jueves, 2 de abril de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 26




Salieron temprano a la mañana siguiente, poco después del amanecer.


—En otra ocasión iremos en barco, pero sólo tenemos dos días y es mejor ir en avión, así no perderemos tiempo.


Una explicación perfectamente lógica, al menos en la superficie, pero Paula estaba convencida de que había otra razón por la que Pedro estaba tan ansioso por irse de Pantelleria.


—Una especie de... almacén —contestó, cuando le preguntó qué había detrás de la puerta cenada


—¿Qué guardas en ese almacén?


—Cosas —había dicho él, tomándola del brazo para llevarla al Porsche.


Estaba mintiendo, pero Paula no podía hacer nada al respecto.


A las nueve estaban ya sentados en una tenaza, en la avenida Habib Bouguiba, tomando melocotones e higos con brioches y un café fuerte. La ligera tensión que había marcado su salida de Pantelleria disipada ahora bajo el sol norteafricano. Pedro era de nuevo el marido ideal, hipnotizándola con su sonrisa y devorándola con la mirada.


Después, dieron un paseo hasta la catedral de San Vicente de Paul y admiraron su fachada neo románica. Un excelente guía turístico, su marido le explicó que, además de contener la tumba del soldado desconocido, la catedral era el único edificio que había sobrevivido después de la colonización francesa.


Desde allí fueron a la Medina, la parte medieval de la ciudad, a poca distancia de la catedral cristiana pero absolutamente diferente. Hermosos minaretes se levantaban casi rozando el cielo, antiguos palacios y mezquitas luchaban por encontrar espacio en las callejuelas llenas de puestos en los que se vendía desde especias a perfumes, joyas, objetos de cerámica o alfombras.


La fragancia del jazmín llenaba las calles, mezclándose con la de las especias y el incienso. Los mercaderes regateaban en árabe, francés, inglés, alemán; los barberos llamando a los clientes desde las puertas de sus barberías.


Paula estaba encantada con todo aquello. Se sentía feliz y enamorada, y, durante el tiempo que durase, pensaba disfrutarlo.


—Me alegro mucho de haber venido —le dijo cuando se detuvieron para tomar una taza de té.


—Y yo también —sonrió Pedro—. Debo estar loco por haber esperado tanto para hacerte mi mujer otra vez.


Siguieron paseando por las calles de Túnez hasta detenerse en una tienda en la que hacían prendas bordadas con pedrería y filigrana de plata.


—Algunas de mis antiguas clientes matarían por tener algo así —murmuró Paula, examinando un chal de seda azul.


—Pero lo han hecho pensando en ti —sonrió Pedro, regateando con el propietario antes de comprarlo.


Cuando por fin salieron de la Medina, alrededor de las tres, también le había comprado un perfume y una jaula hecha de madera blanca porque, según él, «mi mujer no puede marcharse de aquí sin algo que le recuerde su segunda luna de miel».


—Pero yo no tengo un pájaro —rió Paula. —Seguro que también los venden por aquí. Volveremos mañana a buscar uno.


El conductor que habían contratado los llevó de vuelta al hotel, un sitio elegante y muy exclusivo. Su suite, desde la que podían ver los jardines del hotel y el Mediterráneo, estaba alejada del ruido de la ciudad. Los suelos eran de mármol, los muebles coloniales, las cortinas de seda.


Para entonces, agotada, Paula se alegró de poder quitarse las sandalias, cambiarse el vestido por una chilaba de algodón y tumbarse un rato en la cama.


Pero tuvo que cambiar de planes cuando Pedro, que estaba hablando por teléfono en la terraza, volvió a la habitación.


Paula sintió que el colchón se vencía y luego sus besos, pasando de suaves a persuasivos... a apasionados.


El amor por la tarde, descubrió, era muy recomendable. La habitación, iluminada por los últimos rayos del sol, invitaba a una intimidad diferente; un escrutinio visual mejor que el de la noche.


Paula vio que sonreía cuando sus pezones respondieron a sus caricias y cómo cerraba los ojos mientras se enterraba en ella. Vio la pasión en sus ojos, el sudor que cubría su frente y las venas hinchadas de su cuello mientras intentaba contenerse.


Gracias al espejo que había frente a la cama vio sus miembros enredados, los de Pedro bronceados por el sol del Mediterráneo en contraste con la palidez de su piel. Y sus duras nalgas, el movimiento sensual de sus caderas y la contracción de los músculos de su espalda quedaron grabados para siempre en su memoria.


Saciada y adormilada después, Paula besó su cuello.


—Nada de lo que haya ocurrido en el pasado importa, Pedro. A partir de ahora, lo único que me importa eres tú. Tú eres lo único que necesito para construir un futuro.


No sabía por qué, pero parecía haber dicho algo que no debía. Porque aunque Pedro no movió un músculo, de repente sintió que sé distanciaba de ella.


—Ojalá fuera tan sencillo, Paula —murmuró—. Desgraciadamente, no lo es.




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