lunes, 9 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 9





Mientras Pedro le estaba contando la época en la que Roberto Bernard y él empezaron la empresa, Rose comprobaba cómo su admiración por él iba en aumento. Era un hombre que había creído en sí mismo y se había arriesgado. Y nunca había dejado de trabajar para conseguirlo. Al recordar lo que la señora Donahue le había contado de él, pensó que a lo mejor trabajaba demasiado.


“Los ganadores nunca abandonan y los que abandonan nunca ganan”.


Paula, tanto en su vida profesional como personal, se había mantenido a la espera. Algún día llegaría el príncipe azul. Nunca había querido invertir más en la tienda, porque en el fondo pensaba que algún día encontraría un hombre que la iba a sacar de allí. Pero, ¿cómo iba a conocerla ese príncipe, si se pasaba los días encerrada en aquel agujero?


Pedro la había encontrado, o mejor dicho ella había encontrado a Pedro. Tendría que esforzarse por mantener su interés. Empezó a pensar. En la conversación, Pedro siempre hacía preguntas muy incisivas. Si quería que él no pensara que ella era una mujer normal y corriente, mejor sería empezar a actuar cuanto antes.


Él había estado hablando de los resultados conseguidos en algunas campañas publicitarias. 


A lo mejor podría hacer algún comentario sobre algún aspecto de su trabajo.


—Yo creo que para vender algo a la gente hay que saber algo de psicología —se aventuró a decir Paula, intentando hacer un paralelismo entre su modesta experiencia y la de él—. Muchas veces las mujeres no sólo compran un vestido, están comprando la persona que a ellas les gustaría ser cuando lo llevan puesto.


—¡Exacto! —por primera vez en toda la comida, Pedro pareció realmente interesado en el tema que Paula había sacado. Ella saboreó aquella situación con satisfacción—. Lo primero que hay que hacer es venderles la idea de felicidad, diversión, alegría o lo que sea y luego, venderles el producto. Fíjate, por ejemplo, en nuestra campaña sobre los cascos Vanguard para bicicletas.


Pedro pareció iluminado por un fuego interno. 


Tenía una expresión muy intensa, con una voz muy atractiva y firme. Mientras hablaba, gesticulaba con las manos, puntualizando sus palabras. Paula se lo imaginó planificando una campaña publicitaria. No era de extrañar que hubieran conseguido tanto éxito.


—A los chicos no les importa para nada su seguridad, pero a sus padres sí —estaba diciendo Pedro—. Si los chicos piensan que están ridículos con casco, no se lo van a comprar y no creo que los padres estén dispuestos a correr tras de ellos por las calles para que lleven el casco puesto —le dijo, al tiempo que se inclinaba hacia delante. Paula se dio cuenta de que hacía ese gesto, como si se estuviera preparando a decir algo muy importante—. Roberto y yo hemos ideado una campaña para que piensen que con casco tienen un aspecto más interesante.


—Y no sólo los críos —dijo Paula—. Porque yo también tengo un casco Vanguard.


—¿De verdad? —le preguntó—. ¿Y por qué te lo compraste de esa marca?


—Por los colores —confesó ella, un poco avergonzada al admitir que el diseño había sido más importante que su seguridad, al elegir uno.


—Los cascos Vanguard no tenían esos colores hasta que yo se lo propuse –dijo Pedro sonriendo, y Paula le devolvió la sonrisa—. Y no es que el diseño sea lo único en esos cascos. Esos cascos son un buen producto. Si no lo fueran, no habríamos aceptado hacer la campaña. Intentamos no vender algo en lo que no creemos.


—Eso es digno de admirar —comentó Paula, aunque nunca habría pensado otra cosa de Pedro.


—También es un buen negocio —hizo una pausa, para dar un sorbo a su vaso de té—. Yo creo, que de alguna manera, nuestra honestidad se refleja en nuestros anuncios, y por eso son más convincentes.


Después, la conversación fluyó con más facilidad, aunque Paula no se sintiera en ningún momento muy relajada, al tener que luchar con sus fetuccine, por lo que, al cabo de un rato, dejó que el camarero retirara su plato.


—¿Quieres un café? —le preguntó Pedro.


A Paula no le hubiera importado prolongar aquella comida, pero había visto que Pedro de vez en cuando se miraba discretamente a su reloj. Era un hombre muy ocupado. Y ella también tenía ciertas obligaciones aquella misma tarde. No podía apartarle de su trabajo por más tiempo, aunque ella, en un principio, había esperado que él se quedara tan fascinado que perdiera el concepto del tiempo. Al darse cuenta de que para fascinar a Pedro había que ser una persona dinámica y erudita, empezó a esforzarse para convertirse en esa clase de persona.


