martes, 18 de febrero de 2020

LUZ, CAMARA Y... BESO: CAPITULO 3





—Estás bromeando, ¿verdad? —le dijo Paula a su hermano—. ¡No puedo permitírmelo!


Tenía ante ella una casa espléndida, con el intenso azul del puerto de Sidney reflejándose en sus numerosas y pintorescas ventanas. Era sensacional. Rodar seis días a la semana Urban Nature hacía inviable el viaje de hora y media que le llevaba ir hasta su casa en la costa sur. 


Tendría que trasladarse a vivir allí durante los días de trabajo y dejar su apacible vida en Flynn's Beach.


—No es todo para ti —dijo Sebastian, tomándola de los hombros afectuosamente—. Para ti es sólo esa parte.


—¿Qué parte?


—Esta —les interrumpió una voz suave proveniente de su lado derecho.


Pedro se dirigió hacia ellos, con un juego de llaves, y puso la mano sobre el hombro de su hermano.


—¿Qué hay, compañero? Me alegro de verte.


Pedro —le saludó Sebastian sonriendo.


Un mal presentimiento se apoderó de ella.


—Vamos, te mostraré mi humilde morada —dijo Pedro.


Paula se volvió y miró a Sebastian mientras Pedro les enseñaba el camino por una puerta arqueada restaurada en un enorme muro de mampostería. A Paula le dio un vuelco el corazón al atravesar la hermosa puerta y encontrarse en un pequeño espacio ajardinado. 


Tuvo que luchar consigo misma para no revelar lo mucho que la seducía aquel lugar.


—Dijiste que querías jardín y mencionaste un precio —Sebastian hablaba a espaldas de ella—. Esto tiene un jardín y puedes permitírtelo.
Mirando a los opulentos alrededores, y considerando que estaba en uno de los sitios más exclusivos del puerto de Sidney, Paula se preguntaba cómo podría permitírselo.


—Esto huele también a un montaje.


Sebastian desvió la mirada, pero Pedro, sin decir nada, les condujo hasta una pequeña casa de invitados, separada sólo por una pared del edificio principal. Su gira por la pequeña casa finalizó en un dormitorio con mucha luz, donde, nada más entrar, Pedro abrió de par en par las puertas de madera para que entrase la luz del sol y la fragancia del jardín.


—Debe de haber más lugares en la lista —dijo ella esperanzada.


—¡Bah! No con tus dos requisitos. No vas a encontrar nada mejor.


—Vamos, Sebastian, enséñame la lista —dijo ella, volviéndose hacia su hermano.


—Paula, acéptalo. Sólo tienes que hacerte a la idea de que estás viviendo con un vecino cualquiera —le dijo Pedro en voz baja.


—No eres… —comenzó a decir ella.


¿Cómo podía explicar lo que sentía, ahora que todo lo que había soñado parecía hacerse realidad? Trabajar con él. Compartir incluso techo con él.


—¿Cuánto?


Sebastian miró a Pedro, dándole a entender que Paula ya no podía aguantar la tensión por más tiempo.


—Considéralo parte del contrato.


¿Gratis? ¿Aquella luz, aquel precioso jardín y aquellas maravillosas vistas al puerto eran gratis?


—No, no es verdad —le dijo ella a Pedro, mirándole a los ojos.


—Esto está casi siempre vacío, Paula, yo apenas vengo. Me trae sin cuidado si vive alguien aquí.


—¿Y si quieres alojar a unos invitados por unos días? —le preguntó ella.


—No será ningún problema —contestó él apretando los dientes.


¿Por qué no tenía amigos? ¿O porque la mayor parte de ellos eran del sexo femenino y compartirían su dormitorio más que los cuartos de invitados? Aquel desagradable atisbo de celos la tomó por sorpresa.


—¿Tiene entrada propia? —preguntó ella, tratando de encontrar a toda costa algún inconveniente.


—Es completamente independiente. Y… —comenzó a decir Pedro mientras la guiaba a través de la suite, y salía por la puerta de atrás a una zona donde se veía bajo un cobertizo una enorme caravana— viene con una oficina móvil, tal como acordamos.


Paula examinó un vehículo de ocho metros de largo, seguida muy de cerca por Sebastian.


—Gentileza de AusOne, será tuya durante el tiempo que estés con nosotros —le dijo Pedro—. Puedes llevártela a las localizaciones y trabajar en tus diseños entre rodaje y rodaje.


Era ideal. Convertido plenamente en un espacio de oficina, con una mesa de dibujo, un escritorio, archivadores, y una pequeña cocina. Cada centímetro reflejaba el lujo y el concepto de modernidad con que había sido diseñado. Y no era mayor que el camión de transportar los caballos de su padre que ella había llevado tantas veces sin ningún problema.


—¡Vaya! Cuando queréis dorarle la píldora a alguien, sabéis hacerlo a conciencia.


—La cadena… se hizo cargo de… tu situación, y quiere que no suponga para ti ningún problema trabajar en cualquier localización por alejada que esté —dijo él.


—Un presentador feliz es un buen presentador, ¿no? —dijo ella con mirada irónica.


Él sonrió, no muy relajado, pero era la primera vez que ella le había visto hacer tal cosa en la última semana. La última sonrisa que le había visto había sido hacía ya más de nueve años.


—A decir verdad, tú no eres la presentadora —dijo él.


—¿No? —dijeron a la vez Sebastian y eva.


—Tú eres el cerebro del equipo. Brian Maddox es el presentador.


—¡Maddox! —dijo Sebastian precipitándose fuera del tráiler disgustado.


Paula frunció el ceño. ¿Dónde había oído ella antes ese nombre?


—Maddox es el último y más brillante descubrimiento de AusOne —aclaró Dan.


Paula lo recordó. Brian Maddox, con su indiscutible atractivo, era todo un reclamo para las mujeres.


—Con él de presentador te aseguras ya la mitad de la audiencia de toda Australia —dijo ella irónica.


—Y tú, Paula, créeme, sintonizarás con la mitad masculina —replicó Pedro, sosteniéndole la mirada.


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