viernes, 31 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 38




La mafia habría necesitado un medio de transporte para su droga. Borya poseía un pesquero. Y el testarudo, honrado Borya jamás habría aceptado a seguirles el juego. Un asesino a sueldo había sido contratado en Murmansk el verano pasado…


—Agosto pasado. El accidente —se interrumpió, incapaz de continuar.


—Los padres de Sebastián fallecieron en un accidente de coche —terminó de explicarles Pedro—. ¿Es posible que Fedorovich estuviera detrás de ello?


—Sí —respondió Locatelli—. Las autoridades rusas creen que la mafia contrató a Fedorovich para que eliminara a la familia Gorsky. Todavía están investigando la hipótesis de que Borya colaborara con la mafia y luego fuera sorprendido intentando estafarlos.


—No —exclamó Paula—. Eso es imposible. Mi cuñado era un hombre honrado.


—Si lo era, entonces la mafia pudo haberlo matado para intimidar a los demás pescadores para que colaborasen —continuó Locatelli—. En cualquier caso, la muerte de la familia al completo habría servido de ejemplo.


—Mi hermana y mi cuñado fueron asesinados. Oh, Dios mío, Sebastián estaba en el coche con ellos. Él debió de ver…


—Sebastian vio a Fedorovich —afirmó Pedro—. Eso es lo que estaba intentando decirnos. No tenía nada que ver con el orfanato. Yo estaba completamente equivocado.


—Fuera cual fuera el motivo de sus sospechas, señor Alfonso —intervino Gabriel— es una suerte que las tuviera. De lo contrario, nunca habríamos podido establecer la conexión.


—El señor Dayan está en lo cierto —le apoyó Locatelli—. Una vez que la policía rusa descubrió que Fedorovich estaba mezclado y contactaron con la Interpol, las pistas se acumularon rápidamente. La bala que mató al tripulante ruso del Sueño de Alexandra en Dubrovnik fue disparada por una Makarov de nueve milímetros, la misma que acabó con la vida del dueño del taxi que lo atropello. La Interpol comparó ambos proyectiles con un tercero procedente de una de las víctimas confirmadas de Fedorovich.


—Parece que el pistolero ha estado siguiendo al crucero —dijo Gabriel.


Paula se estremeció. Aquello era básicamente lo que había sospechado Pedro, sólo que hasta entonces ella lo había tomado por una paranoia suya.


—¿Por qué? —inquirió mientras deslizaba un brazo por su cintura, esforzándose por asimilar la información.


—Va detrás de Sebastian —respondió Pedro.
Locatelli asintió.


—El chico está corriendo un gran peligro. Fedorovich debió de descubrir que había escapado al mal llamado «accidente» que acabó con la vida de sus padres.


—Pero Sebastián no es más que un niño —exclamó Paula—. No es una amenaza para nadie. Aunque recordara lo del accidente, es demasiado pequeño para que un juez pueda recabar formalmente su testimonio.


—No es por eso por lo que lo persigue Fedorovich —dijo Locatelli—. Según su expediente, ese hombre tiene la reputación de no dejar nunca un trabajo a medias. Todavía no ha cumplido del todo con su contrato. Está obsesionado con matar. Lo considera su deber, y lo ejercita de una manera tan implacable como si estuviera en una campaña militar. Esa es una de las razones por las que todavía no lo han capturado. Hasta ahora, sus objetivos sólo han sido descubiertos una vez que han sido liquidados.


Pedro se tensó visiblemente.


—Usted no ha venido aquí para advertirnos. Ha venido para utilizar a Sebastián como cebo.


—Cebo… —repitió Paula, aturdida—. ¡No pensará exhibir a mi sobrino delante de ese asesino!


—Fedorovich no sabe que andamos detrás de él. Por eso volé a Cerdeña y embarqué anoche en el crucero, antes de que abandone Alghero. Ésta puede ser la única oportunidad que tengamos de descubrirlo. Necesitamos actuar rápidamente para rentabilizar el factor sorpresa.


