miércoles, 4 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 31

 


Pedro se pasó una mano por la cara. Había sido difícil bregar con Paula cuando estaba medio inconsciente. Tener que tocarla mientras le administraba el antibiótico, tener que hacerse el fuerte contra el deseo que sentía por ella mientras la bañaba con una esponja, mientras cambiaba las sábanas…


Tener que controlar el deseo de besarla cuando, en sus sueños, Paula decía que soñaba con hacer el amor con él.


Se odiaba a sí mismo por su debilidad, por no ser capaz de verla como a una paciente.


Paula dormida había puesto a prueba su disciplina y su autocontrol, pero despierta… no sabía cómo iba a aguantar durante tres días.


—¿Y qué pasa con tus vacas? —preguntó Paula al día siguiente.


—Son terneros.


—¿Quién cuida de ellos?


—Samuel McDonald, un vecino. Tenemos un acuerdo.


—¿De verdad?


—Pues claro —sonrió Pedro, colocando una bandeja sobre sus piernas—. Tienes que comer algo.


—¿Y en qué consiste el acuerdo?


—Samuel asoma la cabeza por la verja y comprueba cómo está el ganado. Si hay algún problema, lo soluciona o llama al veterinario… o me llama a mí. Yo le devolveré el favor la semana que viene porque tiene que ir a la boda de su hermana en Adelaida.


—Ah.


Paula empezó a comer y Pedro se sentó en una silla, con los brazos cruzados. Cuando terminó, se llevó la bandeja a la cocina y volvió con un vaso de agua y una pastilla.


—El antibiótico.


—Gracias. Gracias por la comida y gracias por cuidar de mí.


—De nada.


Pedro volvió al fregadero, alejándose de la tentación.


—Pero has dicho que tengo que estar en cama tres días y tú tienes cosas que hacer…


—No te preocupes por mí. Y cuando te levantes de la cama, tendrás que tomártelo con calma…


—Pero…


—Nada de peros. Tienes que hacerme caso o volverás a ponerte enferma.


Paula se cruzó de brazos y Pedro tuvo que disimular una sonrisa. Le gustaría abrazarla y decirle que iba a ponerse bien. Sólo tenía que descansar un poco. Aunque seguramente no estaría acostumbrada. Tenía la impresión de que durante los últimos meses había cuidado de su padre a expensas de su propia salud. ¿Por qué no la habían ayudado sus hermanos?


—No puedo seguir dándote la lata.


—Sí puedes.


—No es justo. Tú tienes que trabajar y tienes otras responsabilidades.


En realidad, no. Su única responsabilidad era curar enfermos. Casi se le había olvidado lo que era y… lo echaba de menos. Pero él había elegido aquel camino.


—La vida no es justa.


No era justo que Paula estuviera en aquella montaña cuando lo que quería era alegría y diversión, por ejemplo.


—Tengo que volver a casa.


—No tienes fuerzas para irte a casa todavía.


—Lo sé, pero si llamas a Martin y Francisco, ellos vendrán a buscarme.


Martin y Francisco no cuidarían de ella tan bien como él, pensó Pedro. Y si eran tan buenos hermanos, ¿por qué la habían enviado a Eagle's Reach? Además, no quería perderla de vista hasta que estuviera seguro al cien por cien de que iba a recuperarse sin problemas.


—¿Tus hermanos podrían cuidar de ti?


—Pues claro —murmuró Paula.


—¿Estás segura?


—Sí. Y creo que sería lo mejor, ¿no te parece?


Pedro quería decir que no, pero… ¿qué podía ofrecerle además de una rústica cabaña?


Y una cama dura.


Y una sopa de bote.


Paula no había querido quedarse cuando se encontraba bien, ¿por qué iba a querer quedarse ahora que estaba enferma? Además, se merecía las comodidades de su casa y allí no podría tenerlas. Su familia debería cuidar de ella, la gente que la quería. Un círculo que no lo incluía a él.


