Paula lo observaba todo desde la puerta del dormitorio, disgustada consigo misma por estar observando con admiración la amplia espalda del príncipe. Su estrecha cintura. Los poderosos músculos que se tensaban, bajo la camisa blanca y los pantalones oscuros, a cada uno de sus movimientos.
Tragó con dificultad, sintiendo una oleada de calor que le subía por el pecho, sonrojándole el cuello y las mejillas.
Fijarse en los considerables atributos físicos de Pedro, era lo último que debería estar haciendo. De hecho, reconocer que lo encontraba atractivo, representaba ya bastante peligro. Un riesgo que no podía correr.
Y pese a todo, no era capaz de apartar los ojos de él.
—¿No hace demasiado calor para encender el fuego? —le preguntó, mientras el criado terminaba de servir las bandejas y salía discretamente de la habitación.
—Me ha parecido que tenías frío —replicó el príncipe, volviéndose para mirarla.
Fijó la atención en las piernas desnudas de Paula, detalle que a ella no le pasó desapercibido, y tuvo que reunir toda su fuerza de voluntad para mantener el tipo y no hacer ademán de cubrirse. Y si no lo hizo, fue porque sabía que Pedro se había fijado en la carne de gallina que se le había puesto antes, mientras cenaban. Le conmovió la consideración de Pedro, algo que no quería sentir.
—No nos acercaremos demasiado —añadió, alejando un poco la mesa antes de tomar dos de los cojines del sofá—. Ven a sentarte.
Se sentó entonces sobre uno de los cojines en el suelo, con las piernas cruzadas, y dejó el otro para ella. Pero en vez de sentarse uno frente al otro, ahora estarían mucho más cerca, separados tan sólo por la esquina de una pequeña mesa de centro.
No era el escenario típico de una reunión de trabajo. Claro que tampoco lo era su atuendo. Nada era típico en toda aquella situación.
Paula atravesó la habitación descalza, dejó los expedientes a un lado y se sentó con las piernas cruzadas.
Pedro sirvió café de la jarra de plata, mientras ella echaba un vistazo al postre: un bizcocho esponjoso de un tono dorado, partido en rebanadas con jugosas fresas dentro y cubierto todo con abundante y espesa nata. Se le hizo la boca agua.
Como quiera que la reunión estaba adquiriendo rápidamente tintes románticos, Paula optó por sacar el tema de la fiesta de Navidad en el orfanato, y no se detuvo hasta que hubieron terminado una porción de bizcocho y una taza de café cada uno. Dicho sea en su honor, Pedro siguió la conversación en todo momento, y no hizo ningún comentario íntimo fuera de lugar.
Su entusiasmo y participación la complació. A decir verdad, había esperado de él un esfuerzo mínimo para convencerla de que la había llevado a su país por motivos legítimos y no para convertirla en la última de la que suponía sería una interminable lista de conquistas.
Pero se estaba tomando en serio su conversación y el asunto de la recaudación de fondos. La estaba tomando en serio a ella.
Le resultó un cambio agradable después de haber tenido que soportar, durante las últimas semanas, un sinfín de bromas y crueles indirectas, desde que se extendiera el rumor de que se había acostado con un hombre casado.
Pese a la taza de café que acababa de tomarse, Paula no pudo evitar parpadear varias veces seguidas para mantenerse despierta ni taparse la boca con la mano para ahogar un bostezo. Y tal vez no estuviera en plena forma, tal vez sus defensas estuvieran bajas, porque le pareció sensato, casi natural, seguirle cuando Pedro se acercó al fuego.
Se reclinó junto a él y se dejó acunar por las llamas danzarinas y la opulencia de lo que la rodeaba. No había nada malo en estar en compañía de un príncipe guapísimo, aunque tuviera que hacerse fuerte para no ceder a sus encantos, a su aspecto, al aroma especiado de su colonia.
Y es que era todo lo guapo que podía ser un hombre. Si no fuera porque ya era príncipe, pensaría que lo era. Un príncipe o una estrella de cine.
—¿En qué piensas? —preguntó él con suavidad, a escasos centímetros.
Y tenía una bonita voz. Susurrante y ligeramente ronca, cuya cadencia le acariciaba directamente la espina dorsal, obligándola a retorcer los dedos de los pies, como cuando quieres reprimir un escalofrío.
Si no fuera un miembro de la familia real, constantemente perseguido por los paparazzi, y si ella no acabara de sufrir el escozor de las calumnias en sus propias carnes, puede que hasta se hubiera decidido a lanzar toda precaución a los cuatro vientos y se hubiera acostado con él. Convertirse en su amante no, eso no iba con ella, pero sí pasar una noche de pasión con un hombre, que tenía la habilidad de hacer que le flaquearan las rodillas cuando estaba con ella.
Gracias a Dios que esto no lo sabía. Gracias a Dios que no podía saber lo que estaba pensando en ese momento. Si no, todas sus buenas intenciones, todo lo que había insistido en que sólo se había quedado allí por trabajo, sin posibilidad alguna de mezclar un poco de placer, se desvanecería como la niebla entre la brisa marina.
Gracias a Dios.
—Pienso que esto es muy agradable —replicó—. Muy relajante. Debería trabajar un poco más, pero creo que estoy demasiado cansada.
Pedro se giró y Paula se vio reflejada en sus pupilas.
—¿Quieres ir a la cama?
A punto estuvo de contestar que sí, antes de que su brumoso cerebro identificara el peligro implícito en la pregunta.
—Muy listo —dijo ella riéndose. Se sentía tan relajada que encontraba divertido el intento de Pedro de atraparla—. Pero aunque quiera irme a la cama… en algún momento… no me iré contigo.
—Es una pena. Aunque siempre nos quedará mañana.
Allí estaba otra vez, aquel tono suyo relajado y engatusador. La voz que le espesaba la sangre y provocaba una cálida sensación de hormigueo en zonas de su cuerpo que preferiría que no reaccionaran así a su presencia.
—No he venido aquí para eso —respondió ella, con calma.
Lo tenía a escasos centímetros de ella, acariciándole las mejillas y las pestañas con su cálido aliento. Su boca se le antojaba increíblemente incitante, sexy y apetecible.
Seguro que un pequeño beso no le haría ningún daño. Sólo un besito para satisfacer su creciente curiosidad.
No era un paso inteligente por su parte. De hecho, era ridículo.
Pero antes de que decidiera si podía permitirse un momentáneo lapsus de cordura, Pedro tomó la decisión por ella.
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