sábado, 4 de julio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 63




20 de diciembre


Pedro se había pasado la mañana al teléfono, preguntando a las casas de empeño de la zona. 


Había localizado la pulsera de Paula y una vajilla de plata que había pertenecido a su abuela en una tienda de Foley, Alabama. Había ido inmediatamente a recogerlas. Le había enseñado al dependiente una fotografía de Leonardo Shelby y lo había identificado al momento como el hombre que le vendió los artículos.


Después de varias semanas llenas de misterio y peligros, el caso estaba casi cerrado. Ya no quedaba nada, excepto una creciente sensación de vacío que se iba abriendo paso en el alma de Paula. Iba a entregar al bebé, y sospechaba que también estaba perdiendo a Pedro. Aquella sensación le resultaba familiar: era la misma que había experimentado durante toda su vida… cada vez que su madre y ella hacían las maletas para mudarse a una nueva ciudad. Solo que esa vez era mucho más profunda, como si le quemara por dentro. Ni siquiera pensar en su trabajo lograba aliviar aquel dolor.


—Supongo que el FBI habrá cerrado oficialmente el caso —comentó, volviéndose hacia Pedro.


—Tan pronto como redacte el informe final.


—Y Pedro Alfonso se disolverá para convertirse en otra persona. Dime una cosa: tu verdadera identidad… ¿es tan fascinante como el hombre con quien he estado viviendo?


—Depende de lo entiendas por «fascinante». Mi nombre es Dario Cason. Me crié en una granja de Iowa, soy el mayor de seis hermanos. Típica clase baja rural.


—Háblame de tu familia.


—Bruno es el pequeño de los chicos. Está en la universidad. Luego está Sara, felizmente casada con tres hijas. Y María, la hermanita para quien construí aquella casa de muñecas. Está en el instituto. Por último, los gemelos, Julio y Julian, dos años más jóvenes que yo…


Paula siguió escuchando los episodios y anécdotas de sus hermanos y sobrinos. Aquel mundo le era tan ajeno como el argumento de una novela de ciencia ficción. Un mundo en el que jamás encajaría.


Sandra Birney los estaba esperando cuando llegaron al Palo del Pelícano. Su coche estaba aparcado en la parte trasera de la casa y ella se hallaba sentada en la mecedora del porche.


—Me pregunto qué es lo que querrá —pronunció Pedro. A lo mejor es importante.


—No pueden ser malas noticias. Creo que ya las hemos agotado todas.



****

Nada más entrar, Paula advirtió que estaba parpadeando la luz roja del contestador.


—Hay un mensaje en el teléfono.


—Probablemente sea Florencia —dijo Sandra, entrando en la casa seguida de Pedro—. Lo está pasando terriblemente mal. Se siente culpable de la muerte de Leo, pero lo cierto es que jamás conocí a ninguna madre que aguantara y se sacrificara tanto por su chico.


—No debe de ser nada fácil perder a un hijo.


Paula pulsó un botón y esperó a que se oyera el mensaje. Era de Joaquin.


—He recibido otra llamada de ese señor que dice ser tu abuelo, pero esta vez me dio su nombre y su número de teléfono. Se llama Carlos Sellers y se encuentra en un hospital en Birmingham, Alabama. Insistió en que necesitaba hablar urgentemente contigo.


Paula anotó rápidamente el número, confundida. Cuando terminó de escuchar el mensaje, se volvió hacia Pedro.


—No tengo ni idea de quién puede ser ese hombre, pero no es mi abuelo.


—Carlos Sellers es el padre de Leandro Sellers, el abuelo de Juana —pronunció Sandra, suspirando.


—No puede ser —replicó Paula—. El abuelo de Juana murió unos pocos meses después que su padre. Recuerdo que Juana estaba estudiando en el extranjero durante aquel semestre, intentando superar el dolor producido por el fallecimiento de su padre, y ni siquiera pudo volver para el funeral.


Sandra se acercó al árbol de Navidad y, con gesto ausente, arregló uno de los adornos de las ramas.


—Lo único que sé es que ese Carlisle es el padre de Leandro. No puedo decir más.


—Pero usted sabe más —insistió Pedro.


