domingo, 22 de diciembre de 2019
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 35
Ella le había dejado.
Pedro no podía creerlo. Estaba seguro de que ella sería suya.
Acababa de pedirle que se casara con él. Y ella le había rechazado.
Tal vez fuera lo mejor, se dijo frotándose la cabeza. Había sido un tonto al haber hecho la oferta tan a la ligera. Se habría cansado de ella en una semana.
En un día. Paula le había hecho un favor rechazándolo. ¿Verdad?
La lujosa suite de hotel, con su exquisito mobiliario, sólo le devolvía silencio.
Mármol, cristal, carísima marquetería... todo resultaba feo y triste tras la marcha de ella.
Le sonó el teléfono conforme salía de la ducha.
–El avión está listo para despegar, señor Alfonso –le informó su asistente–. Directo a Lihue con una breve parada para repostar en San Francisco. He enviado al chófer a esperarle a la entrada del hotel. ¿Quiere que alguien recoja sus maletas?
–No te preocupes –respondió Pedro embobado–. Viajo ligero de equipaje.
Ir ligero de equipaje, justo lo que le gustaba, se dijo. Se puso una camisa negra, gemelos de platino, pantalones negros y un abrigo negro de lana italiana.
Pero mientras guardaba sus pocas cosas en su maleta de cuero, se sintió extrañamente entumecido, algo que no le ocurría desde hacía mucho tiempo: desde aquel gélido día de invierno en que había perdido tanto en un incendio.
«Es mejor así», se dijo de nuevo. Crear lazos con alguien no era bueno. Y Paula era el tipo de mujer con quien un hombre querría crear lazos. Él no quería eso. Se volverían locos el uno al otro. Y aun así...
Agarró con fuerza el asa de su maleta. Todavía no podía creer que la hubiera perdido.
Una vez en la recepción del hotel, habló brevemente con su asistente, Murakami, que le seguiría a Tokio al cabo de unos días. La planta principal del hotel Cavanaugh estaba decorada con un árbol de Navidad de unos diez metros de altura cubierto de adornos rojos. Los rostros alegres y las luces del vestíbulo irritaron a Pedro.
Mientras Murakami se ocupaba de pagar el hotel, Pedro salió a la calle.
Parpadeó unos instantes ante el frío de la tarde invernal mientras su aliento se convertía en vaho.
–¿Señor?
Sin pronunciar palabra, Pedro le tendió su maleta al chófer y se subió al asiento trasero.
El Rolls-Royce circulaba por la Quinta Avenida cuando el conductor le habló de nuevo.
–¿Su visita a Nueva York ha resultado agradable, señor?
–Mi última visita –puntualizó Pedro mirando por la ventanilla.
–Espero que celebre la Navidad en algún lugar más cálido, señor.
Pedro recordó la calidez del cuerpo de Paula y de su mirada.
«El mundo está lleno de mujeres», se dijo enfadado. La reemplazaría fácilmente.
Y ella le reemplazaría a él. Encontraría a un hombre que pudiera darle más que él. Tal vez alguien con un trabajo de nueve a cinco que regresaría puntual a su diminuta casa cada noche. Un hombre que le sería fiel. Un padre para sus hijos.
A Pedro le dolía el cuerpo de deseo por ella.
Pero ella había escogido rechazarle. Y él debía respetar su decisión, le había dado su palabra.
Nunca había creído que tendría que mantenerla.
Aun así...
De pronto se dio cuenta de que había olvidado entregarle el cheque de veinte millones de dólares. Se irguió en su asiento.
–Gire aquí mismo –le dijo al chófer–. Diríjase a la calle treinta y cuatro con la once. Tan rápido como pueda.
Cuando el coche se detuvo delante del viejo edificio que albergaba la oficina de Paula, Pedro casi saltó de él. Impaciente, en lugar de esperar al ascensor, subió las escaleras de tres en tres. Llegó a la tercera planta y empujó la puerta.
Tenía el corazón desbocado, pero no por el ejercicio.
Sara, la recepcionista, lo miró sorprendida y encantada.
–Señor Alfonso, ¿ha olvidado algo? –preguntó con una sonrisa–. ¿Quiere que le lleve a conocer el parque, después de todo?
Paula no estaba allí. Pedro apretó la mandíbula con frustración mientras sacaba su chequera del bolsillo de su abrigo.
–La condesa ya me ha enseñado el parque. Pero se ha marchado antes de que pudiera darle mi donación.
Pedro extendió el cheque de veinte millones de dólares y se lo entregó a la joven, que lo miró con ojos desorbitados.
–Le daré un recibo –anunció ella.
–No es necesario –dijo él.
Le había prometido a Paula que no volvería a dirigirse a ella, pero había encontrado una oportunidad de no traicionar su palabra. Y ella no estaba allí.
«Qué bien», se burló de sí mismo.
–La condesa insistiría –dijo Sara con un hilo de voz entregándole el recibo–. ¿Cómo quiere que se anuncie?
–¿A qué se refiere?
–Enviaremos una nota de prensa comunicando su donación, por supuesto. ¿Quiere que se la atribuyamos a usted personalmente o a su empresa?
–No la mencione. No se la mencione a nadie –respondió él sombrío.
–Anónima, comprendido –dijo ella guiñándole un ojo–. Es usted una buena persona, señor Alfonso. Muchas familias disfrutarán de este parque en las próximas generaciones.
Pedro se despidió con un gruñido. Había llegado a la puerta cuando oyó suspirar a Sara.
–Paula va a lamentar mucho no haber estado aquí para ver esto. Pero le gusta estar en casa cuando su bebé se despierta de la siesta.
Pedro se detuvo en seco.
–¿Bebé?
–Esa pequeña es una monada.
Pedro regresó al mostrador de recepción. Sara le miró asustada ante la feroz expresión de su rostro.
–¿Qué tiempo tiene? –inquirió él.
–Esa es la parte más romántica –contestó ella con un suspiro–. Rosario nació nueve meses después de la muerte del conde. Un milagro para consolar la pena de Paula. Y Rosario es una preciosidad. Ahora gatea como una loca...
¿Adonde va, señor Alfonso?
Roark no respondió. Abrió la puerta y bajó las escaleras furioso.
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