Pedro retiró el brazo de los hombros de Paula y utilizó una sola muleta para rodear la mesa y plantarse frente al policía.


—Que quede esto claro: no consentiré que nadie ponga en peligro la seguridad de mi hijo.


Pese a que Pedro le sacaba una cabeza, Locatelli no se dejó intimidar.


—Evidentemente Fedorovich conoce el itinerario del Sueño de Alexandra, así que es seguro que nos estará esperando en Palermo cuando arribemos mañana por la mañana.


—Entonces por nada del mundo bajaré a Sebastián del barco.


—Me ha interpretado mal. Nosotros queremos que se queden aquí, donde podamos controlar la situación. No necesitan bajar a puerto: simplemente bastará con que se apunten a una excursión o alquilen un coche, como si fueran a hacerlo realmente. Nuestros hombres estarán vigilando el puerto. En el instante en que Fedorovich asome la cabeza, lo arrestaremos.


—¿Y si se les escapa? Si ese hombre sube al barco. Sebastian será objetivo fácil.


—Nuestra gente se coordinará con el servicio de seguridad del señor Dayan para asegurarnos de que eso no suceda. Ya he informado al capitán Papas de nuestra estrategia y ha aceptado colaborar. Con el servicio de seguridad ya desplegado, y las medidas extraordinarias con las que contaremos a nuestra llegada a puerto, el riesgo será mínimo. Además, si los sacáramos del barco, tendría que ser con escolta y eso alertaría a Fedorovich. El capitán es de la opinión de que si no aprovechamos esta oportunidad para detener a Fedorovich ahora, Sebastián se encontrará en un peligro aún mayor. Ésta podría ser nuestra única opción para cazar al asesino y salvar al mismo tiempo la vida de su hijo.


Paula recogió la fotografía de la mesa y la blandió delante de las narices de Locatelli.


—¿No esperará que nos quedemos tranquilamente sentados a esperar a que ese asesino aparezca, ¿verdad? Si es así, usted no está en sus cabales.


—El niño estará perfectamente protegido hasta que capturemos a Fedorovich —insistió el policía—. Es la única opción.


—No, no es la única —Paula dejó caer la foto y se volvió hacia Pedro—. Puedes llevarte a Sebastian a América.


—Señorita Chaves… —empezó Locatelli.


—Saca a Sebastian del barco esta noche —continuó ella—. Antes de que atraquemos en Palermo, contrataré un helicóptero para que venga a recogeros en el mar. Así Fedorovich no sabrá que te has llevado a Sebastian.


Pedro se la quedó mirando asombrado.


—¿Serías capaz de hacer eso?


—Sí. Cualquier cosa. Lo que fuera.


—Eso no funcionaría —objetó Locatelli—. Fedorovich acabaría enterándose.


—Pero Sebastian estaría a salvo —Paula señaló el teléfono—. Mi abogado se encargará de los billetes de avión. Para cuando Fedorovich descubra que Sebastián no está en el barco, Pedro ya lo habrá puesto a salvo en Estados Unidos.


Terminó de pronunciar aquellas palabras con el corazón desgarrado. Una semana atrás, jamás habría podido imaginarse a sí misma diciendo algo así. Era justamente lo que se había propuesto evitar. Pero en aquel momento el asunto de la custodia era lo menos importante. La vida de Sebastian estaba en juego.


—Mi sobrino se quedará en Estados Unidos contigo —insistió, volviéndose de nuevo hacia Pedro—. Confío en que lo protegerás. Lo mantendremos alejado de ese asesino.


—Me temo que eso no será posible, señorita Chaves —dijo Locatelli—. Ilya Fedorovich ha actuado en más de una docena de países: por eso mismo empezó a buscarlo la Interpol. Según sus informaciones, las fronteras no son ningún obstáculo para el. Llevar el niño a Estados Unidos podría retrasar a Fedorovich, pero no disuadirlo. Ese hombre no renunciará tan fácilmente. Más tarde o más temprano, encontrará alguna manera de terminar su trabajo.



