sábado, 28 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 45





Era demasiado. Por fin, cuando regresaron a Dubai, Paula estalló. No había dormido mucho en el vuelo nocturno desde Tokio: Pedro la había retenido en su cama del jet privado. El recuerdo de sus actos de posesión sexual noche tras noche, como un castigo desde que se habían casado, le hacía hervir la sangre. Cada noche, él la torturaba con sus caricias expertas, prohibiéndole lo que ella más deseaba: su admiración, su respeto. Su amor.


Y cuando él la ignoró de nuevo la mañana en que llegaron a Dubai, al marcharse directamente al terreno donde estaba construyendo su rascacielos y dejándolas a ella, a Rosario y a la señora O'Keefe solas en el hotel, Paula no aguantó más.


Normalmente ella hubiera deshecho el equipaje e intentado que su familia se acomodara lo mejor posible, dando a su lujosa suite de hotel un toque de hogar. Pero aquel día, cuando abrió la maleta de él, ella explotó.


Y pensar que hubo un tiempo en que le encantaba la idea de viajar... Después de varios meses, lo odiaba. Odiaba todo lo relacionado con ello. Incluso volar en un jet privado, alojarse en hoteles de cinco estrellas y viajar con un séquito de ayudantes. Su madre se había criado en una familia rica y le había contado historias de viajes como aquéllos. A Paula le había parecido muy exótico, muy lujoso entonces. 


Pero tras experimentarlo, lo odiaba. Ella quería un hogar.


Quería amigos, un empleo y una vida propia. En lugar de eso tenía sirvientes y un marido que la despreciaba.


Ya no más.


Cerró la maleta de él violentamente. Ya había tenido suficiente.


Se arregló esmeradamente, poniéndose un vestido escarlata de escote pronunciado. Se cepilló el cabello hasta que cayó liso y brillante sobre sus hombros. Hizo algunas llamadas y, al colgar el teléfono, se pintó los labios de rojo fuego y se miró por última vez al espejo. Inspiró hondo. Le temblaban las piernas cuando bajó en el ascensor camino de la bulliciosa ciudad.


Desde el asiento trasero del Rolls-Royce con chófer, Paula contempló el nuevo rascacielos de Pedro. Todavía a medias, parecía un picahielo envuelto en la garra de dragón. Aún no tenía paredes, por lo que el caliente viento del desierto ululaba entre las vigas de hierro.


Tras asegurarse de que la comida estaba lista, Paula esperó en la planta veinte, temblando entre el miedo y la esperanza.


Desde que se habían casado, Pedro no había querido disfrutar de su compañía en privado. Le había exigido que fuera la anfitriona de sus fiestas, sí, pero nunca le había pedido que pasara algo de tiempo a solas con él. A menos que fuera en la cama, pero eso no contaba. 


Porque ahí él nunca le había pedido permiso, sólo había dispuesto de su cuerpo según su conveniencia. Y ella no había podido resistirse. 


En realidad, nunca lo había intentado. Porque, por más que él la ignorara, ella seguía derritiéndose ante sus caricias. Y una parte de ella mantenía la esperanza de que algún día, si ella se esforzaba lo suficiente, él llegaría a preocuparse por ella.


La esperanza le aceleró el pulso mientras esperaba a Pedro en aquel momento. ¿Podría hacerle cambiar de opinión? ¿Podría convencerle para que él también deseara un hogar, una familia? ¿Una esposa?


Paula comprobó la hora en su reloj Cartier de platino. Las doce en punto.


El ascensor alcanzó la planta. Pedro salió y miró hacia los lados con impaciencia. Llevaba un ajustado traje blanco que resaltaba su sofisticado gusto y su físico perfecto. El sol del golfo Pérsico dotaba a su pelo negro de un halo. Llevaba unas gafas de sol de aviador que ocultaban por completo sus ojos y barba de varios días. Esa imperfección aumentaba aún más su belleza.


A Paula le pareció más un sueño que un hombre de carne y hueso.


Pedro –lo llamó suavemente.