—¿Por qué Johana le habría dicho a Juana que su abuelo había muerto si aún seguía vivo? —le preguntó Paula—. Sé que no le caía bien, pero no pudo haber sido tan cruel.


—Johana tenía sus razones, Paula —Sandra le puso una mano en el brazo—.Todo el mundo tiene sus razones para hacer lo que hace. Sea lo que sea que te diga Carlos Sellers, tú acuérdate de esto. Y ahora tengo que irme…


—Por cierto, ¿a qué habías venido? —se quitó su cazadora y la dejó sobre el sofá—. Espero que no te marches sin decírmelo.


—Oh, por nada en especial. Pasaba por aquí y se me ocurrió entrar a verte. Imagino la sorpresa que debiste de llevarte ayer, en casa de Florencia, cuando Pedro encontró a Leo —nada más abrir la puerta, se detuvo por última vez en el umbral—. Recuerda lo que te he dicho, Paula, acerca de las razones de la gente y de sus actos. Y recuerda también que tu madre siempre te ha querido y te querrá.


—¿Pero qué tiene que ver mi madre con todo esto?


Sin añadir nada más, Sandra se retiró apresuradamente.


—¿Tienes alguna idea de lo que significa todo esto? —le preguntó Paula a Pedro.


—Supongo que solo hay una forma de averiguarlo —recogió la nota en la que ella había anotado el número de teléfono—. ¿Quieres que llame a Carlos Sellers de tu parte?


—Sí. ¿Por qué no?


Reflexionando, se dejó caer en el sofá mientras Pedro marcaba el número del hospital de Birmingham. Si el abuelo de Juana seguía todavía vivo, ¿por qué tenía tanto interés en contactar con ella? ¿Y por qué Sandra había mezclado a su madre en todo aquello, recomendándole que no fuera demasiado dura a la hora de enjuiciar sus actos?


Esperó, viendo cómo cambiaba la expresión de Pedro mientras hablaba por teléfono. Segundos después cortó la comunicación y se sentó a su lado en el sofá.


—Al parecer el estado de Carlos Sellers ha empeorado. La enfermera dice que ha caído en una especie de semicoma.


—¿Qué le pasa?


—Problemas de corazón. Tiene ochenta y seis años. Me dijo que a veces recuperaba la conciencia, y que en esos momentos se mostraba muy lúcido —le tomó una mano—. Está en la lista de enfermos más graves: no esperan que sobreviva a esta semana.


—Pobre hombre. Debía de estar delirando cuando le dijo a Joaquin que era mi abuelo. Estoy segura de que era a Juana a quien estaba buscando. Me encantaría visitarlo, pero dudo que en mis condiciones actuales pudiera soportar el viaje hasta Birmingham. Y después del parto mucho me temo que será ya demasiado tarde.


—Si quieres yo puedo ir y hablar con él.


—Oh, Pedro, sería estupendo. Sería la única manera de saber a ciencia cierta si es o no el padre de Juana.


—Será lo primero que haga por la mañana, para poder estar de vuelta al atardecer. No quiero dejarte sola por la noche.


—Puede que hagas el viaje en balde. No hay garantías de que pueda salir del coma.


—Me arriesgaré.


—Si realmente es su abuelo… ¡qué triste pensar en todos los años que perdieron cuando podían haber llegado a conocerse! Durante todo este tiempo Juana lo creía muerto…


Pedro le pasó un brazo por los hombros, atrayéndola hacia sí.


—Tienes razón. La gente nunca debería separarse, ni consentir que otros los separaran, de sus seres queridos.


Aquellas palabras le desgarraron el corazón. 


Estaba a punto de renunciar a un bebé que ya quería con locura. Y también estaba a punto de regresar a una vida que no incluía a Pedro. Solo que, para ella, no existía ninguna otra salida.


—Me alegro de que vayas a esperar hasta mañana, Pedro.


—Si tienes miedo de quedarte sola, seguro que podremos encontrar a alguien para que quede contigo.


—No, no tengo miedo. Solo quiero pasar una noche más contigo —otra noche, y todos los recuerdos que pudiera atesorar.


Lo besó en los labios. Dejó de pensar en Leo en Juana y en Carlos Sellers. No quería pensar: solo sentir.




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