jueves, 4 de junio de 2020

MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 26




Cuando Paula se unió a Pedro en el patio, éste calculó que habían pasado unos veinte minutos. 


Verla recién salida de la ducha, libre de maquillaje, le resultó casi tan excitante como cuando llevaba puesta su camisa. Pero a pesar de apreciar su figura en la tumbona, fue incapaz de contener una mueca de disgusto cuando levantó la taza fría de café y se puso a beberlo.


—Hay un microondas en la cocina, ¿sabes?


—No, así está bien. Lo que necesito es el contenido y no la temperatura. Tomaré uno caliente cuando vayamos al hotel a desayunar.


—No iremos —le informó—. No podemos arriesgamos a encontramos con Carey.


—Puedes llamarme poco profesional, Pedro —lo miró—, pero no pienso morirme de hambre por defender los intereses de Porter. ¡Eso es llevar las cosas demasiado lejos!


—Trazas la línea de dedicación a la empresa en nuestro matrimonio, ¿eh? —rió.


—Hmm. Si realmente hubiera sabido en qué me metía, la habría trazado más cerca de casa... ante la puerta de mi despacho —afirmó.


—Relájate. No te pido que des tu vida por la empresa... En cualquier caso, hoy no.


—Cielos, gracias, pero con Rebeca esperándome no me siento tranquila.


—¿Recuerdas que en un gesto de magnanimidad sir Frank nos concedió servicio de habitaciones las veinticuatro horas? Pues vamos a aprovechar su ofrecimiento y evitar el hotel durante los próximos días. Quizá eso no impida que Rebeca aparezca de forma inesperada, pero debería solucionar el problema de Carey —ante su gesto de enarcar la ceja explicó—: Sé con certeza que debe volver a la oficina en tres días. Si tenemos en cuenta las molestias que se tomó para conseguir el ascenso, no va a arriesgarlo empezando por llegar tarde.


—Te equivocas, Pedro.


—¿Crees que arries...?


—No, no. Me refiero a sus vacaciones. Su secretaria me dijo que volvería en dos semanas.


—¿Cuándo te lo contó? —frunció el ceño.


—El día después de mi regreso. El día antes de que te pidiera que... hmmm...


—Sí, sé lo que me pediste —cortó con sequedad. No necesitaba recordatorios de lo lejos que estaba dispuesta a llegar por Carey—. La cuestión es que cuando ese día pasé por el despacho de Carey, sin saber que se había ido de luna de miel añadió adrede me informaron de que estaría fuera una semana. Lo cual significa que, como máximo, tendrá que irse de aquí en tres días.


—Quizá lo entendiste mal.


—Lo mismo se aplica a tí.


—Imagino que es posible —se encogió de hombros y miró el café—. Me hallaba en un
estado muy emocional —Pedro no le encontró sentido a explicarle que tenía ganas de aporrear unas cuantas cabezas después de dejarla en su despacho para dirigirse a la planta del departamento de diseño. Menos mal que Carey no había estado—. Pedro —comentó con la vista baja—. ¿Hasta dónde llegarías por la ambición? —él apretó los dientes y maldijo en silencio; tuvo el impulso de largarse o decirle otra vez que Ivan Carey no la merecía—. ¿Y bien? —insistió Pau.


—Si me preguntas si me casaría para...


—No —cortó rápidamente—. Me... me refiero... ¿considerarías utilizar a tus hijos del modo en que todo el mundo piensa que hicieron nuestros padres?


La triste incertidumbre que vio en sus ojos le rompió el corazón. Lo último que esperaba es que sacara las circunstancias por las que habían sido criados por Damian Porter.


—Me preguntaba qué efecto tendría en ti el comentario de anoche de Mulligan —musitó. Ella no respondió; se la veía pensativa mientras estudiaba el contenido de la taza de café—. Nunca antes habíamos hablado de nuestros padres.


—Para ser sincera, y a pesar de lo horrible que pueda sonar... casi nunca pienso en ellos —apretó los labios—. Solía hacerlo, pero lo dejé porque me sentía culpable.


—¿Por qué?


—Tengo dos álbumes llenos de fotografías de ellos y yo cuando era pequeña. Antes los miraba todos los días y deseaba que estuvieran vivos para poder tener una familia de verdad —se encogió de hombros—. Luego, más o menos al cumplir los doce años, empezó a molestarme pensar que era desleal con Damian. Jamás se me pasó por la cabeza que mis padres le hubieran pedido que fuera mi padrino como una estrategia profesional. No hasta que escuché a algunos ejecutivos hablar de ello en una barbacoa durante una celebración de la fiesta nacional.


—¿Qué edad tenías cuando sucedió?


—No sé... once, doce. Le pregunté a la señora Clarence si era verdad...


—¿Y qué te contestó la Terrible Flor? —le alegró que Pau soltara una risita. Florencia Clarence había sido la ama de llaves y niñera que Damian había contratado cuando los dos se fueron a vivir con él. La mujer brusca, pero amable se había jubilado hacía ocho años, cuando Pau terminó la escuela secundaria, pero había seguido manteniendo contacto con sus dos antiguos pupilos.


—Oh, me dijo que era una tontería y que si era feliz viviendo con Damian eso no debería representar ningún problema. Después, dejé que los rumores me resbalaran. Pero, si pudiera disponer de un deseo, no sería que mis padres no hubieran muerto, sino saber con absoluta certeza que me querían. Que no le pidieron a Damian que fuera mi padrino para que papá se lo ganara. Damian se merece algo mejor —se encogió de hombros—. Es tu turno. ¿Te has preguntado alguna vez qué sentían tus padres?


—No —la respuesta breve y la mirada impenetrable le indicaron que había contestado
y que no iba a ofrecer nada más. Justo cuando ella iba a cambiar de tema él soltó una risa—. ¡Qué demonios! Si voy a comparar cicatrices con alguien, ¿quién mejor que tú?


Como era evidente que no le entusiasmaba nada hablar de sus padres, Pau supo que lo más considerado sería decirle que no era necesario. Pero calló, ya que de pronto anhelaba saber todo lo que pudiera sobre Pedro.


—Todos mis abuelos estaban muertos cuando nací yo —comenzó—. Mi madre era hija única y mi padre sólo tenía una hermana menor, a la que rara vez veíamos, ya que papá y ella no congeniaban. Emma vivía en una comuna en el norte de Nueva Gales del Sur, y era tan hippy y de espíritu libre como mi padre un tiburón corporativo y un arribista. Por algún motivo, vino a visitamos cuando yo tenía ocho años. Para mí, un joven estudiante de la clase media alta, Clover, así se hacía llamar —explicó—, no podía ser más alienígena que si fuera verde y tuviera antenas en la cabeza.




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