubiese dejado alguna dirección de contacto en caso de que el padre no se presentara.


El ruido metálico de pisadas en la escalerilla del avión la hizo incorporarse y volverse justo en el momento en que un hombre aparecía en el umbral de la puerta. Era alto y ancho de espaldas, pero como estaba a contraluz no podía verle la cara. De manera instintiva, Paula se colocó delante de los niños en actitud de protección y luego cerró el teléfono.


–¿Puedo ayudarle en algo?


El hombre se adentró un poco más, hasta que las luces del techo iluminaron su rostro. Paula lo reconoció de inmediato, porque había estado buscando información sobre su compañía en Internet y había visto algunas fotos: Pedro Alfonso, fundador y presidente de Aviones Privados Alfonso.


Las piernas le flaquearon de alivio; ya no tendría que preocuparse por qué hacer con los niños. Aunque quizá no fuera sólo de alivio. El tipo era aún más guapo en persona. Debía medir un metro noventa y el traje gris que llevaba, y que tenía toda la pinta de ser caro y hecho a medida, resaltaba su cuerpo musculoso. De pronto, a Paula le pareció como si el espacioso interior del avión hubiese encogido.


Su cabello rubio oscuro tenía algunas mechas más claras, por efecto del sol, como atestiguaba también su piel morena. Además, olía a aire fresco no a aftershave, a colonia y a puro, como su padre y su ex, se dijo arrugando la nariz al recordar esos olores.


Incluso sus ojos evocaban la naturaleza. Eran del mismo verde que las aguas del Caribe que bañaban la costa de la isla de San Martín, al este de Puerto Rico, donde había estado una vez. Ese verde brillante que hacía que uno quisiese zambullirse de cabeza para explorar sus profundidades. Se estremeció de imaginarse nadando por esas aguas cristalinas y se reprendió por estar pensando esas cosas tan poco apropiadas y mirando boquiabierta a aquel hombre como si fuese una divorciada hambrienta de sexo. Que era lo que era en realidad.


–Ah, señor Alfonso. Buenas tardes –lo saludó–. Soy Paula Chaves, de A-1 Servicios de Limpieza de Aviones Privados.


Él se quitó la chaqueta y, al fijarse en que llevaba el cuello de la camisa desabrochado y la corbata aflojada, a Paula le hizo pensar en un nadador olímpico confinado en un traje de ejecutivo.


–Ya veo –dijo él. Miró su reloj–. Sé que llego pronto, pero es que tengo que salir lo antes posible, así que si pudiera darse un poco de prisa, se lo agradecería.


Y pasó por delante de ella y de los niños, sus niños, sin mirarlos siquiera. Paula se aclaró la garganta.


–¿Sabía que va a tener compañía en el viaje?


–Se equivoca usted –respondió él, guardando su maletín en un compartimento sobre el asiento en el que había dejado su chaqueta–. Hoy viajo solo.


–Pues me temo que ha habido un cambio de planes.




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