Ante el sonido de la voz de Pedro giró y lo vio de pie en la puerta del dormitorio con una toalla alrededor de la cintura.
Apoyó el brazo en el marco, para sostener sus débiles rodillas y, al mismo tiempo, bloquear la entrada de la mujer que intentaba pasar.
—¡Soy yo, Pedro! —repuso Rebeca, entrando en la cabaña de todos modos—. Yo... ¡Oh! —que la propia Rebeca no supiera qué decir ante la descarada exhibición de masculinidad hizo que Paula saliera de su estupor.
—Claro. Buenos días, Rebeca —Pedro esbozó una sonrisa devastadora—. No tardaré. Mientras me visto, Pau y tú pueden charlar un rato.
En cuanto desapareció la fuente de su distracción, Paula volvió a asumir su papel.
Con amabilidad le indicó una silla.
—Lo siento, lady Mulligan. Nos has pillado en un mal momento.
—¿De verdad? —preguntó con escepticismo—. Llevo un buen rato llamando.
—Aún lo hace, ¿no? —Rebeca esbozó una sonrisa ladina.
«¡Zorra!», pensó Paula.
—Muy bien, ya estoy presentable —la aparición de Pedro en bermudas caqui y una camiseta hizo que Paula estuviera a punto de soltar un suspiro de alivio; hasta que la aferró por la cintura y la acercó para darle un beso fugaz en los labios—. Hablaba en serio sobre descansar hoy —bajó la mano hasta su cadera—. Llevas mucho trabajo encima.
—Bueno, la cuestión es, Rebeca —indicó Pedro con suavidad—, que pensaba llamar a sir Frank para cancelar la reunión de hoy. No me gusta dejar sola a Pau cuando no se encuentra bien.
—Pero, Pedro, acaba de admitir que se encuentra perfectamente —rió—. Y estoy convencida de que tu mujer está tan ansiosa como todos nosotros porque Porter Resort Corporation e Illusion alcancen un acuerdo mutuamente beneficioso lo más pronto posible. ¿No es así, Paula, querida?
—Lady Mulligan tiene razón, Pedro. Me siento lo bastante bien como para unirme a vosotros en el recorrido por la isla.
—¿Qué demonios quiso decir con eso? —preguntó Pedro después de cerrar la puerta —Paula dominó el impulso de reír y se encogió de hombros—. A propósito, se me han ocurrido un par de ideas para solucionar el problema de Carey.
—Ahora mismo preferiría que hicieras algo de café, mientras yo me visto.
—¿Qué prisa hay?
—Un marcado síndrome de abstinencia de la cafeína —dijo por encima del hombro de camino al baño.
—¡Soy yo, Pedro! —repuso Rebeca, entrando en la cabaña de todos modos—. Yo... ¡Oh! —que la propia Rebeca no supiera qué decir ante la descarada exhibición de masculinidad hizo que Paula saliera de su estupor.
—Pedro, cariño, lady Mulligan quiere hablar contigo. ¿Puedes dedicarle un minuto?
—Claro. Buenos días, Rebeca —Pedro esbozó una sonrisa devastadora—. No tardaré. Mientras me visto, Pau y tú pueden charlar un rato.
En cuanto desapareció la fuente de su distracción, Paula volvió a asumir su papel.
Con amabilidad le indicó una silla.
—Lo siento, lady Mulligan. Nos has pillado en un mal momento.
—¿De verdad? —preguntó con escepticismo—. Llevo un buen rato llamando.
—Oh... Imagino que no prestábamos atención a la puerta. Tal vez deberías haber llamado... —con gesto teatral se dio una palmada en la frente—. ¡Oh, es verdad! Probablemente Pedro descolgó el teléfono... —se encogió de hombros.
—Aún lo hace, ¿no? —Rebeca esbozó una sonrisa ladina.
«¡Zorra!», pensó Paula.
—Muy bien, ya estoy presentable —la aparición de Pedro en bermudas caqui y una camiseta hizo que Paula estuviera a punto de soltar un suspiro de alivio; hasta que la aferró por la cintura y la acercó para darle un beso fugaz en los labios—. Hablaba en serio sobre descansar hoy —bajó la mano hasta su cadera—. Llevas mucho trabajo encima.
—Pedro —comenzó, parándole la mano para evitar un ataque al corazón—. Estoy... eh... muy bien. En serio.
—Es verdad —los ojos oscuros de él la observaron divertidos. Paula no pudo hacer otra cosa que sonreír—. Creo que aún se la ve un poco pálida, ¿tú no, Rebeca? —Pedro tomó el gruñido de ésta como una confirmación de su falsa preocupación—. Me parece que somos dos contra uno, cariño. Bueno, Rebeca, ¿para qué querías verme?
—Por desgracia a Frank le ha salido algo urgente, y no podrá reunirse contigo hoy tal como habíais planeado...
Paula había oído decir que una resaca podía ser «mala», «fuerte», incluso «terminal», pero jamás «urgente».
