domingo, 7 de junio de 2020

MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 37




Esperaba que el beso fuera un asalto apasionado y pleno pensado para trasladarla al siglo siguiente. Pero la boca de Pedro se mostró tentativa hasta el punto de que si no lo conociera habría creído que era titubeante. Su lengua se movió con tanta gentileza que pareció temblar en su labio inferior, aunque tal vez ello se debiera a la inseguridad de su propio cuerpo.


Mantuvo las manos plantadas contra la pared y el cuerpo separado, negando el contacto más íntimo que ella anhelaba mientras con los labios repetía el beso delicado y casi imaginario. La pausada exploración del contorno de su boca fue lo más excitante y fascinante que Paula había experimentado jamás, pero codiciaba más.


La impaciencia y el deseo le carcomían las entrañas mientras la piel le hormigueaba y los pezones se le endurecían como piedras por la anticipación. «¡Vamos!», gritó mentalmente. 


Pero Pedro apenas le rozaba los labios, como si fuera frágil como el cristal y corriera el peligro de quebrarse en cuanto tomara posesión completa de su boca y le asolara el cuerpo.


Entonces, y de manera increíble, él se detuvo.


Paula seguía con los ojos cerrados, pero no tuvo necesidad de abrirlos para saber que Pedro se apartaba de ella; la sensación de aire fresco le bastó para reconocerlo.


Automáticamente rebobinó para tratar de descubrir qué había hecho mal.


—Pau... —el nombre se oyó como si lo pasaran por papel de lija. Ella abrió despacio los ojos para encontrar los suyos bajo el ceño fruncido—. Ahora mismo te deseo con tanta fiereza...


La convicción que oyó en su voz paralizó sus pulmones y probablemente sus cuerdas vocales, ya que los angustiados gritos de su cuerpo de «¡Tómame! ¡Tómame!» jamás salieron de su boca. Todas esas emociones desconocidas volvieron a invadirla, hirviendo en su interior en un manto de calor que, combinado con el deseo que veía en sus ojos negros, hicieron que sintiera que era engullida por una densa y calurosa noche.


—Pero... no quiero hacerte daño. Jamás me perdonaría —su ronca declaración se vio acompañada por la hipnótica suavidad de su dedo pulgar sobre el labio inferior de ella—. Necesito saber que te encuentras cómoda con lo que está sucediendo, Paula. Que puedes manejarlo.


Su cerebro sensualmente abotargado registró que Pedro intentaba cerciorarse de las repercusiones a largo plazo que tendría sobre ellos dormir juntos. Trataba de asegurarse de que no saldría herida albergando ideas de que cualquier relación entre los dos terminaría en matrimonio. A pesar de lo conmovedor que parecía en la superficie, Paula era lo bastante cínica y conocía lo suficiente a Pedro como para
identificar que sus instintos de autoconservación eran casi toda la motivación existente detrás de su nobleza.


No sabía si golpearlo, reír o asustarlo confesándole que la advertencia era inútil porque ya se había enamorado de él. No... lo último no era una opción, porque si de una cosa estaba segura era de que quería hacer el amor con Pedro. Esa noche. En ese momento. La más ligera insinuación de la profundidad de sus sentimientos haría que atravesara la puerta y saliera de su vida en menos de un abrir y cerrar de ojos. De pronto su deseo de casarse y tener una familia había descendido de su lista de prioridades hasta ocupar un patético segundo lugar, a favor del anhelo de experimentar el placer de hacer el amor con Pedro Alfonso.


Sea lo que fuere lo que sucediera entre ellos esa noche, sería algo que no se repetiría, ya que ninguno de los dos cambiaría su punto de vista sobre el matrimonio; y a pesar de eso, Paula no era capaz de alejarse. Por lo menos no esa noche... «Nunca», susurró su corazón, sabiendo que en última instancia sería Pedro quien se fuera.


—Pau...


—En realidad, Pedro, no me encuentro cómoda con lo que ha estado sucediendo —irguió los hombros. Quitó una de las manos de él de la pared y le devolvió la caja de preservativos—. ¡Sosténlos tú! Porque es evidente que no tienes ni idea de lo que hacer con las manos; yo, sin embargo, tengo grandes planes para las mías —lo aferró del pelo y atrajo su asombrada boca hacia la suya.


¡En ese beso de Pedro no hubo nada tentativo! 


Su boca se fundió con la suya con un ansia ardiente y codiciosa que amenazó con consumirla al asumir el rápido control del beso.


Su cuerpo le pegó la espalda contra la pared al tiempo que sus manos abrasaron cada centímetro de su piel expuesta y encendieron una pasión que Paula no reconoció como propia. Soltó un gemido sensual de placer en el momento en que su mano se cerró sobre un pecho y la uña del dedo pulgar frotó su cumbre.


—Te gusta eso, ¿eh?