—¿Entonces qué podemos hacer?


—Colaborar con nosotros en detenerlo ahora.



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 37





La fotografía no tenía mucha nitidez: evidentemente había sido tomada con teleobjetivo y ampliada, pero aun así recogía ciertos detalles que lo hacían reconocible. Su cabello gris acero, cortado a cepillo, que destacaba su rostro anguloso. Tenía la nariz ancha y plana. La boca apenas era una fina línea. Y, sobre todo, la gran cicatriz que le atravesaba la mejilla izquierda hasta la barbilla.


Paula cruzó los brazos sobre el pecho, estremecida. Aquel hombre era real.


—Su nombre es Ilya Fedorovich —explicó el capitán Locatelli, dejando la fotografía sobre la mesa del comedor—. Es la fotografía más reciente que posee la Interpol. La policía rusa se la sacó hace dos años durante las labores de seguimiento de una operación de tráfico de heroína en Vladivostok, a cargo de la mafia de ese país.


Pedro apoyó una muleta sobre la mesa y acercó la fotografía para verla mejor.


—¿Y dice usted que es un asesino a sueldo?


—Trabaja para quien le pague. La Interpol nos ha facilitado su historial. Fedorovich fue coronel del ejército soviético, héroe condecorado en la guerra de Afganistán, pero tras la disolución de la Unión Soviética se dedicó a trabajar para particulares.


Interpol. La Mafia rusa. Un asesino a sueldo. 


Paula miró a los tres hombres que se hallaban de pie en torno a la mesa. Se habían reunido en su suite en lugar de en el centro de seguridad porque Pedro no había querido separarse de Sebastián, que en aquel momento dormía plácidamente en el dormitorio. Aunque había tardado un buen rato en dormirse.


Miró a Pedro. Todavía llevaba el traje gris oscuro, pero se había aflojado la corbata. Le costaba creer que menos de una hora antes habían estado cenando tranquilamente. Aquello tenía que ser una pesadilla…


—Tiene que ser un error —protestó, concentrándose de nuevo en la foto—. Otra casualidad. Sebastián no puede tener nada que ver con un hombre como éste…


—¿Qué conexión tiene este pistolero con los orfanatos en los que estuvo ingresado Sebastián? —quiso saber Pedro.


—Ninguna —contestó Locatelli—. Pero la policía rusa cree que Fedorovich estuvo en Murmansk el verano pasado. Encontraron pruebas de que la misma organización que había estado traficando con heroína afgana en Vladivostok se había establecido en Murmansk.


—¿Y ese Fedorovich estaba trabajando para los narcotraficantes? —inquirió Paula.


—Por eso tardaron tanto las autoridades rusas en contactar conmigo —dijo Gabriel—. Estaban concentrados en localizar posibles maltratadores de niños en los orfanatos de Murmansk y San Petersburgo.


—Fue una suerte que alguien de la unidad de crimen organizado reconociera la descripción del niño y avisara a la Interpol —añadió Locatelli—. Al parecer llevan años acumulando datos sobre Fedorovich y todavía no han sido capaces de detenerlo.


—Sigo sin entender qué es lo que tiene que ver Sebastián con este hombre —dijo Paula—. No es más que un niño.


—Su padre era pescador.


—Sí.


—Parece ser que la mayoría de los pesqueros de Murmansk venden sus capturas a barcos-factoría extranjeros —explicó Locatelli—. De allí, los cajones de pescado son distribuidos por todo el mundo. Es un excelente medio para hacer contrabando de droga.


—Borya jamás habría aceptado negociar con narcotraficantes. Era demasiado orgulloso para… —de repente Paula se quedó sin aliento y tuvo que apoyarse en la mesa para sostenerse—. ¡Eso es! Borya…


Pedro le pasó su brazo libre por los hombros y la atrajo hacia sí. Paula se apoyó en él, agradecida por su contacto. No quería terminar de formular el pensamiento, pero las piezas de aquel puzzle estaban encajando con demasiada rapidez.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 36




Pedro pensó que Paula era una mujer demasiado indulgente, aficionada a la improvisación, enemiga de todo programa. 


