sábado, 28 de diciembre de 2019
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 46
PAULA PARPADEÓ cansada al bajar del avión.
La señora O'Keefe la seguía con la bolsa de los pañales mientras Paula portaba a su pequeña en brazos. Rosario no había dormido nada durante las siete horas de viaje desde Dubai y estaba exhausta. No era la única.
Paula contempló el sol poniéndose por el oeste sobre las lejanas montañas. La reducida pista de aterrizaje privada estaba rodeada de bosque. La noche era cálida.
Ella vio su Mercedes monovolumen y al conductor esperándola sobre el asfalto.
Acomodó a Rosario en su silla en el asiento trasero; la señora O'Keefe se sentó junto a ellas. Tras tocarse la gorra y saludar respetuosamente en italiano, el chófer puso el coche en marcha. Paula se recostó en su asiento y perdió la vista en el paisaje.
La primavera había llegado pronto al norte de la Toscana. El aire era sorprendentemente cálido, escapando alegremente de las garras del invierno.
Fríos arroyos consecuencia del deshielo surcaban las colinas y las montañas ya estaban verdes.
Mientras recorrían la carretera, a Paula se le alegró el corazón a pesar de todo.
Ella conocía a la perfección aquellas pequeñas aldeas, las montañas y el bosque. Aliviaban el dolor de su corazón. Y conocía a la gente de allí, eran sus amigos.
Amigos. Paula pensó en todos los que había dejado atrás, tanto allí como en Nueva York.
Todo a lo que había renunciado por Pedro, con la esperanza de que él la perdonaría. Con la esperanza de lograr que su matrimonio funcionara.
Todo para nada. No había sido suficiente para él.
El chófer enfiló la carretera privada y Paula vio el lugar que tanto había echado de menos.
Su hogar.
El castillo medieval se elevaba entre los árboles, construido sobre la base de un antiguo fuerte romano.
–Hogar, dulce hogar –suspiró a punto de llorar cuando el coche se detuvo a la puerta.
Paula tomó a Rosario en brazos y la señora O'Keefe las siguió. Felicitas las saludó calurosamente.
–¡Por fin vienen a hacernos una visita! –exclamó alegremente en italiano y sujetó al bebé–. ¡No venían por aquí desde la boda! ¡Por fin, Rosario, bella mia ¿Tienes hambre? No, ya veo que estás cansada...
Mientras ella y la señora O'Keefe entraban en la casa con el bebé, Paula se detuvo en la puerta y miró alrededor. El sol teñía de rosa y violeta las montañas. Estaba en casa.
Pero mirara donde mirara, todavía veía el rostro de Pedro.
–¿Contessa? –preguntó el ama de llaves asomando la cabeza por la puerta–. ¿Dónde está su marido?
Paula entró, cerró la puerta y se apoyó contra ella como atontada.
–No tengo marido.
Había perdido a Pedro. Había perdido a su amor. Y, durante el resto de su vida, ella sabría que él seguía vivo, en algún lugar del mundo, trabajando, riendo, seduciendo a otras mujeres.
Y sin amarla a ella.
–¿Baño a Rosario? La pobre pequeña está demasiado cansada para comer. ¿Le doy simplemente un biberón? –preguntó la señora O'Keefe desde el final del pasillo.
–Contessa, me temo que la cena será fría esta noche –anunció Felicitas–. La vieja instalación eléctrica nos ha estado dando problemas. Había humo en la cocina esta mañana así que he llamado al electricista. No ha podido venir hoy, pero estará aquí mañana por la mañana.
Era demasiado. Paula se estremeció. Tenía frío.
Estaba demasiado entumecida para llorar.
Había perdido al hombre que amaba, para siempre. Lo único que le quedaba para mantenerse era su dignidad. Y su hija...
–¿Señora Alfonso?
–¿Contessa?
Paula dio un respingo.
–Sí, dé un baño rápido a Rosario, por favor –le dijo a la señora O'Keefe y se giró hacia el ama de llaves–. Mañana vendrá el electricista, comprendido.
–¿Quiere usted acostar a Rosario o lo hago yo? –preguntó la señora O'Keefe desde el piso de arriba.
–Enseguida voy.
Paula apoyó el rostro contra el frío cristal de la ventana mientras observaba los últimos rastros de sol ocultándose en el horizonte.
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