Él se giró y, al verla, apretó la mandíbula.


Ella se puso en pie, temblando sobre sus tacones de leopardo tan sexys.


–¿Qué es esto? –preguntó él fríamente, reparando en la mesa iluminada con velas entre rosas.


Paula había encargado la comida a su chef, pidiéndole que incluyera los platos preferidos de Pedro. Para ocultar el temblor de sus manos, las entrelazó a su espalda.


–Tenemos que hablar.


Él no se molestó en apreciar la comida que ella había preparado tan cuidadosamente. Ni siquiera admiró el vestido que ella había escogido con tanto mimo, deseando agradarle. 


Tan sólo se dio media vuelta.


–No tenemos nada de qué hablar.


–Espera –gritó ella interponiéndose en su camino–. Sé que crees que te traicioné pero, ¿no ves que estoy tratando de reparar el daño? ¡Intento que seamos una auténtica familia!


Él apretó la mandíbula y desvió la mirada.


–Despediré a Lander por esto. Me ha dicho que me necesitaban aquí.


–Yo te necesito –dijo ella y, tras inspirar hondo, le tendió una llave–. Quiero que tengas esto.


–¿Qué es?


–La llave de mi lugar preferido en todo el mundo: mi hogar.


–¿Tu hogar en Nueva York?


Ella negó con la cabeza.


–En Italia –susurró.


Él se la quedó mirando y ella supo que él también estaba recordando el momento en que habían concebido a su hija en la rosaleda medieval. La pasión que había existido entre ellos... antes del dolor.


La expresión de él se endureció.


–Gracias –dijo con frialdad agarrando la llave–. Pero, dado que eres mi esposa, es un gesto vacío. Desde que nos casamos todas tus posesiones están bajo mi control.


La ira se apoderó de ella.


–No hagas esto. Podríamos ser felices juntos. Podríamos tener un auténtico hogar juntos...


–Yo no soy un hombre de los que se asientan, Paula. Lo sabías cuando nos casamos.


Ella sacudió la cabeza.


–No puedo soportar seguir viajando así –susurró–. Simplemente, no puedo.


Pedro le hizo elevar la barbilla y le dirigió una mirada ardiente.


–Sí que puedes. Y lo harás –le aseguró y sonrió maquiavélicamente–. Tengo fe en ti, mi querida esposa.


Ella negó con la cabeza de nuevo.


–Tú no tienes fe en mí –dijo entre lágrimas–. Ni siquiera te gusto. Mientras que yo...


«Yo te amo», quiso decirle, pero se contuvo. Él se quitó las gafas de sol.


–Te equivocas: sí que me gustas. Me gusta cómo organizas las fiestas que celebro. Añades glamour a mi nombre. Estás criando a mi hija. Y, por encima de todo... –dijo tomándola en sus brazos–, me gustas en mi cama.


–Por favor, no hagas esto –susurró ella temblando en sus brazos–. Me estás matando. 


Él sonrió y le brillaron los ojos.


–Lo sé –dijo y la besó.


Ella sintió que se rendía de nuevo ante él. Su fuerza de voluntad empezaba a flaquear bajo la fuerza de su deseo. Como siempre. Pero aquella vez...


«No». Haciendo un titánico esfuerzo, se separó de él.


–¿Por qué me haces daño tan deliberadamente? –protestó.


–Te mereces sufrir. Me mentiste.


Y de pronto ella recordó sus momentos juntos en Nueva York y lo que él le decía: «Quiero que estés conmigo hasta que haya tenido suficiente de ti, dure lo que dure. Quién sabe, tal vez sea para siempre».


Paula inspiró hondo y sacudió la cabeza. Elevó la barbilla desafiante y lo miró a los ojos.


–Tú eres el mentiroso, Pedro, no yo.


Él esbozó una sonrisa desdeñosa.


–Yo nunca te he mentido.