Dudaba que ésas fueran las mejores cualidades para una buena madre. Y sin embargo, la devoción que le profesaba a Sebastián estaba más allá de toda duda, al igual que el afecto del niño hacia su tía. Sebastián iba a echarla de menos cuando llegaran a casa.


Y él no era el único.


Ésa era la razón principal por la que le había molestado tanto su invitación a visitarla en Moscú. No porque hubiera dado por seguro que ganaría el caso. Su invitación le había recordado que, al cabo de unos pocos días, cada uno se encontraría en una esquina opuesta del mundo.


No quería admitir que iba a echarla de menos. 


Desde el principio había sabido que sería absurdo sentir algo por ella. Porque lo único que Paula quería de él era su hijo.


Se había equivocado cuando le dijo que no se parecía a Elena. Sus respectivos caracteres eran diferentes, sí, pero las dos tenían algo en común. Al final, lo único que su esposa había querido de él había sido un hijo. Elena se había quedado con él, había dormido con él, había simulado amarlo… sólo porque había querido un bebé.


De repente sintió un regusto amargo en la boca.


Tragó saliva y acababa de levantar su vaso de agua cuando vio el pedazo de pollo en el fondo del vaso. No, no debería comparar a Paula y a Elena. No sólo eran mujeres completamente diferentes, sino que la situación también lo era. 


Paula siempre había sido sincera a la hora de expresar sus prioridades. Ella no fingía.


Y él no se hacía ilusiones con ella. Era una mujer interesante. Su ingenio y su impulsividad resultaban tan atractivos como su físico. Aun así, había una gran diferencia entre disfrutar de la compañía de una mujer y sentir algo profundo por ella. Un sentimiento como el amor no surgía de un día para otro. El amor era un compromiso a largo plazo, no un impulso. Hacía una década que conocía a Elena cuando se casó con ella. Lo había planificado cuidadosamente y, en aquel entonces, le había parecido la pareja perfecta.


Y se había equivocado de medio a medio.


—¿Por qué no pides otro vaso de agua? —le preguntó Paula.


Pedro se dio cuenta de que se había quedado mirando el vaso, distraído.


De repente Sebastián dejó caer el tenedor sobre el plato y se deslizó en su silla hasta desaparecer debajo de la mesa.


Paula miró ceñuda a Pedro:
—Te has quedado mirando el agua durante tanto tiempo que se ha creído que estás molesto por lo del pollo.


Pedro suspiró y dejó el vaso sobre la mesa.


—Sebastian, no pasa nada. Ya te he dicho que me gusta la sopa de pollo.


Pero el niño no dijo nada. Dio con la pierna sana de Pedro y se abrazó a su pantorrilla. Paula se agachó para levantar una esquina del mantel.


—¿Sebavovoichski?


Pero Sebastián, agarrado a la pierna de Pedro, tiró con la otra mano del mantel con tanta fuerza que los vasos se tambalearon.


—No deberías haberlo traído aquí —le reprochó Paula a Pedro—. Todo esto es demasiado formal para un niño.


—No habría surgido el menor problema si tú no lo hubieras animado a jugar con la comida —replicó antes de agacharse bajo la mesa—. Vuelve, Sebastian—le dio unas palmaditas en el hombro—. No estoy molesto, de verdad…


Estaba temblando. Con las dos manos, agarró la de Pedro.


—Monstruo —susurró.


—Tranquilo, hijo —le apretó dulcemente la manita—. Estás a salvo conmigo, te lo prometo. No hay ningún monstruo aquí.


—¡Monstruo! —repitió el niño, y soltó una retahíla de palabras en ruso.


—Dice que el monstruo está aquí —le tradujo Paula—. En el comedor.


