lunes, 16 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 38





Paula se hallaba de pie frente a la ventana de la habitación de invitados, temerosa ante la perspectiva de volver a visitar el instituto donde había estudiado mientras estuvo en Meyers Bickham. Ninguno de los recuerdos que guardaba era bueno.


—¿Te encuentras bien?


Se volvió para descubrir a Pedro en la puerta, con una taza de algo caliente en la mano.


—No, especialmente.


—He llamado, pero no debes de haberme oído.


—Es que no estaba aquí. Estaba perdida en el pasado.


—Pensé que quizá te apetecería una taza de cacao.


—Gracias —repuso, acercándosele—. Estás en todo. ¿Sabes? Hasta ahora no has dejado de sorprenderme.


—Yo mismo me he sorprendido de mí mismo durante estos últimos días.


Paula bebió a sorbos el cacao, dejando que le calentara la garganta.


—No sabe del todo a cacao.


—Le he añadido un poco de canela.


—¿Para liberar viejos recuerdos?


—Digamos que para que engrasara los oxidados goznes de tu memoria.


—He intentado pensar en Meyers Bickham. Pero hasta el momento me ha resultado difícil incluso pasar del primer día.


—A veces las primeras impresiones son el mejor lugar por donde empezar.


Paula se sentó en el borde de la cama y obligó a su mente a retroceder en el tiempo. Las figuras del pasado empezaron a cobrar forma lentamente, como sombras a la débil luz del crepúsculo.


—Mi primera impresión es la siguiente. 
Originalmente, el edificio había sido una iglesia. Por fuera tenía ese aspecto, pero una vez que entrabas por sus grandes puertas dobles, parecía frío e inquietante. Todo lo contrario que la iglesia de mi antiguo barrio.


—¿Tenía bancos?


—No. Donde antes habían estado los bancos, ahora había principalmente oficinas, despachos. Y un gran salón de actos y una habitación más pequeña donde de vez en cuando podíamos ver la televisión. Pero no podíamos cambiar los canales, y nadie quería ver los que habían elegido los guardianes.


—¿Dónde dormíais?


—Al fondo… En pequeñas habitaciones con camas de litera. Teníamos cómodas para la ropa y artículos personales. Eso es todo.


Al menos lo que podía recordar.


—¿Qué hay del sótano?


—Oscuro. Era oscuro, y aterrador. Con escalones muy altos, con fuerte pendiente.


Se estremeció de pronto, asaltada por una sensación lúgubre, siniestra.


—¿Cómo lo sabes? Dijiste que nunca habías estado allí.


Paula negó con la cabeza, aturdida. Sentía náuseas.


—No lo sé. Pero así me lo representaba yo en mis pesadillas. Es el recuerdo que me viene a la cabeza cuando intento evocarlo. Pero es todo tan confuso…


—No entiendo. ¿Cómo puedes estar tan segura de que el sótano era así cuando tú nunca estuviste en él?


—Porque las cosas que recuerdo no pueden ser reales —empezó a temblar.


Pedro se sentó a su lado y le tomó las manos entre las suyas.


—¿Qué es lo que recuerdas?


—Grandes ratas grises. Y fantasmas. Un desfile de fantasmas.


—Sigue hablando.


—Pensarás que estoy loca…


—Tú no estás loca. Simplemente pasaste por una prueba muy dura para una pobre niña. ¿Sigues teniendo esas pesadillas?


—A veces. Ya no con tanta frecuencia. Y cambian. Pero casi siempre están las ratas. Y un bebé fantasmal que no deja de llorar, y de llorar… Hasta que finalmente me despierto bañada en un sudor frío.


—¿Quién está en ese desfile?


—Sé que son fantasmas. Uno de ellos lleva una especie de farol en la mano. Pero a veces… —Se encogió sobre sí misma, odiando con todas sus fuerzas aquellos demonios que parecían habitar en los más remotos rincones de su mente, y que surgían en ocasiones como aquella para atormentarla—. A veces es mi madre quien encabeza el desfile.


Pedro alzó una mano para retirarle el cabello de la frente.


—A veces las pesadillas están basadas en sucesos reales que son demasiado perturbadores para afrontarlos cuando estás despierta.


—Ya he pensado en eso, pero las pesadillas cambian tanto… A veces estoy sola. Otras veces con amigas que corren y me dejan sola con aquel desfile de fantasmas… Y luego está mi madre. Sé con toda seguridad que jamás estuvo en ese sótano.


—¿Qué les sucedió a tus padres?


—Mi padre murió cuando yo tenía cinco años. En un accidente laboral, atrapado por una máquina de la factoría donde trabajaba. No conozco los detalles, pero creo que fueron horripilantes. Luego a mi madre le diagnosticaron un cáncer. Luchó, se resistió todo lo que pudo. Pero un día vino la ambulancia y se la llevaron al hospital. Ya no volvió a casa.


—Has sufrido mucho, Paula —empezó a acariciarle la nuca con exquisita ternura—. Pero superarás esta nueva prueba. Y esta vez no tendrás que hacerlo sola. Yo estaré en todo momento a tu lado.


—Me gustaría creer eso.


—¿Es que no es así?


—Nadie me ha soportado durante mucho tiempo. No tengo motivo alguno para pensar que contigo será diferente.


—Entonces es que no me conoces bien.


—Estoy aprendiendo a conocerte.


—Y yo también a ti. Creo que ya es suficiente por esta noche. Tienes que dormir.


—Lo intentaré.


Pedro deslizó un dedo todo a lo largo de su mejilla, deteniéndolo en sus labios. Por un momento Paula pensó que iba a besarla otra vez, pero en lugar de ello se levantó y se marchó, cerrando la puerta a su espalda.


Lo hizo apresuradamente, como si estuviera luchando con sus propios sentimientos… O con sus propios demonios. O quizá simplemente estuviera recordando su promesa de implicarse en un asunto que no le incumbía nada… Y del que ya estaba empezando a arrepentirse.



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