martes, 30 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 52



El bramido de un trueno sacudió la casa como si fuera un terremoto, despertando a Paula. Abrió los ojos y vio que seguía lloviendo.


—Debo de haberme quedado dormida —dijo, frotándose los ojos.


—Sí, hace cerca de una hora.


—¿Por qué no me despertaste?


—Pensé que necesitabas descansar.


—Últimamente parece que siempre estoy necesitada de descanso. Antes de quedarme embarazada solo necesitaba dormir seis horas al día, pero ahora… —estiró los brazos, desperezándose—. Creo que tomaré una taza de té. Podemos llevarnos el té a la cúpula. O, mejor todavía: me llevaré la tetera eléctrica y lo prepararemos allí.


Recogió todo lo necesario para preparar el té, lo puso en una bandeja y se lo dio a Pedro. La escalera que llevaba a la cúpula era más estrecha que cualquier otra de la casa. Y también más oscura, sobre en todo en los días nublados. Cuando era niña y no le permitían subir por ella, se imaginaba que terminaba en una guarida de fantasmas, y que si se portaba mal, su madre la dejaría allí encerrada. No estaba muy segura de dónde había podido sacar una idea semejante: quizá simplemente de que cuando alguien se dejaba abierta la puerta, hacía más frío en aquella escalera que en cualquier otro lugar de la casa.


Era extraño, pero en aquel momento estaba experimentando la misma sensación. Solo que los fantasmas que estaban buscando no tenían nada de irreales. Lúgubres imágenes comenzaron a asaltar su cerebro. El cuerpo despedazado de Juana. Ella misma luchando por sacar la cabeza fuera del agua. Disparos en medio de la oscuridad. Y, en la noche, la imagen de un bebé muerto: esa era la más horrible de todas.


—Estás pálida, y temblando —pronunció Pedro, estrechándola tiernamente en sus brazos—. Detesto hacerte pasar por todo esto.


—No es culpa tuya. Tú solo estás intentando ayudarme.


—Entonces lo que detesto es estar tardando tanto en hacerlo —apoyó la barbilla sobre su cabeza—. Pero vamos a vencer, Paula.


—Lo sé. En general, puedo soportarlo. Solo que de vez en cuando me asalta la sensación de que somos como marionetas en manos de ese asesino.


—No es verdad. Le pararemos los pies de una forma u otra, pero sería más fácil si supiéramos quién es. Por eso tenemos que repasar cada aspecto de tu vida. Si encontramos un móvil, tendremos a nuestro hombre. Dinero y amor son los dos móviles más comunes: esto es, codicia y despecho amoroso.


—Tengo un buen fondo de ahorros e inversiones. Pero tanto como para matar por eso…


—Y tienes esta casa. El Palo del Pelícano y la propiedad que lo rodea deben de valer más de medio millón de dólares.


—Están valorados en cuatrocientos mil. Y eso, en el mercado inmobiliario, es una nimiedad —abrió la puerta de la cúpula y entró en la pequeña habitación.


Pedro la siguió, un paso por detrás.


—¿La molestó a tu madre que tu abuela te dejara la casa a ti y no a ella?


—Cielos, no. Ella odia este lugar. Cuando viene, en seguida le están entrando ganas de irse.


—Puede que la quisiera para venderla.


—Mi abuela le dejó algo de dinero. Además, creo que probablemente debió de ayudarla económicamente durante muchos años. Había veces en que mi madre dejaba de trabajar durante largos períodos de tiempo, y no recuerdo que el dinero fuera nunca un problema.


—¿Erais ricas?


—Ricas no, pero siempre tuvimos lo suficiente. Incluso cuando estaba en la universidad, mi madre me pagaba los estudios y me enviaba dinero cada mes. Por supuesto, rara vez estaba mucho tiempo sin un hombre al lado, y no la atraían los amantes pobres.


—¿Tenías algún otro pariente que hubiera podido esperar que tu abuela le legara la casa?


—No, ningún otro —se apoyó en el marco de la puerta—. Creo que puedes descartar el factor codicia, Pedro. No tengo nada de suficiente valor como para que alguien mate por ello.


—De la codicia pasamos al despecho amoroso.


—La verdad es que no puedo envanecerme de haber roto muchos corazones. De hecho, no recuerdo haber roto ninguno.


—¿Y Joaquin Hardison? Estuvisteis comprometidos. Prácticamente a un paso del altar cuando rompiste con él.


—Probablemente estuvo sufriendo durante unos diez minutos antes de buscarse otra novia.


—¿Cómo llegasteis a trabajar los dos tan estrechamente?


—Él estaba llevando una gran fusión de empresas, y debido a la cantidad de trabajo que tenía le permitieron contratar a otro administrativo en su departamento. Me recomendó a mí para el puesto. Fue un ascenso importante —vio la expresión de sus ojos y adivinó lo que estaba pensando, pero estaba equivocado—. Si Joaquin me recomendó fue porque sabía que era lo suficientemente eficaz, y una adicta al trabajo. Además, tenemos diferentes habilidades que se complementan.