Apretando la mano de Sebastian, Pedro se irguió para barrer la sala con la mirada. Los camareros lucían chaqueta blanca, pero muchos de los pasajeros llevaban ropa oscura. Uno de los hombres debía de haberle recordado al monstruo. Era la única explicación. A no ser que…


Maldijo para sus adentros. ¿Y si el hombre de la cicatriz había subido a bordo? ¿Estaría allí? Se suponía que el barco era seguro: Gabriel se había mostrado muy insistente en ese aspecto. 


Había patrullas y cámaras de videovigilancia, además de otras medidas de seguridad sobre las que Gabriel no había querido entrar en detalles. Era por eso por lo que Pedro se sentía tan cómodo con Sebastián a bordo. Era el lugar más seguro mientras la policía continuaba investigando los orfanatos. Y sin embargo…


Pedro, no —Paula estiró una mano y lo agarró del brazo—. Sé lo que estás pensando, pero él no está aquí.


Pedro se fijó en un hombre vestido de etiqueta que se estaba levantando de una mesa, cerca de la puerta de servicio. Desde donde estaba, no pudo ver si tenía la cicatriz. Había otro de esmoquin al lado de la puerta principal, pero llevaba barba.


Paula se levantó entonces y le acarició una mejilla.


—No hay ningún monstruo. No pasa nada.


La miró. Había usado con él el mismo tono que había utilizado con Sebastian, pero no se estaba burlando. Tenía un brillo de compasión en los ojos, como cuando le enseñó la espalda llena de cicatrices…


Nunca debió haber hecho eso. No quería su compasión. Pero todas sus precauciones nada podían hacer contra el deseo que inflamaba sus sentidos. Sólo era la palma de su mano contra su piel, no lo estaba tocando con los labios ni con la lengua… y sin embargo la sensación de conexión era todavía más intensa que la última vez. Sintió el desquiciado impulso de acercarla hacia sí y estrecharla en sus brazos.


Era por eso por lo que no soportaba la idea de perderla. No quería que aquello terminara. 


Había visto sus cicatrices, había visto el mal, y no había salido corriendo. En lugar de ello, se había fijado en…


¿Qué diablos le pasaba? Lo único que él quería de ella era a Sebastian. Apartó la cara.


—Sebastián está cansado. Nos saltaremos el postre.


Pero Paula continuó donde estaba.


—Comprendo por qué estás haciendo esto. Soy consciente de que no sé nada de educar a niños, así que no me importa recordarme a mí misma lo inepta que soy en ese sentido. Pero incluso una persona tan inepta como yo puede darse cuenta de que hay una razón muy sencilla por la que Sebastian está ahora mismo bajo la mesa.


—¿Cuál?


—Está intentando llamar tu atención.


Pedro quiso negarlo. Tenía que creer a Sebastian: se lo debía. Al igual que su padre adoptivo lo creyó a él cuando nadie le hacía caso…


Pero incluso a él todo aquello estaba empezando a parecerle absurdo. Ya había reconocido que no podía ser objetivo con aquel tema. Todavía no había encontrado prueba alguna que justificara sus preocupaciones. Tal vez Paula estuviese en lo cierto. Su propia reacción podía estar reforzando el comportamiento histérico de Sebastian.


Se pasó una mano por la cara, apartó la silla vacía de Sebastián y levantó el mantel. El niño estaba sentado en el suelo, hecho un ovillo. Se estaba chupando el pulgar, con los ojos desorbitados de miedo.


—Vamos, Sebastian. Confía en mí. Aquí no hay ningún monstruo.


Sebastian negó con la cabeza y se agarró con más fuerza a su pantorrilla. Paula se arrodilló entonces para ponerse a su mismo nivel. Le dijo algo en ruso y le tendió la mano.


Sin sacarse el dedo de la boca, el niño soltó la pierna de Pedro y asomó la cabeza. Miraba insistentemente hacia la puerta del comedor.


—¿Qué le has dicho? —quiso saber Pedro.


