domingo, 22 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 37




-DE ACUERDO, entonces me marcho por hoy –anunció la señora O'Keefe agarrando su bolso y dirigiendo una compungida mirada a su jefa–. Si usted está segura de que no quiere que me quede...


–Estoy segura –insistió Paula enjugándose las lágrimas.


Intentó sonreír a su bebé, sentada junto a ella sobre la alfombra turca del salón mientras jugaba con unos bloques.


–De verdad, estoy bien –afirmó Paula–. Sólo un poco triste.


–Querida, ya ha transcurrido un año y medio desde que el conde falleció. El no querría que se apenara tanto.


Claro, la señora O'Keefe creía que ella estaba llorando por Giovanni. ¿Cómo explicarle que su corazón roto se debía al auténtico padre de Rosario, un hombre vivo pero sin ningún interés por tener una hija, una esposa amante ni un hogar?


–No lloro por él, sino por otra persona –confesó Paula.


La mujer irlandesa la miró fijamente.


–¿Quién?


Paula sacudió la cabeza. Lloraba por un hombre que nunca la perdonaría si descubría que ella le había mentido. Pero él nunca se enteraría. Pedro estaba de camino al lejano Oriente para no volver jamás.


Ella debería estar contenta... pero no lo estaba.


Al descubrir que se había quedado embarazada, ella había odiado a Pedro con tanto ahínco que había creído que la única manera de poder amar del todo a su bebé sería olvidarse de su padre.


Pero para el resto de sus días, cuando mirara a su hija a los ojos recordaría una emoción muy distinta al odio: recordaría la ternura con la que Pedro le había pedido que se quedara con él. Y la forma en que ella le había rechazado.


La forma en que le había mentido.


«Basta», se ordenó, secándose los ojos con fuerza. «No sigas».


Rosario rió alegre y le tendió un bloque con la letra A. Paula sonrió a través de las lágrimas.


–A de amor –susurró, devolviéndole el bloque a su hija y abrazándola.


Rosario siempre tendría lo mejor: la mejor educación; las mejores casas tanto en Nueva York como en Italia; la mejor ropa; una madre que la amaba.


Sólo había una cosa que ella no podría proporcionarle.


–No se sienta culpable por haber sido la que se ha quedado –comentó la señora O'Keefe suavemente–. El conde no la culparía si usted encuentra a otra persona a la que amar. Usted es joven, necesita un hombre. Igual que su preciosa bebé necesita un padre vivo que la quiera.


Paula la miró. Y luego miró a Rosario. «¡Dios mío! ¿Qué he hecho?», pensó de pronto.


Se había convencido a sí misma de que había mantenido a Pedro y a Rosario separados por su propio bien. Pero, ¿y si había sido una mentira que le convenía creer?


Pedro era capaz de cambiar. Se lo había demostrado ese mismo día: a pesar de que afirmaba que nunca querría casarse, le había propuesto matrimonio a ella.


También sostenía que no quería ser padre. Pero igualmente podía cambiar de opinión acerca de eso. Tal vez si hubiera visto a Rosario habría querido ser su padre.


¿Y si ella había cometido el mayor error de su vida al rechazar a Pedro, no porque temiera que él abandonara a Rosario sino que la odiara a ella por haberle ocultado su existencia?


Se quedó sin aliento. Sus sentimientos no importaban al lado de las necesidades de su hija. Su hija era lo primero. Y, por más que Pedro llegara a odiarla a ella, si él deseaba actuar como padre de Rosario, ella no tenía otra opción que permitírselo, se dijo Paula.


Tenía que decirle la verdad.


–Espero que no le importe que le diga esto –dijo la señora O'Keefe con lágrimas en los ojos–. Para mí usted es la hija que nunca tuve. No quiero que cometa el mismo error que yo cometí.


Paula se puso en pie lentamente.


–Gracias –murmuró–. Tiene razón.


Sonó el timbre de la puerta. La señora O'Keefe carraspeó.


–Ya voy yo. Seguramente será el nuevo carrito que he pedido en la tienda.


Paula asintió ausente y agarró el teléfono. Pidió el número del hotel Cavanaugh y llamó con el corazón en un puño.


–Me temo que el señor Alfonso se ha marchado hace una hora –dijo la recepcionista del hotel.


Paula colgó el teléfono con unas terribles ganas de llorar. Era demasiado tarde.




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