miércoles, 6 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 1



Era lunes por la mañana y Paula no había comenzado bien el día. Había perdido el autobús, llovía a cántaros y no tenía paraguas. 


Además tenía una enorme carrera en las medias que llevaba puestas.


Salió del ascensor y entró en su despacho, en el edificio de Colette, Inc., la casa de joyas conocida mundialmente. Por lo general, un poco de lluvia o una media rota no la afectaban tanto. 


Siempre tenía un aspecto cuidado que hacía que pasara desapercibida. Pero aquella mañana tenía que hacer una presentación delante de todos los altos cargos de la empresa. Paula temía hablar delante de un grupo, o cualquier situación en la que tuviera que ser el centro de atención. Estar empapada de los pies a la cabeza solo empeoraba las cosas.


Trató de retocar un poco su melena rojiza, pero el pelo se le rizaba en todas las direcciones. Se peinó hacia atrás y se hizo una coleta. Tenía la tez pálida y algunas pecas en la nariz, pero rara vez trataba de ocultarlas con maquillaje, es más, por lo general no se maquillaba nunca.


Mirándose al espejo, se quitó las gafas y secó los cristales con un pañuelo de papel. Le hubiera gustado llevar lentillas, pero nunca se había sentido cómoda con ellas y menos teniendo en cuenta que el trabajo de diseñar joyas requería mucha atención visual. Además, no tenía a nadie especial a quien quisiera impresionar.


Llevaba una falda de flores que tapaba casi toda la carrera de sus medias. Pero el jersey, que normalmente le quedaba suelto y no resaltaba su figura estaba mojado y se le pegaba al cuerpo como si fuera una segunda piel. Su madre le había dicho muchas veces que su físico era una bendición, pero ella no opinaba lo mismo. Al contrario, se sentía acomplejada de tener mucho busto y de que por ello, los hombres se fijaran en ella. Paula hacía todo lo posible para ocultar su silueta.


El broche que llevaba en el jersey tiraba de la lana, así que Paula se lo quitó con cuidado. Lo observó durante un instante sujetándolo en la palma de la mano. Era una pieza especial. 


Cualquiera se daría cuenta, pero para ella, que era diseñadora de joyas, era algo más evidente. 


Era uno de esos objetos que se podían encontrar en una tienda de artesanía o en un lugar que vendiera joyas antiguas. La noche anterior, Paula había ido a tomar café a casa de Rosa Carson, su casera, y esta le había dado el broche. Rosa lo llevaba puesto y Paula se había fijado en él; entonces, Rosa se lo quitó y se lo ofreció insistiendo en que lo llevara durante una temporada.


—Rosa, es precioso. Pero seguro que tú lo aprecias mucho… ¿y si lo pierdo? —le había preguntado Paula.


—No seas tonta, no lo perderás —había insistido Rosa—. Toma, póntelo. A ver cómo te queda.


Paula estaba de acuerdo en que le quedaba estupendamente. Aun así, no le parecía bien aceptar esa pieza de joyería tan valiosa. Pero Rosa no aceptó un «no» como respuesta.


Tenía un diseño redondeado. Era una base de varios metales en la que había incrustadas ámbar y otras piedras semipreciosas. Al mirarla, el brillo de las diferentes piedras con distintas formas y colores era cautivador, casi mágico. 


Cada vez que Paula contemplaba el broche le entraba una extraña sensación, pero no sabía por qué.


Guardó el broche en el bolsillo de la falda, y pensó que allí estaría seguro. Rosa decía que el broche siempre le había dado suerte y Paula esperaba que a ella también se la diera para la presentación que tenía que hacer ese día.


Siempre llevaba una bata larga y gris para proteger la ropa cuando estaba en el trabajo, y de paso, le servía para ocultar su cuerpo. La descolgó de detrás de la puerta y se la puso. 


«Sin ella parecería que estoy en un concurso de camisetas mojadas», pensó, y se abrochó los botones.


Paula sabía que no era una estupenda, como otras de las mujeres que había en la oficina. Ella era lo que los hombres llamaban una mujer normalucha; siempre había sido así y dudaba mucho de que aquello fuera a cambiar. Algunas mujeres nacían así. O lo tenían todo, o no. ¿No era eso lo que su madre le decía siempre de manera sutil? Si ese día estaba un poco despeinada, no importaba. Nadie se daría cuenta.





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