Paula se incorporó, con Sebastián de la mano.


—Le he dicho que tú desafiarías al monstruo y que se evaporaría en el aire. Suele funcionar con los cuentos infantiles.


Pedro pensó una vez más que iba a echarla de menos. Y Sebastián también.


—Gracias —recogió sus muletas y se levantó.


—También le he prometido un postre —añadió mientras atravesaba el comedor, seguida de Sebastian—. Pediré una tarta de queso al servicio de habitaciones.


—Ya me encargo yo de él, Paula. No quiero que se canse demasiado.


—No te preocupes, que ya te dejaremos algo. No nos la comeremos toda.


—Paula…


—No te pongas gruñón.


—No me pongo gruñón. Intento ser un padre responsable.


Pero Paula se dirigió hacia la salida sin mirar atrás. Pedro se la quedó mirando: ya no encontraba tan irritante aquella actitud. De hecho, estaba empezando a acostumbrarse. Procuró acelerar el paso todo lo que le permitieron sus muletas. Llegó al umbral justo cuando entraban dos hombres. Uno era Gabriel Dayan.


—Señor Alfonso —se plantó frente a él—. Necesitamos hablar con usted.


Pedro miró al compañero de Gabriel. Era un hombre de mediana edad y regular estatura, con el rostro curtido y atezado por el sol. Aunque llevaba ropa de civil, tenía todo el aspecto de un agente de la ley.


Las siguientes palabras de Gabriel confirmaron esa suposición.


—Le presento al capitán Enzo Locatelli, de la Unidad de Delincuencia Internacional de la policía italiana. Tiene una información que darle en relación con su hijo.




jueves, 30 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 35




Pedro acercó el plato de Sebastian para cortarle el filete de pollo. Era consciente de que estaba haciendo más fuerza de la necesaria, a riesgo de rayar la porcelana de Limoges con el cuchillo, pero ventilar su frustración con un trozo de pollo era mejor que estirar una mano y…


¿Y qué? No estaba seguro de lo que haría si finalmente se permitía volver a tocar a Paula. 


Precisamente por eso lo había estado evitando. Con ella, cada vez le resultaba más y más difícil mantener sus emociones bajo control.


—En realidad no tendría por qué haber ningún problema —continuó Paula—. Está claro que Sebastián disfruta mucho con tu compañía, y así tendría una buena oportunidad para practicar el inglés.


Pedro terminó de cortar el filete.


—Mi apartamento es inmenso. Podrás visitarme cuando quieras.


—Qué generosa.


—O si prefieres no volar hasta Moscú, Sebastián y yo podríamos encontrarnos contigo en alguna otra ciudad. ¿Qué tal París o Londres?


Pedro le devolvió el plato a su hijo. «Su hijo», se recordó. Pese a la creciente presión del abogado de Paula, Harold le había asegurado que su adopción seguía siendo válida. Además, sólo faltaban unos pocos días para que Sebastián pisara suelo estadounidense.


Pero… ¿y después? Pedro no había hecho ningún progreso en su campaña por hacerla cambiar de idea. Justamente al contrario. Se había vuelto más intratable que nunca. Y ahora tenía el descaro de invitarlo a su casa, como si ya contara con recuperar la custodia de Sebastian…


Paula recogió la servilleta de lino que tenía la forma de una cigüeña, la hizo volar varias veces para arrancar una carcajada a Sebastián y finalmente la desdobló para ponérsela en el cuello. Inclinándose hacia él, le estuvo hablando en ruso durante un rato. Evidentemente del salón donde se encontraban, a juzgar por los gestos con que señalaba la decoración.


