martes, 18 de febrero de 2020
LUZ, CAMARA Y... BESO: CAPITULO 2
Ella sólo quería desarrollar su negocio de consultoría y afianzar su seguridad desde el punto de vista financiero. No podía permitirse el lujo de entablar un litigio, ni arriesgarse a una publicidad perjudicial para ella. ¡Si apenas había podido pagarse el taxi para aquella reunión!
—¿Es que ya no me conoces, Pedro? ¿Qué te hizo pensar que aceptaría?
—El sentido común. No tienes otra alternativa, Paula.
Con la irritación a flor de piel, cruzó la estancia hacia él.
—Me gusta mi trabajo tal como es: fuera de escena, diseñando jardines, planificando los temas.
—¡Seguirías haciéndolo! Sólo que, ahora, lo harías delante de las cámaras. Unas pocas escenas en cada rodaje y el resto tal y como está, sin ningún cambio.
Pedro se frotó la barbilla y a Paula se le fue el pensamiento por unos instantes, imaginando de pronto que era la palma de su mano la que frotaba aquella barba de dos días.
—Pero estaré en el plato todo el tiempo, y no en la oficina de mi casa trabajando en los diseños.
—Te proporcionaremos una oficina móvil —dijo Pedro sin darle importancia.
La rapidez con que endulzó el caso con un número de seis cifras la dejó anonadada. Su mundo de millonario se hallaba a un millón de kilómetros de su ajustado presupuesto, pero aun así le resultaba sospechosamente generoso.
—¿Qué interés tienes tú en esto? Sabes que no me gustan las cámaras.
—Paula… Sé razonable.
—Me estás pidiendo que renuncie a mi hogar, a mi negocio y a mi vida sólo para darte lo que deseas. Creo que tengo derecho a saber lo que vas a sacar de todo esto.
—Sólo una temporada, Paula. Trece programas. Después, tú misma podrás decidir.
Paula resopló inquieta. La última vez que había estado desocupada había sido hacía seis meses, justo antes de que hubiera firmado con AusOne. De nuevo la promesa de un sueldo fijo anual y la oportunidad de cuadruplicar su catálogo habían actuado como un canto de sirena. Y las cosas habían estado yendo más o menos de acuerdo a lo esperado.
Pero lo de ahora… Después de todo lo que su familia había hecho por él. ¿Qué le había ocurrido?
—Esto apenas puede llamarse una negociación. Me pregunto lo que habría dicho mi padre acerca de tu pandilla de picapleitos.
Pedro se levantó y avanzó en torno a la mesa hasta detenerse a apenas unos centímetros de ella. Paula le sostuvo la mirada, tratando de filtrar a través de los labios el aire que inspiraba y respiraba para no correr el riesgo de inhalar su aroma embriagador. Nueve años no habían cambiado nada.
—Él me hubiera dicho: «Gracias, Pedro, por preocuparte de que mi hija tenga la vida asegurada, de que no le falte de nada en el frigorífico y se labre un futuro» —dijo él—. Por no hablar del extraordinario impulso que la publicidad daría a tu negocio.
Pedro estaba verdaderamente acalorado y furioso. Paula trató de controlarse.
—No le doy ningún valor a la publicidad, y no creo que presentar un programa de jardinería pueda servirme de ayuda alguna en mi carrera. De hecho, creo que podría producir el efecto contrario.
—Sería el mismo programa de jardinería que ha venido financiando tu incipiente consultoría.
Un evidente sentimiento de culpabilidad intensificó su sensación de calor. Ella había utilizado su programa de televisión para poner en marcha su negocio y ambos lo sabían. Ser hipócrita no iba con ella.
—Podrías sacarme también en bikini y ponerme sobre un deportivo de lujo —dijo ella, echando fuego por los ojos—. ¿Cuánta gente crees que querrá encargarme el diseño de sus proyectos de paisajismo cuando vean que soy una chica de cartel en los anuncios de la tele?
Consciente del temblor de su voz, se tomó su tiempo para calmarse. Llenó un vaso de agua fresca de una lujosa y ornamentada jarra y bebió lentamente. Luego cruzó la alfombra de espesa lana y vació el resto en un reseco bambú.
—¿Qué? —replicó ella.
—Tú amas las plantas. Son parte de ti —la sinceridad parecía brillar ahora en sus ojos—. ¿Por qué no mostrar ese entusiasmo y esa experiencia a la vista de todos? Prácticamente, tú eres la persona que escribe los guiones. ¿Por qué no ser también la que los presente?
Paula entrecerró los ojos. Estaba atrapada por su contrato; los abogados lo sabían y Pedro también. No había forma humana de poder enfrentarse legalmente a una de las cadenas de televisión más poderosas de Australia, y tampoco podía permitirse el lujo de dimitir. De hecho, la subida salarial que Pedro le estaba ofreciendo significaba que podría lavarse las manos al término de su contrato con AusOne y proseguir con su plan de negocio. Sólo serían seis meses.
—Paula, te tienen contra las cuerdas. No tienes otra salida.
—Está bien —dijo Paula—. Pero lo haré en serio, nada de decir un par de cosas y dejar que los asistentes hagan todo el trabajo.
—Muy bien. Pero que no sea a expensas de tu actividad de diseño —replicó él.
—Por supuesto. Sara y Mauro se quedarán conmigo.
—Por supuesto.
—Lo quiero por escrito —solicitó ella. Pedro apretó los labios.
—Vamos, Pedro, no te faltan abogados para conseguirte las cosas.
Pedro suspiró profundamente y se metió las manos en los bolsillos.
—Me decepciona que pienses de ese modo, Paula. Juro que he intentado hacer de todo esto un buen negocio para ti. Trece episodios, Paula. Eso es todo —dijo con un gesto amargo en la boca.
Y entonces ella lo vio: fue apenas un leve atisbo del joven que ella recordaba. En la profundidad de aquellos ojos castaños estaba parte de aquel temor que le había llevado a ella a abandonar su trabajo dejando a un lado sus habilidades y destrezas. Eso fue su perdición para ella. De repente volvía a tener dieciséis años, y cada impulso protector que ella había tratado de exorcizar durante tantos años volvía a salir ahora a borbotones a la superficie.
—Tienes mi prestigio en tus manos —le dijo ella muy serena—. Y mi carrera.
Él suspiró, sosteniéndole la mirada.
—Lo sé.
—Dame tu palabra de que será manejado con honradez.
—La tienes —dijo él extendiendo su gran mano—. Por la memoria de tu madre.
Paula miró los largos dedos de aquella mano curtida, de cuya muñeca asomó un brazalete de oro. Se moría de ganas de sentir el suave contacto de aquella piel. Pero hizo un esfuerzo para recordar en qué lado del campo de batalla había tomado posición minutos antes.
—Si guardaras el menor respeto a la memoria de mi madre, no estarías presionando a su hija sólo para medrar en tu carrera.
Incluso después de nueve años, aún había quedado en ella una herida residual lo suficientemente dolorosa como para complacerse con el rubor que afluía al rostro de Pedro. Se volvió y salió de la oficina. Era demasiado fácil retroceder a los viejos tiempos y volver a confiar en él. Tenía que tener muy presente que Pedro ya no era el mejor compañero de Sebastian ni su hermano mayor.
Él era uno de ellos. El enemigo.
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