jueves, 12 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 2




Nicolas Carter se secó el sudor de la frente. Su viejo amigo de Alaska era el vicepresidente de su empresa Propiedades norteamericanas Alfonso S.L.


Normalmente era tranquilo y seguro de sí mismo. A Pedro le sorprendía verlo tan nervioso en aquel momento.


–Ella ha organizado este baile para recaudar dinero para el parque. ¿Por qué crees que va a venderte a ti el terreno?


–Porque conozco a las de su tipo –gruñó Pedro–. Vendió su cuerpo para casarse con el conde, ¿o no? El abandonar este mundo con un grandioso acto de caridad que compensara sus años de negocios implacables pero, una vez muerto él, ella querrá dinero. Tal vez ella parezca deseosa de hacer buenas obras, pero yo reconozco a una cazafortunas en cuanto la veo...


Se quedó sin habla al reparar en una mujer que llegaba al salón de baile en aquel momento: lustroso cabello negro rizado sobre hombros pálidos y desnudos; ojos entre verdes y avellana; vestido blanco sin mangas que realzaba a la perfección la voluptuosa forma de guitarra de su cuerpo. Ella tenía un rostro angelical salvo por una cosa: los labios rojo pasión destacaban claramente, carnosos e incitantes, como pidiendo el beso de un hombre.


–¿Quién es? –preguntó Pedro conmocionado, algo poco habitual en él.


Nicolas sonrió sardónico.


–Amigo mío, ella es la feliz viuda.


–La viuda...


Pedro volvió a mirarla, atónito. En su vida había habido muchas mujeres. Él las había seducido fácilmente en cualquier lugar del mundo. Pero ella era la mujer más hermosa que había visto nunca: voluptuosa, angelical, traviesa. 


Por primera vez en su vida, él comprendió el significado de la expresión «bomba sexual».


Tal vez fueran ciertos los rumores de que el viejo conde había muerto


Tragó saliva. La condesa Paula Chaves no era una simple mujer: era una diosa.


Hacía demasiado tiempo que él no se sentía así, tan intrigado y excitado por alguien. Él se había colado en aquella fiesta para convencer a la condesa de que le vendiera el terreno. Una repentina idea acudió a su mente: si ella aceptaba su propuesta de venderle la tierra por una cuantiosa suma de dinero, ¿tal vez también aceptaría acostarse con él para sellar el acuerdo?


Pero él no era el único hombre que la deseaba: vio que un hombre de cabello blanco con un impecable esmoquin subía las escaleras apresuradamente hacia ella. Otros invitados, no tan descarados, la contemplaban a distancia. 


Los lobos acechaban.


Y no era sólo la belleza de ella lo que despertaba reacciones de todos los presentes: nostalgia en los hombres; envidia en las mujeres. Ella irradiaba un gran poderío en la dignidad de su porte, en la fría mirada que dirigió a su pretendiente. Esbozó una sonrisa que no se reflejaba en sus ojos.


¿Los lobos acechaban? Ella era una loba en sí misma. Aquella condesa no era ninguna débil virgen ni una empalagosa debutante. Era fuerte. Paseaba su belleza y su poder como una fuerza de la Naturaleza.


El deseo que despertó en Pedro era tan intenso que le descolocó. Con una sola mirada, aquella mujer le encendió.


Conforme ella descendía por las escaleras, con su voluptuoso cuerpo balanceándose a cada paso, él se la imaginó arqueándose desnuda debajo de él, susurrando su nombre con aquellos carnosos labios rojos mientras él se hundía entre sus senos y la hacía retorcerse de placer.


Esa mujer a la que todos los demás hombres deseaban, él la tendría, se dijo Pedro.


Junto con el terreno, por supuesto.





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