—¿Te dio alguna indicación de que le gustaría volver contigo?


—No se negaría a acostarse conmigo si yo se lo propusiera, pero creo que no tiene intención de ir más allá.


Pedro asintió, observando las filas de cajas. La cúpula tenía la planta redonda, de unos cuatro metros de diámetro, con seis anchas ventanas y una estrecha puerta con salida al balcón. Las cajas estaban alineadas en las paredes, en pisos de tres, bloqueando la mayor parte de la luz que entraba por las ventanas. Del centro del techo colgaba una solitaria bombilla.


—Bueno, adelante. Empecemos con una caja. ¿Qué te parece esta?


Paula leyó el letrero: Años de instituto de Paula en Orange Beach.


Una vez abierta la caja, encima de todo había una fotografía de Juana y de Paula con sus vestidos de graduación. Pedro la observó detenidamente.


—Casi parecéis hermanas.


Paula contempló la foto por unos segundos… hasta que se le cayó entre los dedos. Juana habría debido estar con ella en aquel mismo momento. Habrían debido estar mirando aquellas fotos juntas, riendo y hablando de su bebé que estaba a punto de nacer. Se le llenaron los ojos de lágrimas.


—No puedo hacer esto. Pedro. Simplemente no puedo.


—Mira, ha dejado de llover —solícito, le tomó las manos entre las suyas—. Salgamos afuera a respirar un poco de aire fresco.


Abrió la puerta y una ráfaga de viento azotó sus rostros. Paula salió, y ya se disponía a apoyarse en la barandilla cuando se lo pensó mejor y prefirió pegarse a la pared. El balcón era estrecho, pero rodeaba por entero la cúpula. 


Solo estaba un piso más alto que su dormitorio, pero desde allí la vista siempre le había parecido mucho más espectacular.


—Creo que no me gustaría estar aquí afuera durante un huracán —comentó Pedro, recorriendo el balcón y sacudiendo la barandilla de madera para asegurarse de que estaba firme.


—No, pero es un lugar estupendo para lanzar burbujas o aviones de papel. Eso fue lo que hicimos la primera vez que mi abuela me subió aquí. Hasta que fui mucho más mayor no se me permitió subir sola, y aun así tenía prohibido acercarme a la barandilla.


—¿Alguna vez hiciste el amor en la cúpula?


—¿A qué viene esa pregunta?


—Lo hiciste. Lo sé por esa sonrisa. ¿Fue Rogelio el afortunado?


—¡Por favor!


Sabía lo que pretendía: divertirla para hacer que se olvidara de la tristeza que la había asaltado al ver la foto. Y le estaba saliendo bien. Se sentía ya mucho mejor, más dispuesta a superar aquella prueba. Pero había algo que tenía que aclarar primero. Un presentimiento que la había asaltado.


—Todavía no has abandonado la hipótesis de que los atentados contra mi vida están ligados a la explosión que mató a Juana, ¿verdad?


—No del todo.


—Pero al parecer tu jefe piensa que eso no tuvo nada que ver con Marcos Caraway.


—En efecto, y por eso estuvimos discutiendo. Un caso se ve distinto en el terreno que en la oficina. Incluso aunque los atentados contra tu vida no estuvieran relacionados con el testimonio de Benjamin contra Caraway, podrían tener que ver contigo y con Juana. Ella falleció en la explosión. Un mes después alguien te ataca. Es demasiada coincidencia, sobre todo cuando tú llevas su bebé.


—La quería como si fuera una hermana, Pedro. Es la mejor amiga que he tenido nunca, pero no hemos encontrado nada que respalde tu hipótesis.


—Quizá todavía no hayas recordado la pieza clave.


—No hay nada que recordar. Ni créditos ni inversiones conjuntas. Ni triángulos amorosos. Ni oscuros secretos en nuestros respectivos pasados. Nada.


Desperezándose, Paula miró su reloj. Llevaban tres horas allí y se sentía terriblemente cansada. Cansada de revisar interminables cajas llenas de los objetos más disparatados.


Tan agotada estaba que le entró una risa tonta. 


Se reía por cualquier cosa.


—Veo que te lo estás pasando en grande —le comentó Pedro, sacando otra caja—. ¿Estás segura de que no has añadido unas gotas de alcohol a tu última taza de té?


—Eso habría sido muy malo para el bebé. No, hay personas a las que les da por reír cuando se encuentran muy cansadas. Yo soy una de ellas. Deberías verme en una de nuestras agotadoras sesiones de trabajo. Cuando empiezo a reír, ya no puedo parar.


