jueves, 12 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 3




–Lamento mucho su pérdida, condesa –saludó Andres Oppenheimer muy serio, besándole la mano.


–Gracias.


Como atontada, la condesa Paula Chaves miró a aquel hombre maduro. Deseó estar de nuevo en Villa Chaves, llorando la muerte de su marido en silencio en su rosaleda ya descuidada, protegida tras los muros medievales de piedra. 


Pero no había tenido elección: debía asistir al baile benéfico que Giovanni y ella habían planeado durante los últimos seis meses. Él lo habría querido así.


El parque sería su legado, al igual que el de la familia de ella: veintiséis acres de árboles, césped y columpios en recuerdo eterno de la gente a la que ella había amado. Y de los cuales ya no quedaba ninguno. Primero había fallecido su padre, luego su hermana y después su madre. Y hacía nada, su marido. A pesar de la cálida noche de verano, Paula sentía el corazón frío y paralizado, como si la hubieran enterrado en el congelado suelo junto a su familia tiempo atrás.


–Encontraremos una forma de alegrarla, espero –dijo Andres apartándose ligeramente, pero todavía sosteniéndole la mano.


Paula se obligó a sonreír. Sabía que él tan sólo intentaba ser amable. Y era uno de los principales benefactores al fondo para crear el parque. El día después del fallecimiento de Giovanni, él le había extendido un cheque por cincuenta mil dólares.


Andres seguía sosteniéndole la mano sin permitirle zafarse de él con facilidad.


–Permítame que le traiga un poco de champán.


–Gracias pero no –dijo ella desviando la mirada–. Aprecio su amabilidad, pero debo saludar al resto de mis invitados.


El salón de baile estaba abarrotado. Había acudido todo el mundo. Paula no podía creer que el parque Olivia Hawthorne fuera a convertirse en una realidad. Los veintiséis acres de vías de tren y almacenes abandonados se
transformarían en un lugar hermoso justo al otro lado de la calle donde su hermana había muerto. 


En el futuro, otros niños ingresados en el hospital St. Ann mirarían por sus ventanas y verían los columpios y la gran extensión de césped. Oirían el viento al mover los árboles y la risa de otros niños jugando.


Sentirían esperanza.


¿Qué era su propio dolor comparado con aquello?, se dijo Paula.


Se soltó del hombre.


–Debo irme.


–¿No me permitiría escoltarla? –pidió él–. Déjeme quedarme a su lado esta noche, condesa. Déjeme consolarla en su dolor. Debe de ser duro para usted hallarse aquí. Hágame el honor de permitir que la escolte y doblaré mi donación al parque, la triplicaré...


–Ha dicho que no –interrumpió una voz grave de hombre–. Ella no quiere estar con usted.


Paula elevó la vista y contuvo el aliento. Un hombre alto y de hombros anchos la observaba desde el pie de las escaleras. Tenía el pelo negro, la piel bronceada y un cuerpo musculoso bajo su impecable esmoquin. Y, aunque le había hablado a Andres, sólo la miraba a ella.


El brillo de aquellos ojos oscuros y expresivos, extrañamente, la encendió.


Transmitían calidez, algo que ella no había sentido en semanas a pesar de que era junio.


Además, aquello era diferente. Ninguna mirada de hombre la había abrasado así.


–¿Lo conozco? –murmuró ella.


Él sonrió con suficiencia.


–Todavía no.


–No sé quién es usted –intervino Andres fríamente–. Pero la condesa está conmigo.


–¿Podrías traerme un poco de champán, Andres? –pidió ella girándose hacia él con una sonrisa radiante–. ¿Me harías ese favor?


–Por supuesto, encantado, condesa –respondió él y miró sombrío al extraño–. Pero, ¿y él?


–Por favor, Andres –repitió ella posando su mano en la muñeca de él–. Tengo mucha sed.


–Enseguida –dijo él con dignidad y se marchó en busca del champán.


Paula tomó aire profundamente, apretó los puños y se giró hacia el intruso.


–Tiene exactamente un minuto para hablar antes de que avise a seguridad – anunció bajando las escaleras hasta encararse con él–. Conozco la lista de invitados. Y a usted no lo conozco.


Pero cuando se vio junto a él se dio cuenta de lo grande y fuerte que era. Con su metro setenta ella no era precisamente baja, pero él le sacaba al menos quince centímetros y treinta kilos.


Y aún más poderoso que su cuerpo era la manera en que el hombre la miraba.


No apartó ni un segundo la mirada de ella. Y ella no fue capaz de apartar la vista de aquellos intensos ojos negros.


–Es cierto que no me conoce. Todavía –dijo él acercándose a ella con una sonrisa arrogante–. Pero he venido a darle lo que desea.


Luchando por controlar el calor que estaba invadiendo su cuerpo, Paula elevó la barbilla.


–¿Y qué cree usted que deseo?


–Dinero, condesa.


–Ya tengo dinero.


–Va a gastar la mayor parte de la fortuna de su difunto marido en ese estúpido proyecto benéfico –señaló él con una sonrisa sardónica–. Es una pena que desperdicie así el dinero después de lo duro que trabajó para ponerle las manos encima.


¡El estaba insultándola en su propia fiesta llamándola cazafortunas! Por más que eso fuera parcialmente verdad... Ella contuvo las lágrimas ante el desprecio hacia la memoria de Giovanni y luego miró al extraño con tanta altivez como logró reunir.


–Usted no me conoce. No sabe nada de mí.


–Pronto lo sabré todo.


Él alargó una mano y paseó su dedo por la mandíbula de ella.


–Pronto te tendré en mi cama –añadió en voz baja.


No era la primera vez que un hombre le decía algo tan ridículo, pero aquella vez Paula no logró despreciar la arrogancia de aquellas palabras. No cuando el roce de aquel dedo sobre su piel había revolucionado su cuerpo entero.


–Yo no estoy en venta –afirmó ella.


Él le hizo elevar la barbilla.


–Serás mía, condesa. Me desearás como yo te deseo.


Ella había oído hablar de la atracción sexual, pero pensaba que había perdido su oportunidad de experimentarla. Se creía demasiado fría, demasiado vapuleada por el dolor, demasiado... entumecida.


Sentir la mano de él sobre su piel había sido como un cálido rayo de sol que empezara a resquebrajar el hielo de su cuerpo y lo derritiera.


Contra su voluntad, se acercó a él un poco más.


–¿Desearlo? Eso es ridículo –dijo con voz ronca y el corazón desbocado–. Ni siquiera lo conozco.


–Lo harás.


Él tomó su mano y ella sintió aquel extraño fuego subiéndole por el brazo hasta el centro mismo de su cuerpo.


Ella llevaba congelada mucho tiempo, desde que en enero habían descubierto la enfermedad de Giovanni. Por eso, en aquel momento el calor provocado por aquel extraño le resultó casi doloroso.


–¿Quién es usted? –murmuró ella.


Lentamente, él la abrazó y acercó su rostro a meros centímetros del de ella.


–Soy el hombre que va a llevarte a tu casa esta noche.




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