lunes, 10 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 21




—¿Te gusta?


Pedro no podía contestar. Tenía miedo de mover la lengua. Temía que lo hiciera saborear algo que no quería saborear.


—Dime la verdad —insistió Paula.


El miró alrededor, buscando una vía de escape. 


La terraza, cubierta de flores, estaba frente a los acantilados de San Piedro.


Y él sentía la tentación de lanzarse de cabeza sobre las rocas.


Pero se obligó a sí mismo a tragar los huevos crudos mezclados con espárragos a medio cocer y algo más que no podía identificar. Su estómago protestó de inmediato y tomó un trago de café, esperando que le quemase las papilas.


Pero su sacrificio fue en vano. Porque cuando levantó la cabeza, Paula seguía mirándolo, expectante.


—He seguido una receta al pie de la letra.


—¿Una receta?


—Bueno, tuve que modificarla un poco. En lugar de la salsa holandesa y el queso, he puesto espárragos y jamón. ¿Te gusta?


Pedro carraspeó.


—Paula, no puedo mentirte…


Pero parecía tan vulnerable, tan deseosa de aprobación.


El estado de ánimo de Pedro había dado un giro de ciento ochenta grados en la última hora. 


Estaba furioso con ella y, de repente, al verla en la cocina… su futura esposa y madre de sus hijos, tan sexy con el delantal blanco, se sintió excitado como un crío. Le había encantado verla cocinar.


Pero no se le había ocurrido supervisar sus métodos. Él cocinaba desde que era un niño; con una madre ausente y un padre frecuentemente en la cárcel no le había quedado más remedio, pero Paula no había tenido esa ventaja. Vivía en un palacio rodeada de criados y jamás había aprendido a cocinar o a limpiar. 


Era lógico.


Aunque nunca hubiera imaginado los horrores que podía crear con una cacerola.


—Es un plato muy sano, ¿verdad? Ligero, pero sabroso. Me han dicho que los espárragos le dan un sabor estupendo.


Mordiéndose los labios, Pedro consiguió decir:
—Nunca había probado nada así.


El rostro de Paula se iluminó.


—Cuánto me alegro. Es mi única afición, me ayuda a relajarme. He cocinado muchas veces para la gente de palacio, pero nunca sé si les gusta lo que hago o no. Y como tú eres la persona más grosera que conozco, estaba segura de que me dirías la verdad.


Pedro, de repente, sintió pena por los criados de palacio. Una comida como aquélla debía de ser considerada una tortura. Aunque también era cruel para Paula que, evidentemente, no tenía ni idea de lo mal que cocinaba. Lo que esos criados dirían cuando se diera la vuelta debía de hacer que le pitasen los oídos…


—¿No vas a terminarte el desayuno?


Pedro miró su plato con verdadera angustia.


—Pues…


—¿Quieres que te sirva un poco más?


—No, no… por favor. Estoy lleno.


—No pasa nada, en serio. Ha sobrado mucho.


Él tragó saliva. Tenía que haber alguna otra forma de cortejarla. Alguna otra forma más apetitosa. Y que la dejase embarazada. 


Además, no pensaba casarse con ella por su habilidad en la cocina.


Tomándola por la muñeca, tiró de Paula para sentarla sobre sus rodillas.


—Deja que yo te dé de comer.


—No quiero comer, lo que me gusta es cocinar para otras personas. Lo hago para relajarme…


Cruel o no, era hora de que supiese la verdad, de modo que Pedro echó varias cucharadas de aquella cosa en su plato.


—Pruébalo.


—No, yo no…


—Come —insistió él.


—Muy bien —suspiró Paula, tomando huevos y espárragos con el tenedor—. A ver… —cuando lo probó se puso pálida y lo miró con cara de consternación—. ¡Está asqueroso!


—Sí.


—¿Por qué no me lo había dicho nadie?


Pedro señaló la cacerola de acero.


—A lo mejor temían que te pusieras violenta.



—Oh, no. Durante todos estos años la gente de palacio ha probado mis recetas… ¿qué habrán hecho, tirar la comida en algún tiesto?


—Seguramente.


—¿Por qué no me han dicho la verdad? ¿Por qué han dejado que siguiera haciendo el ridículo?


—Yo siempre digo la verdad —afirmó Pedro—. Aunque duela.


—Ya, desde luego —Paula lo miró, desconsolada—. Hasta Mariano me ha mentido. Le hice el desayuno una vez… y me dijo que estaba delicioso. Incluso pidió más.


Sólo podía haberle hecho el desayuno después de pasar la noche con él, pensó Pedro. Esa idea lo ponía furioso, pero no podía reprochar a Mariano que hubiese mentido. Incluso él podría haber pensado que su comida era deliciosa después de hacer el amor con Paula.


Diez años antes no tenía dinero para llevarla a un buen restaurante. Además, ella temía que alguien los viera juntos, de modo que rara vez salían de su apartamento. Pedro ponía unos cojines en el suelo y calentaba unos raviolis o judías de lata. Comían con tenedores de plástico en platos de papel… nada gourmet, nada romántico.


Pero su compañía hacía que la comida fuera deliciosa. Paula hacía que todo supiera como el más rico postre…


Pedro miró su plato. Bueno, casi todo.


—¿Lo dices de verdad? ¿No me mentirías nunca?


Él inclinó a un lado la cabeza.


—Estoy planeando seducirte, dejarte embarazada y casarme contigo.


Paula soltó una carcajada.


—Qué tonto eres.


—Sí, ¿verdad? —sonrió Pedro, mirando el reloj—. Son las doce. ¿Qué tal si nos olvidamos del desayuno y vamos a comer algo?


—¿Vas a cocinar para mí? —preguntó Paula—. ¿Como antes?


Como antes. Cuando era joven y no tenía un céntimo. Cuando estaba locamente enamorado de ella. Cuando hacían el amor durante horas y se dormían el uno en brazos del otro. Noches que no había apreciado hasta ahora.


Pedro apartó ese pensamiento. Ahora tenía otras ventajas. Y para obligar a Paula a que fuera su esposa, las usaría todas.


—No, no voy a cocinar. No me apetece abrir una lata y, aunque fuera así, tengo gente que cocina estupendamente.


Ella lo miró, inquisitiva.


—¿Y qué tienes en mente?


Pedro sonrió.


—Estaba pensando en algo italiano…




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