—Pero en vez de sufrir la inconveniencia de un día perdido —continuó Rebeca, cruzando una pierna desnuda sobre la otra de forma escandalosa, como si quisiera cerciorarse de que sus dos anuncios de cirugía plástica no dejaran en la sombra sus otras cualidades—, me ha sugerido que te ponga al tanto de lo que hace que Illusion Island sea tan única.
«¡Apuesto que empezando por tu dormitorio!», pensó Paula. Aunque jamás había dedicado mucho pensamiento al tema de que los títulos podían estar pasados de época, tras conocer a lady Mulligan quedó convencida de que todo el procedimiento necesitaba con desesperación algún tipo de control de calidad.
—Bueno, la cuestión es, Rebeca —indicó Pedro con suavidad—, que pensaba llamar a sir Frank para cancelar la reunión de hoy. No me gusta dejar sola a Pau cuando no se encuentra bien.
—Pero, Pedro, acaba de admitir que se encuentra perfectamente —rió—. Y estoy convencida de que tu mujer está tan ansiosa como todos nosotros porque Porter Resort Corporation e Illusion alcancen un acuerdo mutuamente beneficioso lo más pronto posible. ¿No es así, Paula, querida?
—Lady Mulligan tiene razón, Pedro. Me siento lo bastante bien como para unirme a vosotros en el recorrido por la isla.
—¡No! —estalló Rebeca antes de modificar su tono de voz—. Quiero decir, lo mejor sería que no lo hicieras. No deseamos que el calor y el sol puedan provocarte una recaída.
—Estoy de acuerdo contigo, Rebeca —dijo Pedro. El comentario le ganó una sonrisa complacida de una mujer, mientras la que aún tenía bajo el brazo se puso rígida y le dio un pellizco. Él palmeó con discreción su trasero y sonrió ante su mirada indignada—. Vamos, cariño, no te pongas así. Hoy sólo deberías descansar... —contuvo la risa cuando en sus ojos vio una promesa de muerte; luego añadió—: Y yo pienso quedarme contigo aquí para cerciorarme de que lo hagas —al instante el cuerpo de ella se relajó—. Gracias de todos modos, Rebeca, pero tendré que declinar tu ofrecimiento. Dile a sir Frank que me llame luego, y fijaremos una hora para mañana.
—¡Muy bien! —el rostro demasiado maquillado mostró su irritación—. Pero en ese caso, Pedro, ¿puedo sugerirte que cuelgues el teléfono para que logre contactar contigo?
—¿Qué demonios quiso decir con eso? —preguntó Pedro después de cerrar la puerta —Paula dominó el impulso de reír y se encogió de hombros—. A propósito, se me han ocurrido un par de ideas para solucionar el problema de Carey.
—Ahora mismo preferiría que hicieras algo de café, mientras yo me visto.
—¿Qué prisa hay?
—Un marcado síndrome de abstinencia de la cafeína —dijo por encima del hombro de camino al baño.
—Me refería a la prisa por vestirte. Personalmente, te encuentro arrebatadora con mi camisa favorita...
La voz de Pedro sonó profunda, seductora y seria. Parecía llegar hasta lo más hondo de su ser y acariciarla en todo lo que la hacía mujer. «¡Es ridículo!», pensó. Lo único que hacía era bromear, y en vez de imaginar estúpidamente que se trataba de algo más, debería responderle con una contestación ingeniosa que sin duda él esperaba. Pero no se le ocurrió nada, y aunque lo hubiera pensado, le habría resultado imposible verbalizarlo.
Llegó al cuarto de baño con la suprema fuerza de voluntad de poner una pierna temblorosa delante de la otra. Nunca antes en su vida había sido tan consciente de un hombre. Podía sentir su mirada en la espalda, y se obligó a no dar la vuelta y ver qué expresaba su cara. En cuanto estuvo sola, hundió la espalda contra la puerta cerrada y se dejó caer al suelo.
Llegó al cuarto de baño con la suprema fuerza de voluntad de poner una pierna temblorosa delante de la otra. Nunca antes en su vida había sido tan consciente de un hombre. Podía sentir su mirada en la espalda, y se obligó a no dar la vuelta y ver qué expresaba su cara. En cuanto estuvo sola, hundió la espalda contra la puerta cerrada y se dejó caer al suelo.
Tenía que olvidar el hecho de que lo conocía de toda la vida y que no se parecía en nada a los hombres que la habían atraído. Lo que de verdad le molestaba no era temer no poder competir por su atención, ¡sino que deseaba hacerlo! Ya podía quedarse ahí sentada una hora practicando técnicas de respiración, pero la fragancia de su loción para después del afeitado resultaba tan excitante como la masculinidad impregnada en la tela de su camisa contra su piel desnuda.
Gimió al bajar la vista a lo que con cariño llamaba sus pechos y ver sus cumbres rígidas.
Como si no bastara enfrentarse a la rotunda sexualidad de Pedro, de pronto su propia sensualidad, oculta hasta entonces, también demandaba atención.
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