jueves, 7 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 4




Colocó los objetos que había sobre la mesa y aprovechó para serenarse. La mesa estaba preparada para ver piezas de joyería. Tenía un cojín de terciopelo azul en el centro, un lente de aumento y una lámpara de gran intensidad.


Paula colocó la lámpara y la lente, y después se subió las gafas que se le habían caído hacia la punta de la nariz. Sentía que le temblaban las manos y confiaba en que él no se diera cuenta.


—Intentaré ser breve y no ocupar mucho de su tiempo, señorita Chaves —dijo él—. Éste es el problema. Me gustaría hacer un regalo a mis empleados en el banquete de la empresa que se celebrará dentro de un par de meses. Es parte de nuestro congreso de ventas nacionales y suelen asistir unos quinientos empleados —le explicó—. Ese día se anunciará el retiro de algunas personas y normalmente la empresa siempre les regala un reloj de escritorio con una inscripción. Pero este año me gustaría hacer algo diferente. Un alfiler de corbata, quizá. O un llavero de oro con un medallón o una inscripción —sugirió—. Después están los premios por rendimiento extraordinario. Sobre todo en el área de ventas. Los empleados reciben una prima, por supuesto. Pero también me gustaría darles un regalo. Necesitaré cien unidades en total. ¿Cree que podrían estar listas para… la primera semana de diciembre?


Paula lo observaba mientras él hablaba. Tenía un rostro muy expresivo. Tenía la frente ancha, los pómulos y el mentón prominentes y una amplia sonrisa. Pensó que algún día le gustaría hacerle un boceto. También le gustaba cómo la miraba a los ojos, de manera directa.


Cuando él terminó de hablar y continuó mirándola, ella se dio cuenta de que había estado tan distraída observándolo que apenas había oído una palabra de lo que le había dicho.


—¿La primera semana de diciembre? —repitió ella.


—¿Cree que no dará tiempo? Siempre dejo las cosas para el último momento —admitió él. 


Paula se sorprendió al oír que su tono era casi de disculpa.


¿No se suponía que los millonarios eran airados y exigentes? ¿No se suponía que tenía que golpear la mesa con el puño o algo así?


—Probablemente. Quiero decir, quizá, depende de qué es lo que desee —dijo ella, y miró al cuaderno—. Haremos todo lo posible por ajustamos a la fecha, señor Alfonso.


Lo miró a los ojos y vio que estaba sonriendo. Riéndose de su balbuceo. Oh, cielos. Parecía una idiota, y se sentía como tal.


—Llámeme Pedro —le recordó—. ¿Puedo llamarla Paula?


Ella asintió. Sentía un gran nudo en la garganta. 


No sabía qué le estaba pasando. Solía ponerse nerviosa cuando conocía gente nueva, sobre todo si eran hombres, pero solía ser capaz de disimularlo. Aquel hombre la estaba poniendo nerviosa y ella deseaba controlar sus nervios. Y el latido acelerado de su corazón.


—Tienes razón. No he sido muy concreto, ¿verdad? —dijo él—. He visto algunas cosas que me gustan en la sala de exposiciones. Creo que la señora Randolph las ha dejado sobre la mesa para que pudiéramos verlas.


—Sí, por supuesto. Ése será el comienzo —Paula tomó una bolsa de terciopelo azul que estaba sobre la mesa y la abrió—. Veamos qué tenemos aquí… —murmuró. Sacó los objetos uno por uno y los fue dejando sobre el cojín. A medida que se concentraba en su trabajo se sentía cada vez más relajada. Le resultaba más sencillo tratar con los clientes cuando ya tenían algo sobre lo que trabajar.


Tomó la primera pieza, un alfiler de corbata de oro de catorce quilates con un asta grabada y una esmeralda de corte cuadrado. La piedra estaba engarzada en una montura con forma de corona que a Paula no le gustaba demasiado.


—¿Qué te parece? —le preguntó él.


Ella lo miró. No estaba segura de si debía ser sincera o no. No quería ofenderlo, pero por otro lado, le había pedido su opinión.


—¿Sinceramente? —preguntó ella.


—Por supuesto.


—Me gusta el detalle del asta —dijo, y colocó la pieza bajo la lente de aumento para que él la viera mejor—. Pero no me gusta demasiado la montura. Es bastante corriente… y un poco hortera.


—Yo pienso lo mismo —él asintió y esperó a que continuara.


Paula se sintió mejor. Tenía la certeza de que Pedro Alfonso tenía buen gusto. Además se parecía al suyo, lo que facilitaba mucho las cosas.


—Mucha gente se pondría una pieza pequeña como esta para acompañar a otras joyas —continuó ella—. Una montura más sencilla haría que la piedra resaltase más. Y también, chocaría menos con otras piezas.


Le dio la vuelta al alfiler y lo dejó sobre el cojín de terciopelo. Durante unos instantes, se quedó mirándolo.


—Espera… tengo una idea —se levantó de la silla—. A ver qué te parece esto…


Se acercó a un armario de madera y sacó un juego de llaves de debajo de su bata. Abrió las puertas del armario y dejó al descubierto tres hileras de cajones que contenían piedras preciosas de todos los tamaños y colores.


Tardó un instante en encontrar lo que buscaba, sacó varias bolsitas de plástico que contenían piedras preciosas y las llevó hasta la mesa.


—Quiero enseñarte estas piedras —dijo Paula—. Se llaman cabochon. ¿Quizá las hayas visto antes?


—No… no las he visto nunca —contestó Pedro.


—Son piedras que no están cortadas, pero sí pulidas. He elegido unos zafiros. Pero existen todo tipo de piedras sin cortar: rubíes, esmeraldas, amatistas. Mira, échales un vistazo —dijo ella, y giró la lente de aumento hacia él.


Él observó las piedras con detenimiento y ella aprovechó para observarlo a él. Tenía el cabello oscuro y espeso, un poco ondulado. Lo llevaba corto y peinado hacia un lado, aunque de vez en cuando, le caía un mechón sobre la frente. 


Paula se percató, de que a la luz, su oscura melena estaba salpicada con cabellos de plata. Tenía el ceño fruncido, la mandíbula prominente y un hoyuelo en la barbilla que le quedaba muy bien.


«Es guapo», pensó ella, «muy guapo».


De pronto, Pedro levantó la vista y vio que ella lo estaba mirando. Paula se sintió insegura, como si al mirarla a los ojos él pudiera leer sus pensamientos. El sonrió y ella, al sentir que se ponía colorada, bajó la vista.


—Bueno… ¿qué opinas? —intentó preguntar con naturalidad, pero su voz parecía forzada. Se quitó las gafas y limpió los cristales con el borde de la bata. Era algo que hacía cuando estaba nerviosa y que a veces no se daba ni cuenta de que lo estaba haciendo.


—Preciosa —contestó él—. Muy sutil y natural. Muy… original.


Sus palabras y la manera en que la miraba eran desconcertantes.




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