Paula se maldijo, pensando que seguro que él percibía lo mucho que la atraía, lo que probablemente tomaría como señal de que se encontraba mucho más cerca de su objetivo: meterla en su cama.
—Alteza —dijo una voz, y una mujer de cierta edad se acercó a saludarlos precedida por el repiqueteo de sus zapatos.
Hizo una pequeña reverencia ante Pedro y sonrió a Paula.
—Soy la señora Vincenza, administradora del hogar. Estamos encantados de que nos haya honrado hoy con su presencia. Espero que encuentre todo a su gusto y haremos todo lo que esté en nuestra mano para contribuir a sus generosos esfuerzos.
—Gracias, señora Vincenza —respondió Pedro, con una pequeña inclinación—. Esta es Paula Chaves. Se ocupará de organizar los proyectos para recaudar fondos.
—¿Dónde están los niños? —preguntó Paula, mirando la amplia zona de entrada, con su escalinata central que conducía al piso superior.
—Los mayores están en el colegio, por supuesto, y los pequeños están arriba, en la guardería. ¿Le gustaría conocerlos?
—Me encantaría —respondió ella.
Siguió a la señora Vincenza hasta la segunda planta, con Pedro cerrando la comitiva.
Recorrieron la guardería, donde Paula jugó un rato con los bebés y los pequeños de dos o tres años y después la señora Vincenza les presentó a otros miembros del personal. También visitaron los dormitorios, el comedor, la sala de juegos y el salón para las visitas.
Nada más verlo, Paula se dio cuenta que el salón sería el lugar perfecto para la fiesta de Santa Claus. Era lo bastante grande para albergar a todos los niños, los medios y los invitados. Incluso había un precioso árbol de Navidad ya decorado en el rincón más alejado.
Tomaba notas en cuaderno todo lo rápido que le era posible, pero su cabeza trabajaba más deprisa y se le acumulaban montones de ideas. Al mismo tiempo, se las iba comentando a la señora Vincenza, que la miraba con los ojos resplandecientes.
A sus espaldas, de pie muy erguido y serio, Pedro escuchaba sin decir nada. Paula supuso que eso significaba que le gustaban sus ideas. Estaba segura de que se lo diría, si algo no le parecía bien.
Una hora más tarde, había completado con la administradora la fase inicial de sus planes y había elaborado una lista de tareas de las que ocuparse personalmente. Tras darle a la mujer las gracias por su tiempo y su entusiasmo, Pedro y ella salieron del hogar, atravesaron la nube de fotógrafos que seguían esperando a la puerta y se metieron en el coche.
No habían hecho más que arrancar, cuando Pedro se volvió hacia ella y le preguntó: —¿Qué te ha parecido?
—Muy bien —respondió ella, hojeando el cuaderno de espiral y revisando las notas que había tomado—. La señora Vincenza tiene muchas ganas de colaborar, porque sabe que eso la beneficiará a ella al final, y aunque hay mucho trabajo por delante, creo que nos dará tiempo a organizarlo todo.
En los labios de Pedro brotó una pequeña sonrisa.
—Tengo que admitir, que lo que le has dicho me ha impresionado. Se te da muy bien describir lo que tienes en la cabeza, para que los demás lo vean con claridad.
Paula se sonrojó complacida por el cumplido y le dio las gracias con una inclinación de la cabeza.
—Permíteme que te invite a comer en uno de los restaurantes de la isla, como gesto de agradecimiento por tu trabajo. Podemos ocuparnos de los detalles y ganar así tiempo para que esté todo listo para Navidad.
Aunque empezaba a tener hambre y no le iría nada mal comer algo, no le parecía buena idea pasar más tiempo con él del estrictamente necesario. Sería mejor regresar al palacio y pedir que le llevaran algo a su habitación, donde pudiera ocultarse y trabajar lejos de Pedro.
—Gracias, pero no. Preferiría volver y ponerme a trabajar —dijo ella, sin mirarlo a los ojos.
Él entornó los ojos levemente ante el rechazo, y Paula se preparó para discutir. Pero Pedro giró la cara hacia el frente y dijo: —Está bien. Deberías recordar algo, no obstante.
—¿Qué?
Pedro la miró a los ojos nuevamente, con su penetrante mirada azul.
—No podrás evitarme todo el tiempo.
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