miércoles, 6 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 3




El ascensor que llevaba hasta la planta baja la dejó al final del pasillo que había detrás de la sala de exposiciones. Paula vio a Pedro Alfonso en la sala número tres. Estaba de pie y de espaldas a la puerta. Se fijó en que tenía anchas espaldas, que era delgado y que llevaba un impecable traje gris que cubría su figura atlética sin una sola arruga.


Era un hombre alto. Paula siempre se fijaba en la altura de los hombres porque ella era bastante más alta que otras mujeres y rara vez tenía que levantar la vista para mirarlos. «Con este sí tendré que hacerlo», pensó con una sonrisa.


A medida que se acercaba a la puerta, sentía que la timidez se apoderaba de ella. Respiró hondo y trató de concentrarse para representar el papel de una empleada eficiente. Se retiró algunos mechones de pelo que le caían por la cara y que se habían soltado de la coleta.


Cuánto antes comenzara, antes terminaría. 


Entró en la habitación con tanta decisión que casi se chocó con él. Llevaba la cabeza agachada y el cuaderno bajo el brazo.


Él se volvió en cuanto ella entró y se echó a un lado. La miró fijamente, como sorprendido por la manera en que había entrado. Tenía los ojos marrones como el café, y su mirada transmitía una mezcla de ternura y curiosidad. Paula lo miró un instante y después desvió la mirada con timidez. Sintió que se sonrojaba y que el pulso se le aceleraba.


Él era más joven de lo que esperaba. Rondaría los cuarenta. ¿Los millonarios no solían ser mayores? ¿Mayores… calvos y barrigudos… y mucho menos atractivos?


Finalmente, levantó la vista otra vez. Él continuaba mirándola.


—Señor Alfonso—tendió la mano para saludarlo—. ¿Cómo está? Soy Paula Chaves, una de las diseñadoras de esta casa.


—Una de las mejores, me han dicho —le estrechó la mano con firmeza. Su voz era grave. El cumplido hizo que Paula se sonrojara de nuevo, pero trató de ignorarlo—. Gracias por venir a verme. Me he dado cuenta de que debía haber concertado una cita. Espero que no haya interrumpido nada importante.


—No, no se preocupe —mintió Paula—. Por favor, siéntese señor Alfonso —hizo un gesto para que se sentara frente a ella junto a la mesa que había en el centro de la habitación.


—Por favor, llámeme Pedro—sugirió él con una sonrisa. Tenía la dentadura perfecta y cuando se reía le salían hoyuelos en las mejillas. El cambio en su expresión, las pequeñas arrugas que le salían en el contorno de los ojos y de la boca, hicieron que Paula sintiera algo extraño en su interior.


O era un chico encantador, o era capaz de fingirlo a la perfección. Paula sabía que ella sospechaba siempre de los hombres y de sus intenciones. Sobre todo, de los hombres mayores y atractivos. Pero no podía evitarlo. La experiencia había sido una profesora cruel pero buena.





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