–No me estás castigando porque te ocultara la existencia de Rosario, sino para mantenerme a una distancia prudencial. Me pediste que fuera tu amante y yo me negué. Entonces tú descubriste a Rosario y fue algo más que temías perder. Amas a Rosario, ¿por qué no lo admites? Y podrías amarme a mí. Pero te asusta arriesgarte a querer a alguien porque no puedes soportar el dolor de perderlo. La verdad es que eres un cobarde, Pedro. ¡Un auténtico cobarde!


Él la agarró fuertemente de los brazos.


–Yo no te temo a ti ni a nadie.


Ella se revolvió intentando soltarse.


–Sé lo que se siente al amar a alguien y perderlo. Comprendo por qué no quieres enfrentarte a eso de nuevo. Por eso me echas de tu lado. Pero no eres tan despiadado ni tan cruel como quieres hacerme creer. Yo sé que en el fondo eres un buen hombre.


–¿Un buen hombre? –dijo él con una amarga carcajada–. ¿Todavía no te he demostrado lo contrario suficientemente? Soy un bastardo egoísta hasta la médula.


–Te equivocas –susurró ella–. En Nueva York vi lo que realmente tienes dentro. Vi el alma de un hombre que sufrió. Un hombre...


–Ya basta, Paula.


Ella cerró los ojos y se lanzó al vacío.


Pedro, nunca le he dicho esto a nadie... –avisó y tomó aire–. Estoy enamorada de ti.


Él la miró atónito.


–Sé mío –añadió ella suavemente–. Igual que yo soy tuya.


Él apretó la mandíbula.


–Paula...


–Eres el único amante que he tenido. Me salvaste cuando creía que nunca volvería a sentir nada. Te amo, Pedro. Quiero tener un hogar contigo. Me equivoqué al mantener a Rosario en secreto y siempre lo lamentaré. Pero,
¿puedes perdonarme? ¿Puedes ser mi esposo, el padre de Rosario, compartir un hogar? ¿Podrás amarme alguna vez?


El caluroso viento del desierto la despeinó mientras él la miraba en silencio.


Y por fin, él habló.


–No.


Aquella respuesta le sonó a Paula como un canto fúnebre; apretó los puños y sacudió la cabeza.


–Entonces no puedo ser tu esposa. Ya no.


–Eres mi esposa para siempre –le recordó él fríamente–. Ahora me perteneces.


–En absoluto –replicó ella con el rostro bañado en lágrimas–. Ojalá fuera así. Pero si no puedo ser tu esposa real, no puedo fingirlo. Por más que te ame. No puedo quedarme y seguir con este retorcido matrimonio contigo.


–No tienes elección.


–Te equivocas –afirmó ella elevando la barbilla–. Nunca te impediré que veas a Rosario. Nuestros abogados llegarán a algún acuerdo para una custodia compartida. Y cuando regrese a Nueva York, arreglaré las cosas. Le diré a todo el mundo que tú eres el auténtico padre.


–¿De veras? –inquirió él con desdén–. ¿Arruinarás tu reputación?


–Eso ya no me importa –dijo ella con una amarga carcajada–. Perder mi reputación no es nada comparado con la tortura a la que me sometes cada día, ignorándome durante el día y haciéndome el amor por la noche, mientras yo sé que nunca me amarás. No voy a permitir que Rosario crea que esto es un matrimonio normal. O una vida normal. Ella se merece algo mejor. Las dos nos lo merecemos.


–Puedo impedirte que te marches.


–Sí, pero no lo vas a hacer.


Irguiéndose, Paula se encaminó al ascensor sin mirar atrás. Y tuvo que aguantar su amenaza: él no intentó detenerla. Ella se metió en el ascensor y las puertas se cerraron silenciosamente a su espalda.


«Soy libre», se repetía como una letanía mientras el ascensor descendía las veinte plantas del rascacielos en construcción. Pero en el fondo sabía que eso era mentira. Había perdido al único hombre al que había amado. El único hombre al que amaría en su vida. Y se dio cuenta de que ella era igual que Giovanni: amaba una sola vez y para siempre. Amaba a Pedro. Y había perdido.


Nunca volvería a ser libre.




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