Pedro apretó los puños. Si eso era lo que quería…


—¿Seguro que no quieres quedarte?


—No eres mi niñera, ¿recuerdas?


—Pero…


—Los dos sabemos que soy una carga para ti, Pedro.


—Eso no es verdad —dijo él, deseando haber sido más simpático durante la primera semana—. Se te echará de menos.


Paula levantó una ceja.


—A Luciana le gusta tomar café contigo. Y no había visto a Camilo tan alegre en mucho tiempo —añadió Pedro.


—Ah.


—Y yo estaba deseando darte una paliza al ajedrez.


Ella intentó sonreír.


—No te creo.


Si la besara, lo creería.


«Pero está enferma, idiota».


En realidad, lo mejor sería que volviera a su casa, pensó, tomando un cuaderno y un bolígrafo.


—Apunta el teléfono de tus hermanos.


Pedro se acercó a la ventana. Tenía que salir de allí. De inmediato. Necesitaba estar bajo el cielo azul, respirando aire fresco.


—Toma —murmuró Paula, arrancando la hoja del cuaderno.


—Descansa. Ya hablaremos de eso después.


—Descansaré mientras tú te encargas de llamar a mis hermanos.


Paula le dio la espalda y Pedro salió de la cabaña deseando hacer una bola con el papel. Cuando despertase, le diría que había soñado todo el incidente y que iba a quedarse allí hasta que estuviera bien del todo.


Pero sabía que no podía ser. Paula no estaba delirando. Y sabía bien lo que quería.


Quería volver con su familia.


Cuando entró en su casa le pareció extrañamente gris en comparación con la cabaña de Paula. Sin darse tiempo a pensar, marcó uno de los números que había anotado, el de Martin.


Diez minutos después colgaba de golpe; el sonido hizo eco en la cocina.


Menudo canalla. Cuando le explicó que no estaba tan enferma como para llevarla al hospital, Martin Chaves dijo que no podía ir a buscarla porque tenía mucho trabajo hasta el martes de la próxima semana.


El martes. Cinco días.


Lo lamentaba mucho, pero se aseguraría de que fuera compensado por todos los inconvenientes.


¡Inconvenientes! Pedro emitió un bufido. Paula no necesitaba un imbécil que tirase el dinero, sino una familia que la atendiese. Lo que no necesitaba era una miserable excusa de hermano que no iba a buscarla cuando estaba enferma porque tenía «mucho trabajo».


Pedro le daría «trabajo» si algún día lo tenía delante.


Luego llamó al segundo hermano, Francisco. No podían ser iguales. Al menos uno de los dos estaría dispuesto a ir a buscarla.


Pero estaba comunicando y tuvo la intuición de que el hermano número uno estaba llamando al hermano número dos.


Pedro paseó por la casa, agitado. ¿Ésos eran los hermanos cuyos sentimientos Paula había querido proteger quedándose allí sin protestar?


Tardó cuarenta y cinco minutos en hablar con su oficina, pero una secretaria le dijo que el señor Chaves estaba en viaje de negocios y le preguntó si quería dejar un mensaje.


La clase de mensaje que Pedroquerría dejar desconcharía la pintura de la cocina, pero se recordó a sí mismo que no estaba bien matar al mensajero.


—No —dijo simplemente, antes de colgar.


¿Qué iba a decirle a Paula?


Pedro se imaginó pegándoles una paliza a los dos hermanos. Una idea inmadura, sí, pero satisfactoria. Claro que podría llevar a Paula a su casa él mismo. Al menos así sabría que había llegado bien. Pero… ¿qué iba a hacer sola en casa? No podía contar con que sus hermanos, que tenían tanto trabajo, cuidasen de ella. Y tenía una vecina enferma…


No, no iba a llevarla a su casa. Él sólo podía ofrecerle una cabaña rústica, pero podía cuidar de ella, decidió. De modo que levantó el teléfono e hizo dos llamadas más satisfactorias que las anteriores. Y se encontró a sí mismo sonriendo.





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