lunes, 10 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 22





Su avión privado aterrizó en el aeropuerto de Ciampino, en Roma, y Pedro la tomó de la mano para cruzar la pista. Pero Paula se detuvo al ver una moto esperándolos.


—¿Qué es eso?


—Una moto.


¿Quería castigarla por haber intentado envenenarlo?


—No sé si podré… llevo falda.


—Claro que puedes —el empleado que esperaba al lado de la potente máquina le dio las llaves y Pedro subió a la moto con una sonrisa—. Venga, sube.


—No sé…


—No tendrás miedo, ¿verdad?


—No, claro que no —mintió Paula—. Pero es que… ¿tú sabes el tráfico que hay en Roma? No tengo que ir en un Rolls Royce, pero me gusta estar protegida por unos cuantos centímetros de acero. ¿No podemos ir en coche? O mejor, en un tanque.


—¿Estás cuestionando mi habilidad como piloto?


—No, no…


—Entonces sube —insistió él.


Paula se dio cuenta de que tenía dos opciones: podía admitir que le daba pánico subir en una de esa cilindrada o podía tomar su mano, cerrar los ojos y agarrarse fuerte.


Su orgullo le obligó a hacer lo segundo. De modo que se colocó el bolso de Chanel en bandolera y se subió un poco la falda para poder levantar la pierna.


Pedro le ofreció un casco.


—Ponte esto.


No tuvo que pedírselo dos veces. La idea de que no hubiese nada más que su piel entre ella y la carretera le resultaba sencillamente aterradora. Pedro arrancó con un rugido más fuerte que el de un avión e Paula se agarró con fuerza, apretándose contra su espalda. Mientras se inclinaba para tomar cada curva, el motor vibraba entre sus piernas. Pasaron por la Vía de Fori Imperiali, por delante del Coliseo…


Le llegaba el calor de su piel a través de la camiseta y el viento movía su pelo oscuro, llevándole el aroma de su champú y algo masculino y extraño.


Pedro no llevaba casco. No, claro. Nada podría hacerle daño. Un hombre como Pedro podía atravesar las llamas y salir ileso.


Él no sabía lo que era tener miedo. Abrazándolo con fuerza mientras pasaban por la Piazza Venezia, Paula sacudió la cabeza. ¿Qué le pasaba? Primero envidiaba al ama de llaves y ahora a Pedro. Pero ella tenía muchas cosas por las que estar agradecida en la vida. Alexander estaba a salvo. ¿No era eso suficiente?


Pero años de soledad estaban empezando a hacer mella en su ánimo. Desde la universidad había temido relacionarse con gente que no perteneciera a su círculo porque podrían traicionarla vendiendo sus secretos a las revistas. Sus únicos amigos de verdad habían sido Karina y Maximo y ahora habían muerto. De vacaciones en Mallorca, donde estaban pasando una segunda luna de miel para intentar reavivar su matrimonio…


Paula parpadeó para contener las lágrimas.


Incluso cuando estaban vivos, sus días consistían en obligaciones reales y funciones sociales. Apenas dejaba el palacio y siempre dormía sola. Además de los besos casi amistosos de Mariano, jamás había dejado que un hombre la tocase.


Siempre apropiada y elegante en público, los paparazis le habían puesto el sobrenombre de «princesa de hielo», y era cierto. Durante diez años había estado tan congelada como la Antártida.


Pero bajo el calor del casco de Pedro, con la carretera convertida en un borrón ante sus ojos, tuvo el anhelo de sentir otra vez. De ser valiente. De ser libre. De olvidarse de las consecuencias…


Pedro detuvo la moto abruptamente frente a una trattoria cerca de la Piazza Navona. Aparcando la Caretti de más de cien mil dólares entre un Fiat y un BMW, la tomó por la cintura para ayudarla a bajar.


—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Paula.


—Puede que esté equivocado pero, generalmente, la gente come en los restaurantes —contestó él, irónico.


No parecía darse cuenta de que la gente que pasaba por la calle se detenía para mirarlos. O cómo abrían los ojos al reconocerlos.


—No podemos comer aquí —dijo Paula en voz baja—. Los paparazis llegarán en unos segundos si no están aquí ya.


—En esta trattoria sirven los mejores fetuccini alla romana del mundo. Quiero que los pruebes.


—Pero entonces todo el mundo sabrá…


—¿Qué, que te gusta la pasta? ¿O que comes con un hombre como yo?


—Pues… —Paula se pasó la lengua por los labios. Era una cosa de tan poca importancia. Y, sin embargo, la idea de entrar del brazo de Pedro en aquel restaurante para disfrutar de una comida como cualquier persona normal le daba vértigo.


—Sólo es un plato de pasta, Paula.


Sus ojos oscuros la hipnotizaban, recordándole todo lo que se había negado a sí misma durante los últimos diez años: sensualidad, libertad, riesgo.


Entonces empezó a sonar su móvil y, cuando lo sacó del bolso, comprobó que era el número privado de su madre.


Pensar en lo que diría la reina Claudia si la viera con Pedro Alfonso hizo que Paula se rebelase. De modo que guardó el móvil en el bolso y, desafiante, tomó su mano.


—Grazie, cara mía —sonrió Pedro.


«No es tan difícil ser arriesgada», pensó ella mientras entraba en el restaurante.


«Con él apoyándome no es tan difícil».




No hay comentarios.:

Publicar un comentario