En primer lugar, fue al comedor, donde los demás miembros de la familia ya tenían la cena servida, y les dijo que no cenaría con ellos. A continuación se acercó a las cocinas del palacio y pidió que preparasen dos bandejas en vez de una y las subieran a la habitación de Paula.
Esperó mientras las preparaban y después acompañó al joven criado con el carrito. Paula abrió la puerta y frunció el ceño al ver que el criado iba acompañado por Pedro. Dicho sea en su honor, Paula se contuvo hasta que el chico introdujo el carrito en la habitación.
El chico miró entonces a Pedro, esperando a que éste le dijera dónde quería que les sirviera la comida.
—Está bien, Franc. Ya me ocupo yo. Gracias.
El joven inclinó la cabeza y salió rápidamente de la habitación, cerrando la puerta detrás de sí, y los dejó a solas.
Paula miró por encima las bandejas con las cubiertas de plata y el vino que reposaban sobre el carrito y clavó los ojos en él.
—¿No estarás pensando en cenar conmigo? —preguntó, sin molestarse en fingir un ápice de cortesía, mientras se cruzaba de brazos y tamborileaba el suelo impacientemente con la punta del dedo gordo. Estaba descalza y llevaba las uñas pintadas de rojo.
—Como tú misma has dicho, tenemos mucho que hacer, y coincido contigo en que cenar en tu habitación es una manera de seguir avanzando. Cenaremos en el balcón —añadió, empujando el carrito hacia la terraza—. Te gustará. Trae tus papeles, si quieres, y podemos discutir de los detalles mientras cenamos.
Paula no dijo nada, pero le hubiera dado igual que hubiera dicho algo. Concederle la posibilidad de responder era invitarla a negarse, y no tenía intención de aceptar más excusas.
Paula lo siguió hacia las ventanas francesas sin decir palabra, pero se detuvo antes de salir al balcón.
Todavía había luz natural, aunque empezaba ya a anochecer, y las brillantes tonalidades de la puesta de sol se apreciaban ya en el horizonte. La temperatura era normalmente bastante agradable en esa época del año, pero hacía algo más de calor de lo normal, por lo que Pedro no tuvo reparos en sugerirle que cenaran fuera pese a ir vestida con un fino camisoncito de nada.
Y si tenía frío… se le ocurrían un montón de formas de hacerla entrar en calor.
Se acercó a la mesa con tablero de cristal que había en la terraza y fingió que no la miraba mientras pasaba las fuentes de la cena del carrito a la mesa, aunque en realidad seguía todos sus movimientos por el rabillo del ojo. La vio aferrarse con la mano al marco de una de las ventanas francesas a causa de los nervios y retorcer los dedos de los pies como si vacilara entre salir al balcón o quedarse dentro.
—Tal vez debería cambiarme de ropa —dijo en voz baja.
Pedro sintió un arrebato triunfal, aunque se cuidó de que no se le notara. Paula parecía haber aceptado finalmente que discutir o pedirle que se fuera era inútil. Había ido a cenar con ella y tenía la intención de hacerlo.
Levantó entonces la cabeza y la miró a los ojos. Quería tenerla en la mesa tal como iba, con aquellas prendas azul turquesa que hacían resaltar el brillo de sus ojos oscuros.
—Lo que llevas está bien —replicó él—. Será una cena informal y hablaremos de organizaciones benéficas casi todo el tiempo. De hecho, creo que yo también me pondré cómodo.
Y diciendo esto se quitó la chaqueta del traje, que colgó en el respaldo de la silla, a continuación se quitó la corbata y se remangó la camisa.
—¿Qué te parece así? —preguntó, dejando que lo observara un momento—. Puedo quitarme más cosas si quieres, pero tengo la sensación de que eso te parecería demasiado informal. ¿Me equivoco?
Enarcó entonces una ceja, retándola en silencio a negarlo. Si conseguía salirse con la suya, acabarían desnudos antes de que acabara la noche.
Por un segundo, Paula le lanzó una mirada firme y rebelde pero, finalmente, se giró y desapareció en la habitación.
Al principio, Pedro pensó que había ido a taparse con una armadura, por lo menos, pero Paula reapareció al momento vestida con la misma bata y nada más. También llevaba su cuaderno de notas y un pequeño montón de expedientes.
Se sentó y acercó la silla a la mesa, con la misma seriedad que si estuviera en una comida de negocios y llevara puesto un traje formal. Y Pedro no pensaba discutir ahora que la tenía justo donde quería.
Levantó las tapas que cubrían las fuentes con la cena y se sentó frente a ella. Descorchó la botella de vino, proveniente de los propios viñedos de Glendovia, y sirvió una generosa cantidad a cada uno.
Pedro charlaba de cosas sin importancia mientras comían, y aunque Paula se mostró un poco reacia a hablar al principio, al final se relajó y terminó charlando tan despreocupadamente que cualquiera diría que era otra mujer.
Después pasaron a los planes para el hogar infantil, hasta que alguien llamó a la puerta.
—Será el postre —anunció Pedro, que se levantó y se colocó la chaqueta sobre el brazo—. Pasemos a la otra habitación, ¿te parece?
Y diciendo esto, entró en el salón de la suite mientras ella lo seguía con sus expedientes.
Sin dar tiempo al criado a llamar una segunda vez, Pedro abrió la puerta y le indicó que entrara y sirviera el café y el postre en la mesa baja que había frente al fuego.
Mientras tanto, Pedro bajó la intensidad de las luces y se dispuso a encender fuego.
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