Pedro sacó una nueva caja, que no llevaba etiqueta, y la abrió. Parecía estar llena de ropa. Lo primero que vieron fue un antiguo uniforme de soldado, probablemente de cuando el abuelo de Paula sirvió en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial.


—Me gusta —empezó a ponerse la guerrera—. ¿Te excitan los hombres con uniforme?


—No tanto como si no lo llevan.


—Deja de pensar en esas cosas o te daré tu merecido.


—Promesas, promesas…


Paula se quitó la guerrera y sacó de la caja una boina francesa, que se caló de inmediato, ladeada.


—Voilà, mademoiselle.


Y a continuación le entregó una preciosa pamela bordada.


—Merci, monsieur—pronunció, poniéndosela—. ¿Tienes algún plan para esta noche, soldado? Si estás libre, puedo hacerte pasar un rato divertido.


—Lo siento. Tengo un compromiso con una embarazada que no hace más que reírse. Dame tu número y te llamaré más tarde.


—¿Qué más hay en la caja? —decidida a comprobarlo personalmente, se inclinó y empezó a rebuscar en su contenido. No tardó en sacar un largo vestido de noche, de corte muy recatado.


—Apuesto a que lo eligió tu abuelo.


—Sin duda. Es una pena que no llegara a conocerlo. A mi abuela siempre le brillaban los ojos cuando nos hablaba de él. Estaban muy enamorados —siguió buscando dentro de la caja. A diferencia de Pedro, ya había renunciado a encontrar algo interesante—. Oh, vaya… ¿A que no sabes lo que acabo de encontrar?


Pedro la ayudó a sacar el larguísimo vestido blanco. Eran metros y metros de tela.


—Un vestido de novia.


—De mi abuela. He visto las fotos en las que lo lleva. Ojalá hubiera sabido antes que estaba aquí. Hace mucho tiempo que lo habría rescatado.


Retrocedió unos pasos y se lo puso delante, para ver cómo le quedaba. De repente advirtió que Pedro la estaba mirando anonadado, como si fuera la primera vez que la veía.


—Pareces una visión. Tan pura, tan blanca…


Pronunció aquellas palabras con una voz ronca que la hizo sentirse incómoda, como si estuviera viendo a alguien que no era ella realmente. 


Como si el vestido lo hubiera hechizado.


—No creo que este vestido fuera diseñado para una embarazada de ocho meses y medio —comentó, forzando un tono ligero.


—Embarazada o no, harías una novia preciosa.


—Y ahora, ¿quién ha estado tomando alcohol con el té? —volvió a guardar el vestido en la caja, se quitó la pamela y la puso encima—. Pequeñita, creo que debemos convencer a Pedro de que interrumpamos el trabajo. Tú y yo ya hemos tenido suficiente diversión por hoy.


La expresión de Pedro no cambió. La atmósfera se había tornado insoportablemente densa, como si estuviera electrizada.


—¿Has pensado alguna vez en quedarte con el bebé?


La pregunta la dejó paralizada.


—¿A qué viene eso ahora?


—He estado pensando en ello. Sé que no es asunto mío, pero pareces tan encariñada con el bebé que serías una madre maravillosa.


—¿Una madre maravillosa? ¿Y cómo sé yo que lo sería? —se volvió para que no pudiera ver el dolor que asomaba a sus ojos.


—Tú no eres tu madre, Paula .


—Ya lo sé. Yo soy yo, pero eso no mejora las cosas. No cuando se trata de ser una esposa, o una madre.


Pedro se le acercó, tomándole las manos entre las suyas.


—Eso es absurdo, y lo sabes.


—No puedo quedarme con el bebé. Mi trabajo es demasiado exigente. Viajo todo el tiempo.


Un estremecimiento la asaltó cuando tomó conciencia de la verdad. Quería ese bebé más que nada en el mundo. Entregarlo a otra mujer sería como abrirse el pecho y arrancarse el corazón. Pero aun así seguía teniendo miedo de conservarlo, de fracasar. De no hacerlo mejor de lo que lo había hecho su madre.


—Lo siento, Paula. Lo que hagas con el bebé no es asunto mío.


—Tienes razón. No lo es. Tú haz lo que quieras, Pedro. Yo me bajo ahora mismo.


—Te acompaño. No me gusta que bajes esas escaleras sola.


La tomó del brazo mientras comenzaban a descender. Ninguno de los dos volvió a mencionar a Juana o al bebé.


Paula se dijo que se acostumbraría a aquel dolor, al hecho de que nunca podría abrazar y amar a la criatura que estaba creciendo en su interior. De la misma forma que, siendo una niña, se había acostumbrado al hecho de que su madre no había sido como las demás. Que nunca había estado a su lado para ayudarla a resolver sus problemas, o ahuyentar sus temores.


Haría lo que tenía que hacer. Y eso significaba llamar a una agencia de adopción y dar los pasos necesarios para desprenderse del bebé.




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