sábado, 8 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 16




«Deja que vuelva a casa, con la gente que me quiere».


Sus palabras golpearon a Pedro con la fuerza de un mistral.


Había querido mantener una corta aventura con ella, el tiempo suficiente para saciar su deseo, pero…


Cierto, Paula lo había dejado una vez, pero entonces él era un crío. Habían cambiado muchas cosas. Él había cambiado.


Había asumido con toda arrogancia que Paula, al igual que otras mujeres, se derretiría como la mantequilla bajo sus expertas caricias. Pero en lugar de eso, cuando ella enredó los brazos en su cuello, envolviéndolo en una dulzura aún más
profunda de lo que recordaba, fue él quien empezó a hundirse.


Había sentido un estremecimiento, un deseo tan poderoso como nunca había conocido. Sus besos lo excitaban como a un adolescente. Un momento en sus brazos, recibiendo el calor de su piel, lo había hecho volver atrás en el tiempo. 


Una caricia y había olvidado a las demás mujeres. Que Dios lo ayudase, pero había tenido la momentánea iluminación de querer a Paula como esposa…


Y se alegraba de que le hubiera recordado a Mariano.


Pedro apretó los dientes, mirando a aquella mujer medio desnuda, imposiblemente bella.


Y completamente enamorada de otro hombre. 


Un bobo con un título de nacimiento, un príncipe, un hombre civilizado. Pero ¿por qué le sorprendía? No era la primera mujer que elegía a Mariano antes que a él…


—Bésame —dijo Paula, echándole los brazos al cuello.


Era tan pequeña, tan suave. Las caderas femeninas rozaban sus muslos y todo su cuerpo la anhelaba dolorosamente. Como si hubiera estado en erección durante una década, esperándola. Paula se inclinó hacia delante, acariciando su torso.


Había pensado que tenía controlado su deseo por ella. Estaba acostumbrado a controlarlo todo… todo salvo su insomnio, maldito fuera. 


Pero mirándola ahora, tan seductora, tan poderosa, apenas cubierta por dos trocitos de tela, la deseaba más de lo que podía soportar.


Mientras que ella quería darse prisa por terminar con el trato.


Paula iba a casarse con otro hombre, a darle hijos, a darle todos sus días y sus noches.


No.


Una noche de placer, de repente, no era suficiente para Pedro. En absoluto.


Paula tenía que ser suya y de ningún otro hombre.


—¿Pedro?


Él la miró, sintiéndola temblar como un pajarillo.


—Hicimos un trato. Una noche, no un día. No un revolcón a toda prisa, una noche —repitió—. Así que tendrás que esperar. Tú y ese precioso prometido tuyo.


—No puedes retenerme aquí…


—Claro que puedo —la interrumpió él, tomando el vestido del suelo—. Póntelo. Es de día y las ventanas están abiertas. Pareces una cualquiera.


Pedro vio que se ponía pálida antes de darse la vuelta e hizo lo imposible para evitar el sentimiento de culpa que lo consumía. Sabía que Paula no merecía ese insulto. Su pasión era lo que más le había gustado de ella; era la más dulce inocencia envuelta en pecado.


Pero su inocencia era una mentira. Había descubierto eso de la manera más dolorosa. Era sólo una trampa para hacer que los hombres la amasen… antes de aplastarlos bajo el peso de su desprecio.


—¿Dónde vas? —preguntó Paula, sujetando el vestido rojo como una herida roja sobre su abdomen.


Sin contestar, Pedro abrió la puerta y se dirigió a su estudio. De todas formas, no le gustaba su dormitorio. Era una jaula, el sitio en el que no había pegado ojo desde que compró San Cerini. 


El insomnio había empezado allí. Pero no se había quedado allí. Ahora lo seguía a todas partes, a su ático de Nueva York, a su finca en
Irlanda. Hacía ejercicio hasta que caía rendido, boxeaba en un club hasta que no podía más. Incluso había hecho el amor durante horas con mujeres cuyo rostro no recordaba. Nada lo había ayudado.


¿Y qué? Tener insomnio le daba más tiempo para trabajar. En los tres últimos años su valor neto se había cuadruplicado. Su compañía, formada por empresas exportadoras de acero y metal junto con los famosos motores Alfonso, lo había convertido en multimillonario. Ahora tenía todo lo que un hombre podía desear.


Y si sobrevivir con tres horas de sueño al día lo hacía abrupto y grosero algunas veces… en fin, la gente no debería sacarlo de quicio. Sus empleados sabían que debían hacerlo bien a la primera.





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