—Hmm... —se retorció cuando lo repitió.


—¿Estás dispuesta a retirar la acusación de que no sabía qué hacer con las manos?


—Hmmm —sacudió la cabeza y se puso de puntillas para reclamar su boca—. Una persona necesita motivación para no dejar de mejorar.


Rió, esquivó el beso que pretendía darle y la alzó en brazos.


—Oh, no te preocupes, cariño... Estoy muy motivado. Todavía no has visto nada.


La petulante arrogancia de su declaración era tan entrañable como sexualmente estimulante. 


«Bueno, no, no era del todo cierto», corrigió mientras el colchón de agua se onduló con suavidad bajo ella. Entrañable evocaba calidez, sentimientos confusos, mientras que el estímulo sexual parecía más un incendio fuera de control. 


Así se sentía Paula a medida que sus dedos exploradores le proporcionaban las lecciones más sensuales a su cuerpo hasta ese momento mal educado. Allí donde la tocaban encendían una hoguera cuyas chispas se adelantaban a la conflagración principal para inflamar otras partes de su cuerpo.


Continuó avivando la pasión hasta que el calor interior se intensificó tanto que Paula creyó que ardería de placer en combustión espontánea. Esas sensaciones nuevas eran adictivas. Su cuerpo quería más, mucho más. Y sin pudor le suplicó que se lo diera. No sólo con palabras, sino con actos. Con las manos exploró el cuerpo bronceado y musculoso; los ojos entornados de él y las murmuradas palabras de aprobación llenaron a Paula con un sentido exultante de arrogancia ante su propia feminidad y sexualidad, y la retaron a ser tan autocomplaciente como sus deseos la impulsaran a ser...


Pedro sentía que se veía abrumado por sus instintos más básicos. Sabía que tenía que frenar las cosas. Pero a pesar de todas sus buenas intenciones no fue capaz de hacer acopio de fuerza para ejecutarlo a medida que iba perdiendo capa tras capa de su control físico y mental. Era demasiado débil para retirarse del calor de la mujer que tenía debajo, para negarse el gozo egoísta de oírla gemir su nombre y de observar cómo su cuerpo hermoso respondía al mínimo contacto. Y demasiado, demasiado egoísta para negarse las sensaciones creadas por la fascinada exploración que ella realizaba de su cuerpo.


El roce de sus uñas sobre su torso resultaba casi intangible, pero sus entrañas centellearon ¿Quién habría imaginado que sus manos delicadas y elegantes serían tan firmes y posesivas mientras le recorrían la piel, tanteando, moldeando, apretando y acariciando hasta que él creyó que moriría por el éxtasis de su contacto?


Había creído que conocía a Paula mejor que a ninguna mujer en el mundo. Aunque el lado arrogantemente optimista en él había insistido en que no podía estar imaginando la química sexual que había estallado entre ellos durante su estancia en la isla, el lado pesimista había esperado su rechazo inapelable. Pero aún así, había pensado que tendría que actuar con cautela y lentitud, tener paciencia con esa mujer conservadora que creía que el sexo y el amor estaban entrelazados y que veía como una ruta directa al matrimonio... ¡Pero Paula le demostraba que se había equivocado en todos los sentidos!


No había nada conservador ni ingenuo en el modo en que actuaba o reaccionaba. El que se hallara tan relajada con su sensualidad y sexualidad era en sí mismo un acto de erotismo; los movimientos de su cuerpo contra el suyo tenían tanta fluidez que él creía ser ungido con un aceite cálido y aromático.


No había nada inhibido en los pequeños gemidos de placer que emitía a medida que la boca de Pedro buscaba probar su néctar más dulce. Ni atisbo alguno de timidez momentos más tarde cuando se retorció bajo su peso, demandando que lo deseaba todo.


La tentación de ceder fue la más poderosa que Pedro había experimentado. Ninguna mujer lo había afectado con tanta fuerza ni bombardeado sus emociones tan rápida ni exhaustivamente. Pero su ego insistía en que mantuviera el control, en no dejarse arrastrar por el torrente de su sensualidad.


En un intento por reafirmarse y mitigar su propia impaciencia, dedicó varios minutos a provocar la pasión de ella hasta llevarla al borde de la satisfacción, donde la dejó temblando y suplicándole que llegara al final. Pero la pasión era una espada de doble filo, y llegaba un momento en que la promesa no satisfecha de placer flotaba próxima al dolor. Un momento en que silenciar sus súplicas de liberación plena con simples besos quedaba más allá de él. 


Denotado por el anhelo de su propio cuerpo, se sumergió en su húmeda calidez...


En ese inconmensurable instante minúsculo de tiempo Pedro fue consciente sólo de dos cosas. 


De su ronco gruñido de satisfacción cuando le clavó las manos en los glúteos. Y de que su intención de experimentarla sólo una vez se hizo pedazos.





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