domingo, 19 de enero de 2020

ADVERSARIO: CAPITULO 3




El todavía sonreía, tenía la boca muy masculina curveada mostrando la misma diversión que se reflejaba en sus ojos dorados. Estaba bronceado, efecto de su permanencia prolongada en el exterior. Tenía el cabello oscuro y grueso, con tintes dorados en donde lo tocaba el sol.


Era bien parecido: si se era el tipo de mujer que disfruta de ese machismo, admitió Paula de mala gana. En lo personal, ella siempre prefirió la inteligencia a los músculos, y en ese momento no le interesaba ninguna de las dos cosas.


Irritada, y al mismo tiempo a la defensiva y vulnerable sin saber por qué, en vez de devolver la sonrisa con la calidez amistosa que se merecía, ella se alteró y molesta, le indicó que le permitiera el paso y dejara de estorbar.


Más tarde, todavía alterada, todavía consciente del tiempo que había perdido, Paula esperaba el cambio de luces del semáforo para cruzar hacia el sitio en donde dejara el auto, miró a un escaparate y vio su propio reflejo. Tenía el ceño fruncido, con una expresión de amargura que le marcaba los labios, el cuerpo tenso, tanto, que de manera automática trató de relajarse.


No lo logró, tuvo que admitir cuando cambiaron las luces y cruzó al otro lado. La asombró darse cuenta cuánto cambió en esos últimos momentos, había perdido todo su sentido del humor y el optimismo.


Recordó la incomodidad de su reacción frente al hombre en la calle, alguien alegre trató de volver un momento de irritación en uno agradable, con un intercambio cálido de sonrisas. Su tía se hubiera sorprendido por su comportamiento ante ese hombre; siempre insistía no sólo en la importancia de los buenos modales, sino en la necesidad de tratar a los demás con calidez y bondad. Su tía era de la vieja escuela, e imbuyó en Paula un conjunto de valores y un patrón de comportamiento que tal vez estaba un poco alejado de la forma moderna.


Para su vergüenza, Paula reconoció que el tiempo que viviera en Londres aunado a la tensión de los últimos meses, empezaba a reducir esa actitud de interés por los demás que su tía consideraba tan importante. Era demasiado tarde como para desear haber sido menos brusca con ese desconocido, para desear haber respondido a sus buenos modales agradables con un buen humor semejante, en vez de reaccionar con tanta rudeza. Pero, era poco probable que lo volviera a ver. Así sería mejor, pues ella no dejó de notar la forma en que su sonrisa amistosa se endureció cuando olla reaccionó de manera tan poco cortés, y un gesto de seriedad, de alejamiento, sustituyó la sonrisa cansada, Paula abrió la puerta de entrada. La visita al hospital le dejó agotada y muy temerosa. No importaba cuánto tratara de negarlo, podía ver lo débil que estaba su tía, lo frágil que estaba. Era casi como si la piel se volviera transparente. Y al miso tiempo, parecía tan tranquila, tan en paz consigo misma, tan elevada, como si se distanciara de ella, del mundo, de la vida... y eso era lo que aterraba a Paula.


— ¡No! ¡No! —Paula se mordió el labio al darse cuenta de que había emitido su protesta en voz alta. Ella no quería perder a su tía, no quería...


No quería quedarse sola como una niña que llora en la oscuridad. Se mostraba egoísta, se dijo criticándose; sólo pensaba en sus propias emociones y necesidades, y no en las de su tía...


Durante toda la visita habló con regocijo desesperado de la cabaña y el jardín, le dijo a su tía que pronto volvería a casa para verlo ella misma, le hablaba como si las palabras fueran un mantra especial; del gato que adoptara la cabaña como su hogar, de los rosales que plantaran juntas en el otoño y que ahora lucían botones que pronto florecerían. Su tía era hábil en el jardín, era lo que siempre anheló, regresar a sus raíces, al ambiente del pueblo pequeño en el que creciera. Esa era la razón que en principio llevó a Paula a comprar la cabaña, su tía... su Lía que ya no vivía allí, su tía que... Paula advirtió cómo el pánico se hacía mayor en su interior, parecía una bola de nieve que creciera a cada instante y no se atrevía a enfrentarse a ella. Temía perder a su tía, la embargaba la desesperación al sólo pensarlo.


La cabaña no era muy grande, tenía tres dormitorios, un cuarto de baño y una habitación pequeña que ella usaba como su oficina en el piso superior, en el inferior había una estancia acogedora y un comedor que nunca usaban, preferían la comodidad de la cocina. El jardín era grande; el paraíso de un jardinero con sus filas de árboles frutales, su estanque y sus verduras. Pero, la tía Maia era la jardinera, no ella, y la tía Maia... Paula tragó lágrimas de enojo al recordar la apariencia del rostro de su tía cuando por vez primera vio la cabaña. Era la expresión de una niña maravillada por el placer que le proporcionaba lo que veía. Eso fue lo que hizo que Paula diera el paso final y comprara la cabaña, aunque sabía que apenas podría cubrir los pagos. La compró para la tía Maia. Vivieron en ella casi tres meses antes que la salud de su tía se empezara a deteriorar, antes que los médicos comenzaran a hablar de una operación, antes que necesitara mayores cuidados de los que ella le podía proporcionar.



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