—No, gracias —dijo, rehusando el ofrecimiento—. Los dos tenemos cosas que hacer.


Sabía que había tomado la mejor decisión, cuando comprobó que Pedro, sin hacer otro comentario, firmó la factura y los dos se dirigieron a la puerta del restaurante, donde, al cabo de un momento, el portero le trajo su BMW.


Debía tener cuenta en aquel restaurante, porque ella nunca había visto a nadie que pagara poniendo su nombre en una factura. Además, Pedro no había tenido que hablar con nadie para que le llevaran el coche a la puerta.


Así era la vida para la gente importante, pensó Paula, mientras se acomodaba en su asiento de cuero. Había otros que se encargaban de los pequeños detalles.


—¿Y dónde vas, cuando vas a comprar la ropa para tu boutique? —le preguntó Pedro, cuando ya estaban en pleno tráfico,


—Oh, a muchos sitios —Paula sintió una punzada. A ella le gustaba mucho viajar y ver mundo, pero nunca lo había hecho. Estaba claro que Pedro pensaba que tenía una tienda más importante de lo que realmente era—. Los viajes de negocios son menos interesantes de lo que la gente cree —añadió, confiando en que Pedro no siguiera con ese tema.


Y no era que le diera vergüenza de su tienda. Lo que pasaba era que, por el momento, no quería que se enterara de las circunstancias tan modestas en las que vivía.


—La publicidad tampoco es tan interesante como la gente piensa —comentó Pedro—. Pero claro, todo se basa en las apariencias, ¿no crees?


—Supongo —asintió Paula, preguntándose si Pedro pensaba que era algo negativo.


Estaban hablando de los anuncios en televisión, cuando Paula se acordó de su coche. Había ido en uno ya muy pasado de moda, con la pintura hecha polvo por los años que había pasado aparcando debajo de los álamos.


Si Pedro veía su destartalado coche, toda su imagen se iría al garete. ¿Qué podría hacer?


En aquel preciso momento estaba entre Post Oak y Westheimer, muy cerca de la Galleria. 


Desde allí se veía la oficina de Pedro. El corazón le empezó a latir con fuerza. Seguro que Pedro la llevaría a su coche, ya que no había ninguna razón para que ella subiera a su oficina.


—¿En qué piso has aparcado?


Paula intentó desesperadamente pensar en algo, para que la dejara en cualquier parte. Toda aquella zona estaba plagada de tiendas muy importantes, pero en aquel instante no se le ocurría el nombre de ninguna.


—En el tercero.


Había respondido lo primero que se le vino a la mente, porque la verdad era que no se acordaba.


Cuando llegaron al garaje, Pedro saludó con la mano al portero, que levantó la barrera y les dejó entrar.


Empezaron a subir el tramo en espiral del aparcamiento y Paula empezó a sudar. Cuando llegaron al tercer piso, Paula vio su coche. Los dos coches que había al lado eran coches de importación.


—¿Cuál es tu coche? —Pedro le preguntó. Paula no podía despegar su lengua del paladar. 


Pedro pasó al lado de su coche rojo.


—Ése —Paula apuntó con el dedo al Mercedes de color gris—. Déjame aquí, si quieres —sonriendo abrió su puerta—. Seguro que tienes mucho trabajo, déjame aquí ya. Muchas gracias por la comida. Y encantada de conocerte.


Pedro puso su brazo en el respaldo del asiento de al lado.


—Espera, yo...


Paula salió del coche, lo rodeó y se fue a la puerta del conductor. Se agachó para mirar por la ventanilla y le dijo de nuevo:
—Gracias, de nuevo. No te entretengo más —retrocedió y se despidió con la mano.


—Al menos déjame que vea que estás segura en tu coche —protestó Duncan.


—No seas tonto —dijo ella, riéndose a carcajadas.


Pero él siguió mirándola, sin hacer ningún movimiento. Ella se acercó al Mercedes y fingió buscar la llave dentro del bolso. Lo miró de nuevo y se despidió otra vez con la mano. Pero él no se movió. Desesperada, no tuvo más remedio que decir:


—Vete por favor. Conduzco fatal y no quiero sentirme humillada demostrándote lo mal que salgo de los aparcamientos —le dijo, haciéndole un gesto con la mano para que se fuera.


Duncan empezó a reír.


—Debí imaginármelo —la saludó, giró el volante y se fue hasta al aparcamiento de arriba.




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