viernes, 22 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 21



Sobre las once de la mañana, el móvil de Paula comenzó a sonar.


Al mirar la pantalla, vio que se trataba del número de él y no lo cogió. Su mente y sus negativos pensamientos la habían envenenado y no quería hablar con Pedro o sacaría el demonio oculto en su interior que luchaba por manifestarse.


Pedro, al no verla aquella mañana, se preocupó. 


La noche anterior, por temas de negocios, no había podido ver a Paula y estaba desesperado
por encontrarse con ella. Y cuando supo que estaba enferma, un extraño presentimiento lo preocupó. Intentó hablar con ella varias veces durante todo el día, pero todo fue imposible y eso lo desesperó.


A la una de la tarde, cuando aún estaba en la cama escuchando música, la madre de Paula abrió la puerta de su habitación con una increíble sonrisa y dijo:
—Hija de mi vida. Ay, Aurorita, ¡mira lo que has recibido!


Incrédula, contempló aquella bonita caja blanca alargada y vio unas preciosas rosas rojas de tallo largo; de inmediato supo de quién eran. No conocía a nadie tan caballeroso ni adinerado como para enviar aquello.


—Son flores como las que se regalan a las princesas —dijo su madre mientras se la acercaba—. Oh, fíjate: ¡hay una notita!


Sonrió con disimulo y, cogiendo el papel que aquélla sacó del sobrecito, lo desplegó y leyó para sí misma.



Espero que te mejores, preciosa Paula.
P.


—¿Qué pone? ¿De quién es? —quiso saber su madre.


Sin poder explicarle que eran de su jefazo, pues en ese caso su madre le haría cientos de preguntas y al final se escandalizaría, respondió:
—De un amigo.


Encantada, la madre aspiró el maravilloso perfume que soltaban aquellas rosas y murmuró:
—¡Qué galante, tu amigo! Y qué detalle más bonito. Voy a ponerlas en un jarrón con agua y una aspirina para que duren más. Estas rosas son de las caras; carísimas, cariño. Verás cuando se las enseñe a Gloria, ¡se va a caer para atrás!


Paula asintió. Sin duda, cuando su madre le mostrara las flores a la vecina, sería digno de oírlas cuchichear; nada les gustaba más que un buen cotilleo. Frustrada por todo, cuando ésta salió de la habitación, se tapó la cara con la almohada mientras susurraba bajito para que nadie la oyera:
—Joder... joder... joder... ¿Qué estoy haciendo?





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