sábado, 23 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 26




Pedro, que había llegado hacía un buen rato al local, observaba a Pau desde la distancia y la oscuridad. Estaba preciosa con su corto vestido vaquero y sus botas militares. Verla sonreír y bailar le llenaba el alma. Esa muchacha descarada de modales algo rudos le gustaba, lo atraía y lo hechizaba. Sin duda sería un error ir tras ella.


Con seguridad no querría nada con él. Él no era un divertido muchacho con el que bailar ni cantar, era más bien todo lo opuesto.


Su posición social y su edad le pedían cosas diferentes a las que esa muchacha demandaba, y no podía dejar de pensarlo.


Pero, cada vez que ella prodigaba muestras de cariño al tipo que estaba a su lado, se encelaba como un crío y se sentía fatal. ¿Quién era ése?


De pronto comenzó un nuevo tema y, al ver que todo el mundo empezaba a saltar, Pau la primera, Pedro sonrió... y aún más al descubrir que se trataba de Puedes contar conmigo.


Divertido, vio cómo Paula cerraba los ojos al entonar la canción mientras daba botes y, sin dudarlo, supo que en ese instante lo estaba recordando a él, mientras el grupo del escenario y todo el público cantaban.


Aquella letra.


Aquella canción.


Aquella locuela que canturreaba y brincaba.


Todo ello, a Pedro, un hombre que nada tenía que ver con los jóvenes que saltaban y bailaban desinhibidos, le hizo enamorarse más y más de aquella muchacha e intuyó que su locura no sólo se trataba de sexo.


Sin duda ella le provocaba algo más, y ese algo le aceleraba como nunca el corazón.


Jamás había creído en los flechazos, pero, por primera vez en su vida, su corazón, su cuerpo, su cabeza, le hicieron entender que aquello había sido un flechazo y que Cupido le había dado de lleno con sus flechas de amor.


Como pudo, sin acercarse a ella, la observó durante todo el concierto. No quería interrumpirla. No quería molestarla. Sólo quería que lo pasara bien. Cuando el espectáculo terminó, sin dudarlo, fue hasta ella sorteando a la gente y, cuando la tuvo delante, la agarró por la cintura y, acercándola a él, le susurró al oído:
—Un café con sal. ¿A qué me recuerda eso?


Sorprendida por aquello, lo miró y parpadeó. 


Pero antes de que ella pudiera decir algo, él le soltó la cintura para agarrarle la mano:
—¡Vamos! Ven conmigo.


Boquiabierta, embobada y aturdida, como pudo se espabiló y de un tirón recuperó su mano mientras preguntaba:
—¿Qué haces tú aquí?


Pedro, tan trajeado, llamaba la atención; , ofuscado, siseó:
—He venido a por ti, ¡vamos!


Guille, sorprendido al ver a aquel hombre, miró a su amiga e, intuyendo que era el tipo maduro del que le había hablado, dijo sonriendo:
—Adiós, loca, ¡pásalo bien!


Como una autómata y sin saber si aquello era lo que quería o no, lo siguió hacia la salida y una vez fuera del local ella se paró y le preguntó:
—¿Se puede saber qué haces aquí?


Pedro, arrebatado por el deseo que sentía por ella, de un tirón la acercó hasta él y a escasos milímetros de su boca la interrogó:
—¿Quién era el tipo con el que estabas tan cariñosa?


Boquiabierta por aquella cuestión, pensó en Guille y, sin sonreír, respondió:
—Un amigo.


—¿Tus amigos te besan en el cuello?


Aquella pregunta le hizo gracia y contestó:
—Si fuera un ex, te aseguro que no me lo habría besado.


Durante varios segundos, ambos se miraron a los ojos y, cautivado totalmente por ella, él murmuró sorprendiéndola:
—Llevo toda la noche mirándote como un idiota y hasta tus botas militares me parecen ya encantadoras. Y, ahora que te tengo a mi lado, sólo puedo decirte que te deseo, Paula, te deseo salvajemente con toda mi alma y con todo mi ser, y necesito preguntarte sí tú sientes ese deseo salvaje por mí.


Lo sentía. Claro que sí, y más tras aquellas palabras; sin poder negarlo, asintió hechizada y Pedro sonrió. Aquella sonrisa tan sensual,
tan segura y cargada de morbo le puso el vello de punta a Pau, y él, tras darle un rápido beso en los labios, propuso:
—Vamos. Acompáñame.


Sin soltarse de su mano, caminó por la calle hasta que Pedro paró un taxi. Una vez dentro, él dio una dirección y, cuando llegaron a la calle
Serrano y el taxi paró, dijo:
—Tengo un ático aquí. ¿Quieres que subamos?


Consciente de lo que significaba aquella invitación y deseosa de él, la joven asintió sin dudarlo. Pedro pagó la carrera y de la mano entraron en el lujoso portal. Era impresionante.




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