Pedro le apartó la copa para que no la derribara. De producirse algún desastre en su mesa, la culpa sería de Paula, no de Sebastian. Aquélla era su primera visita al Salón Imperial, el principal comedor del crucero. Hasta ese momento, Pedro había optado por cenas mucho más informales para que Sebastián no se acostara tarde, pero esa noche habían decidido vestirse de punta en blanco y cenar por todo lo alto. Iba a ser una gran experiencia para Sebastian. Que no tenía nada que ver con el hecho de que Paula se sintiera cada vez más inquieta después de haber pasado tres días seguidos a bordo, sin desembarcar, y que por tanto bien pudiera apetecerle hacer algo distinto…


El problema era que, pese a que seguía enfadado con ella, no podía dejar de admirar lo bellísima que estaba aquella noche. Lo cual, por cierto, no era ninguna novedad. Aunque el vestido la cubría desde el cuello hasta las muñecas, la tela brillaba al más ligero de sus movimientos, subrayando sus curvas más que escondiéndolas. Era de color crema, con lo que el verde de sus ojos destacaba todavía más, y su cabello resplandecía como si fuera oro líquido. Se había recogido la melena en lo alto de la cabeza. Un rizo en particular había escapado de su diadema dorada y en aquel momento se balanceaba junto a su mejilla, imantando su mirada…


—Si el coste del viaje representa algún problema… —añadió Paula— yo te pagaré el billete.


Pedro recogió el cuchillo y atacó su filete.


—No necesito la caridad de nadie.


—No pretendía ofenderte. Estoy intentando ser práctica, dado que yo tengo más dinero que tú.


—Sí, eso ya me lo has recordado en más de una ocasión.


Paula arqueó una ceja.


—Supongo que tú no serás de esos hombres que se preocupan demasiado de… er… del tamaño de su cartera, ¿verdad, Pedro?


—El tamaño de mi cartera nunca me ha supuesto ningún problema, Paula. Tengo una gran experiencia en aprovechar al máximo mis recursos. En cualquier caso, nos estamos desviando del tema principal, y es que no estás en condiciones de ofrecerme derechos de visita.


—Tú me has ofrecido lo mismo —replicó ella—. No, miento. No es lo mismo. Tú todavía no me has invitado a Estados Unidos, con lo que mi oferta es todavía más generosa que la tuya.


Sebastián miraba a uno y a otra, con el tenedor a medio camino de la boca y un pedazo de pollo mal pinchado en la punta.


Cuando se desprendió, Paula estiró una mano para recogerlo. Y se lo metió en la boca después de hacerlo planear durante un rato para deleite del niño, imitando el ruido de un avión.


—Eso es algo en lo que tendrás que pensar, Pedro —le dijo—. Y no te lo tomes como un insulto.


Pedro tuvo que recordarse que aquella sonrisa estaba dedicada a Sebastián, no a él. El niño pinchó otro pedazo de pollo y blandió el tenedor al tiempo que imitaba el ruido de un avión, como había hecho antes Paula. A la tercera pasada, el pedazo de pollo voló de verdad y fue a parar al vaso de agua de Pedro.


Sebastián dejó inmediatamente de sonreír.


—Gracias, hijo —le dijo Pedro con tono tranquilo, hundiendo el dedo meñique en el vaso y chupándoselo como para probar su sabor—. La sopa de pollo es una de mis favoritas…


Paula reprimió una carcajada. Con un brillo de humor en los ojos, se acercó a Sebastian y le tradujo el comentario al ruso.


—Sopa —pronunció el niño en inglés, sonriendo de nuevo—. ¡Sopa de pollo! ¡Me gusta la sopa!


Pedro se alegró de que Sebastián hubiera incorporado unas cuantas palabras más a su vocabulario, a pesar de lo sucedido. Dejaría la lección de buenas maneras en la mesa para otra ocasión.


—Eso es. Me gusta la sopa de pollo.


Sebastián señaló la verdura de su plato y puso una cara que no necesitaba traducción.


—No me gustan los guisantes —dijo Pedro.


—No me gustan los guisantes —repitió inmediatamente el niño.


Y fue señalando otros objetos de la mesa, disfrutando de su recién descubierta capacidad para expresarse. Afortunadamente, terminó de comerse su plato sin más vuelos rasantes de pedazos de pollo.