lunes, 23 de diciembre de 2019
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 38
–¿Sí? –preguntó la señora O'Keefe en la puerta.
–He venido a ver a la condesa.
¡Era la voz de Pedro! ¡El estaba allí! Paula ahogó un grito y dejó caer el teléfono.
La mujer irlandesa miró a Pedro y luego a Paula.
Y sonrió de pronto.
–Así que usted es la causa de todo este lío –le dijo a Pedro–. Lo resolverán, creo. Entre.
Y le abrió la puerta.
El dio dos pasos y llenó el vestíbulo de Paula con su energía masculina.
–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó ella en un susurro–. Dijiste que no volverías a contactar conmigo. Creí que te habías marchado para siempre...
–¡Hasta mañana, entonces! –se despidió la señora O'Keefe alegremente y se marchó.
–No he venido a verte a ti –señaló Pedro y miró a la pequeña que jugaba con los bloques sobre la alfombra–. He venido a verla a ella.
Paula contuvo el aliento.
–¿Cómo te has enterado?
Pedro se giró hacia ella con la mandíbula apretada.
–¿Por qué les dijiste a todos que ella es la hija del conde? ¿Por qué nunca me avisaste de que yo tenía una hija?
Ella sintió la boca seca de repente.
–Quería decírtelo.
–¡Mientes! –exclamó él furioso–. ¡Si hubieras querido decírmelo de verdad, lo habrías hecho!
–¿Qué se suponía que debía hacer, Pedro? ¡Dejaste muy claro que no querías hijos! Y yo te odiaba. Cuando te marchaste de Italia, deseaba no volver a verte en la vida.
–Ésa fue tu excusa entonces. ¿Qué me dices de ayer en la boda? ¿O de esta mañana mientras desayunábamos o al enseñarme el parque? ¿O cuando hemos hecho el amor en el hotel? ¿Por qué no me lo has dicho entonces?
–Lo siento –susurró ella–. Temía que me odiaras.
Él le dirigió una mirada gélida.
–Por supuesto que te odio –dijo y entró en el salón.
Se arrodilló junto a Rosario y le entregó un bloque. La pequeña le sonrió y parloteó alegremente sonidos sin sentido. Él la miró. Y la tomó en brazos.
–¿Qué estás haciendo? –gritó Paula.
–Mi avión me espera para llevarme a Hawai y a Japón –respondió él fríamente–. Y no confío en ti.
–¡No se te ocurrirá llevártela y apartarme de ella!
Él entrecerró los ojos y esbozó una sonrisa cruel.
–No. Tú también vas a venir. Vas a acompañarme allá adonde yo vaya. Y te acostarás conmigo hasta que me canse de ti.
¿Acostarse con él, entregar su cuerpo a un hombre que la odiaba?
–No –dijo ella ahogando un grito–. ¡Nunca me casaré contigo!
–¿Casarnos? –dijo él con una risa terrible–. Eso era cuando creía que eras una mujer honesta con buen corazón. Ahora sé que no eres más que una bella y traicionera mentirosa. No mereces ser mi esposa. Pero serás mi amante.
–¿Por qué te comportas así? –inquirió ella con un hilo de voz–. Tú nunca has querido ser padre. ¿Por qué te comportas como si te hubiera ocultado algo precioso para ti, cuando los dos sabemos que lo único que tú has deseado siempre es ser libre?
Él esbozó una mueca de desdén.
–Cumplirás mis exigencias o te llevaré a juicio. Pelearé por la custodia de mi hija con todos los abogados que tengo –anunció él con una sonrisa sombría–. Y créeme, son más de los que tú nunca podrás conseguir.
Un escalofrió recorrió a Paula. Miró a Rosario en sus brazos, sujeta con delicadeza.
Verles juntos le partió el corazón. Era justo lo que ella siempre había soñado.
Entonces vio que él la miraba y toda la ternura desaparecía de su expresión, reemplazada por puro odio.
Odio... y pasión.
–¿Aceptas mis términos? –dijo él.
No podía dejarle ganar. Así no, se dijo Paula. Ella no era una mujer que no se rendía sin pelear. Elevó la barbilla.
–No.
–¿No? –inquirió él fríamente.
–No te acompañaré en tus viajes como tu amante. No con nuestra hija por medio. No es decente.
Él la fulminó con la mirada.
–Antes no te planteabas ser decente: en la rosaleda, en el armario de la limpieza, en la suite del hotel...
–Eso era diferente –replicó ella con lágrimas en los ojos–. Si Rosario está con nosotros, todo cambia. No voy a darle ese ejemplo ni a ofrecerle ese tipo de vida desestructurada. O hay matrimonio o nada.
–¿Prefieres darle el ejemplo de venderte a un matrimonio sin amor... y no una vez, sino dos?
Paula se estremeció con una desagradable desazón.
–Aceptaré tus términos, Pedro –dijo con voz ronca– Me acostaré contigo, te seguiré por el mundo, me entregaré a tus exigencias... pero sólo como esposa tuya.
El se la quedó mirando unos largos momentos.
Y luego sonrió.
–De acuerdo –dijo tendiendo la mano.
Ella la estrechó para sellar el trato. Al tocarlo sintió un cosquilleo.
–Sólo recuerda que has sido tú quien ha elegido convertirse en mi mujer –le susurró él al oído.
Con la otra mano le acarició la mejilla y la miró a los ojos.
–El error ha sido tuyo –añadió él.
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