sábado, 5 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 16





Ya era casi de noche cuando Hernan anunció a todo el mundo que la cena estaba lista.


—¡Venid aquí si queréis disfrutar del mejor festín de vuestras vidas! —gritó.


Habían preparado una larga mesa en la cubierta con mantel de cuadros, platos de verdad y cubiertos. Los dos hombres habían preparado una cena que tenía muy buen aspecto. Sobre la mesa había varios platos con pescado asado y otros con diversas y coloridas verduras, también tostadas en la parrilla. Y había cestas con pan que parecía recién hecho y casero.


—Es un banquete propio de un rey —comentó Lily Granger.


—Y de una reina —agregó Lyle.


—Sí, sí, por supuesto —corrigió su hermana riendo—. Mi hermana es una gran defensora de los derechos de las mujeres —les explicó a los demás—. Es toda una militante.


Paula sonrió. Lo cierto era que no podía imaginarse a ninguna de las dos mujeres metidas en medio de una manifestación o protestando con pancartas frente a la Casa Blanca.


Todos se sentaron y comenzaron a comer. 


Durante los primeros minutos, sólo se oían los golpes de los cubiertos sobre la porcelana.


Después, Pedro levantó la vista y la miró.


—Mañana tendremos la oportunidad de disfrutar con las habilidades culinarias de la señorita Chaves —les dijo—. Va a ayudar a Hernan a preparar el desayuno.


—¡Qué bien! —exclamaron las hermanas al unísono.


Casi parecían envidiarla.


—Estupendo —intervino el profesor Sheldon subiéndose las gafas.


—Estoy segura de que Paula es una cocinera fantástica —le dijo Margo.


Paula miró a todos con una sonrisa, pero estaba perdiendo su seguridad por momentos. Hasta se le quitó el apetito.


El resto de la cena fue bastante agradable. Todo el mundo compartió con el resto algo sobre sus vidas. Las hermanas Granger eran de Nueva York. Ninguna de las dos había estado casada y pasaban la mayor parte del tiempo viajando. De hecho, acababan de volver de África, donde habían estado de safari.


Las vidas de Margo y su padre eran un poco más difíciles de entender. Ella aún vivía en casa y parecía claro que él la controlaba bastante. A Paula le pareció ver algo de ella misma en la joven y se preguntó si estaría deseando liberarse de un padre que la protegía demasiado.


—Bueno, Paula, cuéntanos algo sobre ti —le pidió Lily Granger—. Ese acento tuyo… ¿Es de Virginia?


—Sí —contestó ella—. De Richmond.


—Una ciudad preciosa —comentó Lily—. Mi hermana y yo pasamos un verano allí cuando éramos adolescentes. Fue en mil novecientos…


—Cincuenta y cuatro —añadió Lyle—. ¿Es allí donde has crecido, querida?


—Sí.


—Chaves… —murmuró Lily—. Ese apellido me suena un poco.


—Sí, a mí también —intervino Lyle con cara pensativa.


—Se está poniendo un poco frío —dijo Paula mientras se ponía de pie—. Creo que voy a por un jersey.


Se tomó bastante tiempo yendo hasta su camarote y buscando entre sus cosas hasta dar con el único jersey que había llevado consigo. 


Esperaba que todo el mundo se olvidara del tema de conversación. No quería hablar de su familia. Se sentía bastante incómoda.


Para cuando salió de nuevo a cubierta, las hermanas Granger ya se habían olvidado de ella. Pedro era entonces el que estaba en el punto de mira, pero él estaba siendo más parco en detalles sobre su vida de lo que había sido ella. Cuando terminó de hablar, se dio cuenta de que no le había aclarado nada. Sabía de la vida del capitán tanto como antes de que empezara a hablar. Nada de nada.


Después de la cena, todo el mundo se quedó a tomar una taza de café antes de retirarse a sus camarotes. Era muy agradable estar allí, disfrutando de la noche y de una suave brisa. 


Paula fue la primera en dar las buenas noches e ir a su habitación. Tomó una rápida ducha y se puso su camisón. Acababa de meterse en la cama cuando se dio cuenta de que se había olvidado en cubierta el libro que estaba leyendo. 


Se puso la bata y salió del camarote. Esperaba que ya no quedara allí nadie.


Subió descalza las escaleras. Era una noche fantástica. Respiró profundamente. El aire era cálido y salado. Miró al cielo, ensimismada contemplando la inmensidad del firmamento y las estrellas. Se dio cuenta de que ella era muy pequeña. Y de que todos los problemas que había dejado atrás eran de lo más insignificante.


El libro estaba donde lo había dejado olvidado, cerca de la silla donde había estado sentada esa tarde. Se estaba agachando para recogerlo cuando se dio cuenta de que había alguien allí, apoyado en la barandilla y contemplando el negro océano que los rodeaba.


Reconoció al instante su rígida pose y dio un paso atrás, escondiéndose entre las sombras. 


No entendía muy bien por qué, pero no quería que la viera. Sabía que tenía que volver al camarote, pero algo hizo que dudara un segundo y se quedara contemplando su perfil.


Llevaba el pelo algo más largo y descuidado que la mayoría de los hombres que conocía. Su mandíbula parecía estar en tensión. Levantó una mano y se frotó la nuca, como si quisiera liberar un nudo que la tensión hubiera atado en los músculos de su cuello.


De repente y durante un segundo, vio algo en su rostro de lo que no había sido consciente hasta ese momento. Era tristeza.


No parecía un sentimiento apropiado en alguien como él. Sin poderlo remediar, deseó saber por qué se sentía así. A pesar de que apenas conocía a ese hombre. No sabía quién era Pedro Alfonso.


Después de observarlo durante unos segundos más, se dio la vuelta y fue hacia las escaleras.




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