jueves, 25 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 35



Paula salió a la terraza del brazo de Pedro, representando su papel a la perfección. Hacía una noche cálida y la terraza de Paloma estaba a resguardo de la fría brisa del mar. Unas cuantas parejas estaban bailando.


—¿Te apetece bailar? —le preguntó él.


—Me encantaría. Pero… ¿podrías volver y pedírmelo dentro de un mes? Estaría en mejores condiciones.


—Probablemente podría hacerlo, si pudiera localizarte. ¿Dónde estarás? ¿Londres? ¿Sydney? ¿Johannesburgo?


—En Nueva Orleans —poniéndose de puntillas, le dijo al oído—: Pero esta vez no te traigas a ningún asesino contigo —advirtió que Dorothy los observaba con una sonrisa, aparentemente convencida de que acababa de hacerle a su novio alguna proposición deshonesta.


—Te prometo que vendré solo —le susurró Pedro—. Si no quieres bailar, ¿qué te parece si probamos el ponche de frutas?


—Suena estupendo.


—Ahora mismo vuelvo. Y no te vayas a largar con otro tipo aprovechándote de mi ausencia.


Salió de la terraza y Paula tomó asiento en el banco que rodeaba toda la terraza. Se había olvidado de lo muy divertidas que eran las fiestas como aquella: sencillas y sin pretensiones, entrañables.


Cuando volvió Pedro, la música cambió del rock a una suave balada country. Paloma se le acercó en el preciso momento en que le estaba entregando la copa de ponche a Paula.


—¿Puedo sacar a bailar a tu novio, Paula?


—Adelante.


Pero Pedro vaciló.


—Vamos —insistió, empujándolo hacia Paloma—. Pero que no se te ocurra bailar con ella bajo la ramita de muérdago. Recuerda que te estoy vigilando.


Los estuvo observando mientras bailaban. No estaba celosa, pero sí sentía un poco de envidia. 


Pedro era un gran bailarín: de pasos firmes y seguros, tierno y delicado. Nunca había a conocido a hombres como él en Nueva Orleans, aunque tampoco había tenido tiempo de buscarlos. La canción terminó y dio comienzo otra, muy antigua, que Paula recordaba haber oído cuando su abuela ponía discos en su viejo fonógrafo.


—Y ahora, ¿me concedes este baile? —le preguntó Pedro.


—¿Estás de broma? Tendrías que ponerte a un metro de mí.


—Ya improvisaremos —la ayudó a levantarse.


—Pareceré un pato recién salido del agua. La gente se nos quedará mirando.


—Ese es su problema, no el nuestro —la tomó entre sus brazos y a ella no le quedó más opción que seguirlo.


No la acercó mucho hacia sí, pero Paula fue muy consciente de su contacto. Desaparecida su anterior incomodidad, siguiendo el ritmo de la música, experimentó la sensación de que era la estrella de la fiesta a pesar de saber que nadie más la veía así. Cerró los ojos, olvidándose de todo excepto de aquel preciso instante: estaba bailando con un alto y moreno desconocido que no era quien decía ser. Era un pensamiento provocativo, erótico, seductor. Cuando terminó la melodía, se estremeció de decepción. Un inesperado calor había invadido todo su cuerpo.


—¿Sabes? Nos hemos detenido justo bajo la rama de muérdago —le acarició los labios con los suyos.


Fue un beso tentativo al principio, pero a partir del momento en que ella respondió, se tornó más profundo, más ávido. Paula le echó los brazos al cuello, presa de emociones durante largo tiempo enterradas en su interior. Cuando se apartaron, todo el mundo los estaba mirando.


Paula se ruborizó mientras Pedro la llevaba hacia el banco de la terraza, en medio de los aplausos y vítores de los presentes. Curiosamente, no parecía nada molesto por ello.


Quienquiera que fuese Pedro Alfonso, besaba muy bien. A no ser que se tratara de otra fase de desequilibrio hormonal producida por su embarazo, o un pasajero sentimiento de euforia fruto de un inofensivo beso. Se sentaron muy juntos, tomándose de las manos. Le costaba creer que pudiera ser tan feliz cuando había un asesino suelto a la espera de matarla.



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