Apenas habían llegado al vestíbulo cuando se abrió la puerta principal y apareció Gabriel. Paula esperaba verlo pálido y cansado, pero lo encontró bronceado y con buena cara, como si hubiera estado de vacaciones y no cuidando de una enferma.
Al verlos a los dos sonrió. Se acercó a dar un abrazo a su hijo y después se volvió hacia Paula.
–Mi querida Paula –dijo, agarrándola de las manos–. Me alegro de verte.
Imaginaba un recibimiento más efusivo, pero agradeció que no fuera así porque habría sido muy incómodo que la hubiese besado apasionadamente delante de Pedro.
–Ayer cuando hablamos no me dijiste que pensaras venir –le dijo a Gabriel.
–Quería darte una sorpresa.
Y desde luego lo había conseguido.
Mientras le explicaba dónde estaba Mia, se fijó en que había algo raro en su comportamiento, como si estuviese nervioso, y nunca lo había visto nervioso. Sin embargo ahora que lo tenía delante, a ella le habían desaparecido los nervios. Solo se sentía triste porque lo respetaba profundamente y siempre le querría como amigo, pero se había enamorado de otro.
No podía posponerlo por más tiempo, tenía que acabar con aquella situación cuanto antes.
–Gabriel –le dijo con una sonrisa forzada–. ¿Podríamos hablar en privado?
–Claro. Podemos ir a tu habitación –se volvió hacia Pedro–. Discúlpanos, hijo.
Pedro asintió con evidente tensión. Estaba celoso, pero no podía hacer nada.
Mientras subían las escaleras juntos, Gabriel no la agarró de la mano, se limitó a hablar de banalidades, como habían hecho ya en las últimas conversaciones por teléfono.
Cuando llegaron a la habitación, Paula contuvo la respiración, temiendo que intentara besarla y se viera obligada a apartarlo; le horrorizaba la idea de tener que ser tan cruel con él. Por suerte no se acercó siquiera a ella, ni tampoco se sentó a su lado en el sofá, sino en la silla de enfrente.
Era obvio que estaba nervioso. ¿Le habría dicho alguien algo sobre ellos? ¿Qué iba a decirle si se lo preguntaba directamente?
¿Y si le pedía que se casara con él?
–Gabriel, antes de que digas nada, tengo que decirte yo algo.
–Y yo a ti.
–Yo primero –dijo ella.
–No, creo que es mejor que hable yo antes. Lo que tengo que decirte es bastante importante –dijo con cierta impaciencia.
–Lo mío también –también ella empezaba a impacientarse.
–Paula…
–Gabriel…
Y entonces hablaron los dos al unísono:
–No puedo casarme contigo.
Naaaaaaaaaaa, me muerooooooooo, no podés dejarlo ahí jajaja. Está buenísima esta historia.
ResponderBorrar